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En torno a Europa

Fecha: 28/01/2004. Publicado en: Anuario de COPE – Granada, 2004



Europa lleva mucho tiempo jugándose su alma a la ligera. Y en las construcciones humanas, como lo son todas las creaciones culturales y políticas, pasa como con el hombre, que alma y cuerpo forman una unidad indisoluble, y que con el alma va el cuerpo, y con el cuerpo, el alma. Una cultura no sobrevive impunemente a la destrucción material y humana (y sobre todo humana) causada por dos guerras mundiales en un siglo, y ya antes, por la reducción práctica de toda la vida social a la economía (liberal o socialista da casi lo mismo, hay poca diferencia), y a los juegos de intereses y de poder. No sucede todo esto, y Auswitz y Dachau, y el “Archipiélago Gulag”, y un largo etcétera (que no implica sólo a Europa, es cierto), que se prolonga hasta el 11 de septiembre y hasta Irak, mientras los niños van al colegio y nosotros de compras como si nada.

Era George Bernanos quien, por la década de los cuarenta del siglo XX, escribía que Europa estaba obsesionada con la idea del suicidio. Bernanos tenía razón. Sigue teniéndola hoy. Aunque sea un suicidio soft, que sucede (oficialmente) sin las resonancias trágicas que percibía la clarividencia de Nietzsche. Y, sin embargo, la tragedia existe, cuando lo que se ve no son los eslogans, sino la realidad de la vida humana concreta, el sufrimiento de los hombres. El Papa ha hablado en su reciente Carta Apostólica, Ecclesia in Europa, de una apostasía silenciosa. Las dos realidades –el suicidio y la apostasía– están conectadas, mucho más conectadas de lo que normalmente se piensa (o se permite decir) en la “cultura oficial”. El drama demográfico de Europa, por ejemplo, no es un problema de recursos económicos, o de bienestar (con derecho a depresión incluido), sino de desesperanza. Si la vida no es un don, si no es una gracia, una participación gratuita en el Ser y en el Misterio, y si no tiene más objetivo que producir y consumir, poseer y trabajar, y trabajar sólo para poseer más, entonces vivir se convierte inevitablemente en una losa insoportable. Amar la vida se hace imposible. Y si la vida no se ama, si no hay a quien darle gracias por ella, o a quien suplicarle misericordia, sencillamente, faltan el deseo y las energías para transmitirla. También el Papa ha llamado a eso “cultura de la muerte”.  

A la hora de plantearse el futuro de Europa, y no ideológicamente, sino con realismo, sería sabio (es una cuestión de supervivencia) volver a considerar con seriedad la hipótesis cristiana. Considerar la hipótesis cristiana no es privilegiar a una determinada especie del género “religión”. Ya se sabe que ese género está hecho, para la cultura dominante, del conjunto de todas las falsedades, y de todas las imposturas, y es la fuente de todas las violencias, y que sólo es tolerable –especialmente si se trata de la variante cristiana–, como un “error” privado, una cuestión de gustos y de preferencias personales, o como residuo cultural floklórico para promoción del turismo, o, en el mejor de los casos, como sostén (todavía) necesario  (mientras no todos hayan llegado a la edad adulta, y ya puedan prescindir de ese taca-taca) , para dar cohesión al sistema social, a la moral y a los valores de los que ahora el Estado se hace responsable y garante, y que el mismo Estado se encarga de promover. El concepto de religión entendido así fue parte de la meta-narrativa y de la mitología del estado absolutista, en un intento (que ha tenido éxito en buena parte) de domesticar a la Iglesia y al cristianismo, de forma que no fueran obstaculo al naciente totalitarismo moderno [1].

Europa no es hoy cristiana. Pero Europa, y lo mejor de la cultura europea, fueron construidos en gran medida por hombres y mujeres cuyo proyecto en la vida no era construir Europa, sino que habían renunciado a la politeia de este mundo a favor de la politeia del Reino de los cielos. También, es verdad, en la historia de la Iglesia ha habido y hay mil fracasos y mil escándalos (aunque también es verdad que ha habido y hay innumerables santos, canonizados y sin canonizar, cuya humanidad resplande incomparablemente en la historia, y por esto, y porque precisamente esto no se puede explicar sin la presencia a raudales del Espíritu de Dios, se puede hablar sin rubor de un pueblo de santos, de un pueblo santo).

Europa no es hoy cristiana. Pero no le sería inútil a Europa mirar con una mirada más limpia algunos datos de su mejor tradición, oscurecidos por las ideologías seculares sucesivas. Por ejemplo, la verdad casi evidente (más evidente hoy que hace cincuenta años), de que una sociedad en la que cada persona, por el hecho de ser persona, tiene un valor infinito, y es protagonista de su destino y de su historia, sólo se da en un contexto de educación cristiana. Lo mismo que el aprecio de la razón y de la libertad, como estructuras inalienables de la persona, condición de un interés por la verdad de las cosas (incluida la ciencia) y de una certeza de que la vocación de la persona humana, como imagen de Dios, es una vocación al amor. Como datos culturales, son datos que sólo se dan –en medio de mil fragilidades, es cierto–, en el humus cultural cristiano, y que no se dan fuera de él. Así sucede también con “los derechos humanos”, y con la democracia misma. La democracia en su modalidad moderna (esto es, a partir del reconocimiento de la dignidad de cada persona en tanto que persona), es, como recordaba ya Alexis de Tocqueville en La Democracia en América, un fenómeno de matriz cristiana. Y probablemente uno de los errores más grandes de las democracias modernas durante el siglo XX en relación con los pueblos del Tercer Mundo (pero no sólo) haya sido el creer que la democracia consiste simplemente en una técnica formal, que basta con aprender para crear un pueblo de hombres libres, o una nación de demócratas. Irak puede ser el último episodio de ese dramático error. 

Pudiera ser que para rescatar y recuperar los mejores ideales de la Ilustración (pienso justamente en el aprecio por la razón y por la libertad), que eran ideales de matriz cristiana, el cristianismo (esto es, la Iglesia) no sea un enemigo, sino el aliado imprescindible. A lo mejor es que la libertad (y la vida) sólo se pueden amar, hasta dar la vida por ellas, cuando se espera el cielo (o lo que es lo mismo, cuando se tiene aquí la experiencia del ciento por uno que lo anticipa, y que hace razonable la esperanza). Porque la Ilustración por sí misma se autodevora, y se disuelve, como ya pusieron de relieve algunos filósofos de la escuela de Frankfurt, y como es cada vez más evidente. En realidad, habría que observar que hasta la posibilidad de una crítica a la religión se da en un contexto cultural de matriz cristiana, y que la Iglesia no sólo la “tolera”, sino que la escucha y la toma en serio, como una llamada a la purificación de la fe. Europa no es un ghetto cristiano, ni un club cristiano. Pero sólo en la medida en que pueda seguir reconociendo al cristianismo como su matriz podrá evitar convertirse en un club, o en un espacio cerrado, de cualquier otra clase.

No, no estoy anhelando ningún retorno al confesionalismo, ni tengo nostalgia alguna del pasado: el principio cuius regio eius religio no ha sido nunca un principio cristiano, sino que recuerda más bien a la realidad de otras culturas. Aunque ese principio también ha sido usado como una estratagema por el absolutismo de las naciones-estado en su fase emergente, para asegurarse de que la Iglesia estaba sometida al poder político. El Papa Juan Pablo II escribía, ya hace años, esta crítica a ese principio político, que sirvió de motto a las guerras mal llamadas “de religión”, porque eran en realidad guerras promovidas por los incipientes estados absolutistas seculares: “La Europa cristiana se convirtió [a partir de la Reforma] en una Europa eclesialmente dividida, y este estado de cosas perdura todavía. La ruptura se hizo todavía más profunda a causa de la sumisión al poder temporal, que impuso el principio «cuius regio eius religio». Este principio constituye la negación del derecho a la libertad religiosa, un derecho que sólo más tarde llegó a plena efectividad en la conciencia de las sociedades, aun cuando en algunas partes de Europa, por ejemplo, en el estado polaco-lituano-ruteno, ha sido respetado siempre” [2].

El problema fundamental de nuestra cultura es el de la falta de esperanza y de amor a la vida, o lo que es (casi) lo mismo, el de un pueblo que ha perdido su razón de existir como pueblo (y no sólo como colectivo de ciudadanos o de trabajadores, o de consumidores), porque ha perdido las prácticas y los significados de las palabras propios de su tradición, porque se ha disuelto en la sociedad secular, y ya (casi) no puede ofrecer las respuestas de su tradición a las oscuridades, a las preguntas y a las perplejidades de esa sociedad, ni puede aliviarla en su inexorable agonía.

Y, sin embargo, la esperanza es posible, esa “esperanza que no defrauda”, porque está ligada a la experiencia de que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha sido dado”. En realidad, todo lo que precede es sólo para decir esto, o tal vez con más exactitud, para que se perciba el contexto en que la Iglesia dice esto, y que se caiga en la cuenta de que cuando la Iglesia lo dice, este testimonio no es meramente una frase piadosa.  La esperanza es posible, sea cual sea nuestra historia, sea cual sea nuestra condición cultural, porque existe la gracia, porque Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, está en medio de nosotros. Jesucristo, en efecto, es la respuesta –inesperada, y no humanamente “fabricable”– a las exigencias más elementales y decisivas de lo humano.

Quienes conocen esa gracia, quienes saben que sólo de ella cabe esperar un mundo humano (una humanidad verdadera), tienen –tenemos– que testimoniarla, tenemos que recomenzar. Como en la primera mañana de Pascua.  Recomenzar la construcción de un pueblo, constituido por la experiencia de la gracia, esto es, de que es verdad la promesa del Señor: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

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[1] Sobre este punto, que no es posible desarrollar aquí, cf. William T. Cavanaugh, “«A Fire Strong to Consume the House»: the Wars of Religion and the Rise of the State”, en Modern Theology (Blackwell, Oxford) 11 (1995), 397-420. Para unas consideraciones análogas sobre el significado del “First Amendment” en la Constitución americana, cf. S. Hauerwas, “The Kingship of Christ: Why Freedom of «Belief» Is Not Enough”, en S. Hauerwas, In Good Company. The Church as Polis, Notre Dame, Indiana, 1995, 199-216. El segundo de estos dos autores no es católico.

[2] Discurso a los Presidentes de las Conferencias Episcopales Europeas en la reunión de consulta de la Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos, del 5 de junio de 1990, cf. Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XIII, 1, Città del Vaticano, 1992, 1515.

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