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El amor que nos rescata

Fecha: 22/09/2005



“Conocemos la meta” – escribía F. Kafka –. “Conocemos la meta, pero no hay ningún camino”. El hombre de hoy se identificaría fácilmente con la segunda parte de esta afirmación. Con respecto a la primera, no estoy seguro de que lo que era verdad todavía al tiempo de la muerte de Kafka en 1924 lo sea igualmente hoy. No es obvio que hoy podamos decir que conocemos la meta. Nuestra cultura está más dislocada, el horizonte es más pobre, el hombre más roto. Para saber que lo que uno echa de menos es el perdón hay que haber sido perdonado alguna vez. Para saber que lo que a uno le falta es amor hace falta haber tenido experiencia de un amor verdadero. “No me buscarías si no me hubieras encontrado”, le hacía decir S. Agustín a Dios en las Confesiones.

Por supuesto, el corazón del ser humano está hecho para el infinito, ayer como hoy. Pero cuando se crece en un ambiente cultural y políticamente tan asfixiante como el nuestro, y desde pequeño tiene uno que aprender a creerse que la felicidad consiste en comprar el último modelo “de lo que sea”, la vida se convierte en un ejercicio permanente en la durísima disciplina de la decepción. La decepción es tal vez la experiencia humana más común en las sociedades post-industriales, pero como todas las identificaciones de la felicidad son para “usar y tirar”, al final la conciencia se vuelve cínica en la madeja sin fin de ídolos hueros ofrecidos a su adoración. “Conocemos la meta” ¿La conocemos realmente? Conocemos mil metas, que se nos han propuesto, que hemos conseguido, y ni sabemos donde estamos, ni a dónde vamos, ni para qué.

Ser cristiano – algo que nunca sucede en función de lo “bueno” que uno es, sino siempre, como decía el antiguo Catecismo, “por la gracia de Dios” – es haberse encontrado en la vida con la meta, con la plenitud regalada y posible, es haber reconocido con gratitud el camino. Pero no el camino que uno ha hecho para llegar hasta Dios (Dios no es nunca un “logro” del hombre, como una licenciatura o una cátedra), sino el camino que Dios ha hecho para encontrarme a mí, infinitesimalmente perdido en el cosmos, y hoy, sin embargo, alegre. Hoy gozoso y agradecido por una Misericordia que ha salido a mi encuentro, en rostros familiares, amigos, que me han acompañado a lo largo de mi vida. En ellos, en la Iglesia, es Cristo quien me acompañaba, es la Virgen quien cuidaba de la vida. Y es la experiencia de ese cuidado lo que arranca la vida de la desesperanza y de la angustia, y lo que suscita el amor agradecido, el gusto por la vida. La vida, ahora, es toda signo. Las cosas siguen sin ser infinitas, pero todas señalan la meta, todas vienen de allí. Todas hablan del amor de Dios.

Volver a acompañar por las calles a la imagen de la Virgen de las Angustias junto al pueblo cristiano de  Granada, esta “familia de los hijos de Dios” que vive en Granada o que viene a Granada desde tantos otros lugares, es ante todo una ocasión para proclamar la gratitud por la fe. Para proclamar el regalo inmenso de la fe, esa “gracia que vale más que la vida”, porque sin ella la vida termina no valiendo mucho. Contemplar el dolor de la Madre, ante el Hijo que “había venido a los suyos”, pero que “los suyos no recibieron”, es contemplar el Amor con que cada uno somos amados, sea cual sea nuestra historia. ¡Y mira que la vida puede estar llena de sufrimiento!  Pero contemplarte a Ti, entregándonos a tu hijo, al Hijo de Dios que nos “amó hasta el extremo”, es contemplar el Amor que nos rescata de la decepción, y nos restituye a la libertad y a la esperanza. Y no hace dos mil años, sino hoy. En este querido y decepcionado mundo nuestro.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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