Carta Pastoral con motivo del Día de la Iglesia Diocesana
Fecha: 10/11/2004. Publicado en: Semanario Diocesano de Granada y Guadix Fiesta
Tal vez uno de los dramas más agudos del hombre en nuestras sociedades capitalistas avanzadas es que no se pertenece a nada ni a nadie, y eso, aunque se vende como libertad, deja siempre al hombre solo e inerme en manos del poder, de cualquier poder.
El caso es que la Iglesia es, ante todo, un espacio de pertenencia. Es un espacio de pertenencia personal, como la familia, o como “el pueblo” al que uno pertenece, naturalmente, en la medida en que en esas mismas sociedades quedan verdaderas familias y queda un pueblo. La misma Iglesia se ha dejado a veces arrastrar por el contexto del secularismo liberal a concebirse a sí misma como una organización o “institución” que ofrece unos determinados servicios religiosos, en función de una serie de “creencias” o de unas determinadas “ideas religiosas” o de unos determinados “principios morales”. Una Iglesia así concebida no es la Iglesia de Cristo, no es la Iglesia de que nos habló –¡hace ya tantos años!– el Concilio. Y una Iglesia así concebida se disuelve en el mundo, porque no supone ninguna “diferencia” especial con lo que ya ofrece el mundo (o más bien, con lo que no ofrece).
La Iglesia es un espacio humano de pertenencia a Cristo, de pertenencia a Dios. Es entrar en la familia de Dios, empezando a ser “hijos en el Hijo“, por el don del Espíritu Santo, en la comunión de la Iglesia. Es el don de una Alianza “nueva y eterna”, que Dios ha hecho con todos los hombres en su Hijo, en la cruz, y en la que cada uno entramos a participar por ese gesto misterioso, por ese sacramento que es el bautismo. Luego, cuando lo que sucede en ese gesto –la apropiación personal, el “sello” de la Alianza– se hace experiencia, la vida se transforma en una fuente inagotable de gratitud.
Porque esa experiencia de vivir como hijo de Dios, de ser parte de una nueva familia –más decisiva para la vida que la familia misma de la carne–, es la experiencia más determinante de la vida. Lo cambia todo: la mirada, el corazón, el valor de las cosas y de la vida misma. Y lo cambia para bien, en el sentido de una alegría y de una libertad que no conocen los que no tienen la fe, o los que no la tienen como una verdadera experiencia.
En realidad, la vida de la Iglesia, vivida como “familia de Dios”, vivida como “pueblo de Dios”, como “esposa” y “cuerpo” de Cristo, es el lugar más bello, más verdadera y plenamente humano que existe en la tierra. Es el lugar de la experiencia de la vida como un don que desemboca en la inmortalidad de Dios, en la vida eterna. Es el lugar donde se reconoce el valor de la persona –de toda persona, y siempre– como un bien único y sagrado, como un abismo infinito siempre abierto al abismo de Dios, siempre reflejo de su infinita belleza. Es el lugar de la misericordia sin fin, y de la esperanza sin límites. Es el lugar de la vida del hombre, y por eso es el signo vivo de la redención de Cristo y de la presencia y de la verdad de Dios.
A mí la Iglesia me lo ha dado todo. Y no por ser Obispo, o sacerdote, sino por ser cristiano, por ser hijo de Dios. Poder entender quién soy, poder entender la vida y para qué estoy en ella, y poder amarla. Me ha dado todo dándome a Cristo, y dándome con Él al Padre –¡mi Padre, nuestro Padre!–, y al Espíritu Santo. Y me ha dado un pueblo de hermanos, una familia de amigos, que cruza las fronteras, gracias a la cual no me siento extraño en ningún lugar del mundo. No somos mejores que nadie, pero tener una familia y una casa donde uno pueda ser uno mismo es lo más precioso de la vida. Y eso es lo que Dios ha hecho para nosotros al darnos a su Hijo, al darnos la Iglesia. Aunque tantas veces los cristianos, y hasta los mismos pastores, no sepamos disfrutar ese don, o no seamos ni siquiera conscientes de él.
“Colabora con la Iglesia”. ¡Pues claro! Y por supuesto, en sus necesidades económicas, para sostenerla entre todos, para construirla entre todos. Como se hacen las cosas en una familia en la que hay amor. En ese sentido, y aunque pudiera parecer otra cosa, la Archidiócesis de Granada tiene muchas necesidades de todo tipo, y también económicas. Pero luego, colabora en más cosas. Colabora, sobre todo, en que crezca la vida que el Señor nos ha dado, en que crezca hacia dentro y hacia fuera, que crezca en ti y a tu alrededor, que crezca gracias a ti.
Hasta, si queréis, me resulta pobre eso de “colabora”. Cuando uno ha empezado a entender un poco, sólo un poco, lo que es la Iglesia, lo que realmente desea es dar toda la vida para ella. Dar toda la vida para quien me da todo lo que hace que vivir valga la pena.
Os bendigo a todos de corazón.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada