V Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A
Fecha: 03/02/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 436 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 623
Mateo 5, 13-16
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del candelero, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»
Es un texto precioso, sobrecogedor, aunque su lenguaje tiene la pátina que le da el estar escrito hace casi tres cuartos de siglo. En un capítulo de Los grandes cementarios bajo la luna, Bernanos imagina la ficción de un ateo de buena voluntad (que los hay, y son legión) que pudiese predicar a los fieles, el día de Santa Teresa de Lisieux. Bernanos escribió esta obra hacia el final de la guerra civil española. Y, a pesar de las apariencias, no es un libro sobre la guerra civil, sino más bien un ensayo, profético a mi juicio, sobre la condición del cristiano en el descristianizado mundo contemporáneo. En un pasaje de ese texto, el supuesto ateo les dice a los cristianos: «Vosotros decís que sois la sal de la tierra. Si el mundo huele tan mal, ¿a quién voy a echar las culpas?»
Yo no me imagino a los cristianos del siglo II tratando de derrocar el imperio para que sus leyes pudieran acomodarse al derecho natural. Todavía en el siglo IV, excelentes familias cristianas de Turquía, como la de san Basilio el Grande (una familia entera de santos), enviaban a sus hijos a las escuelas paganas sin ningún problema. Ya, ya sé que aquel mundo era distinto en muchos sentidos, y que estaba por evangelizar (por cierto, lo mismo que el Papa nos ha dicho mil veces que es lo que necesita éste). Pero también sé que aquellos cristianos tenían una confianza tal en la capacidad educativa de su fe, que no les preocupaba mucho el que sus hijos pudieran perderla escuchando a un buen maestro de retórica o de filosofía pagano, por muy hábil que fuese. Aquello sólo podía hacerles bien, y confirmarles en la fe cristiana, infinitamente más razonable como fe y como modo de vida que todo el paganismo circundante.
Aquellos cristianos cambiaron el mundo. Y lo cambiaron a mejor. Nunca en la Historia ha tenido la Iglesia una vitalidad misionera más grande. Pero esa vitalidad no dependía de la posesión o del apoyo del poder político, sino de la belleza de su vida, que resultaba irresistiblemente atractiva. Aquellos cristianos no se ponían a arremeter contra el mundo con los mismos medios del mundo: vivían en él, con libertad, en la medida en que podían (muchas veces no podían, y les costaba la vida, o los trabajos forzados, o el exilio). No huían de la cruz. Desde luego, su sueño no era que los funcionarios del imperio les ahorrasen tener que dar testimonio de Jesucristo. Y tampoco le ocultaban al mundo, en la vida ordinaria, y como el don más precioso que tenían, la belleza de la vida que Dios les daba en la comunión de la Iglesia.
Nuestro principal problema hoy no es que el mundo se vuelve contra nosotros, sino que la sal se ha vuelto insípida. Que no hay apenas diferencia entre el mundo y nosotros. Lo tremendo es que unos vínculos misteriosos unen el destino de la Iglesia y el del mundo, y en virtud de ellos, cuando la sal no tiene fuerza de salar y de conservar la carne, es la carne la que se pudre.
† Javier Martínez
arzobispo de Granada