Traducción de Javier Martínez Fernández
Fecha: 31/07/2008. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 604
La hora de los santos llega siempre. Nuestra Iglesia es la Iglesia de los santos. Quien se acerca a ella con desconfianza no cree ver más que puertas cerradas, barreras y celosías, una especie de gendarmería espiritual. Pero nuestra Iglesia es la Iglesia de los santos. Para ser un santo, ¿qué obispo no daría su anillo, su mitra, su cruz pectoral, qué cardenal no daría su púrpura, que pontífice no daría su vestido blanco, sus camareros, sus guardias suizos y todos sus bienes temporales? ¿Quién no quisiera tener la fuerza para correr esta admirable aventura? Porque la santidad es una aventura, es incluso la única aventura. Quien lo ha comprendido una vez ha entrado en el corazón de la fe católica, ha sentido estremecerse en su carne humana un terror distinto del de la muerte, una esperanza sobrehumana. Nuestra Iglesia es la Iglesia de los santos. Pero, ¿quién se preocupa de los santos? Se quisiera que fuesen unos viejos llenos de experiencia y de política, y la mayoría son niños. Ahora bien, la infancia está sola contra todos. Los avispados se encogen de hombros, sonríen: ¿qué santo ha podido nunca estar muy satisfecho de los eclesiásticos? ¡Pero bueno! ¡Qué pintan aquí los eclesiásticos! ¿Por qué se quiere que tengan acceso a un puesto entre los más heroicos de los hombres esos que están convencidos de que el reino de los cielos se consigue como un sillón de la Academia, a base de quedar bien con todo el mundo? Dios no ha hecho a la Iglesia para la prosperidad de los santos, sino para que transmita su memoria.
Nuestra tradición católica los arrebata, sin herirlos, en su ritmo universal. San Benito con su cuervo, san Francisco con su mandolín y sus versos provenzales, Juana con su espada, Vicente con su pobre sotana, y esa última que ha llegado, tan extraña, tan secreta, ajusticiada por los negociantes y los simoníacos, con su incomprensible sonrisa, Teresa del Niño Jesús. ¿Desearía alguien que todos ellos hubieran estado, durante su vida, metidos en un relicario? ¿Que fueran asaltados por epítetos ampulosos, saludados de rodillas, rodeados de incienso? Semejantes atenciones son buenas para los canónigos. En cambio, lo que sucede es que han vivido, que han sufrido como nosotros. Han sido tentados como nosotros. Ellos llevaron su carga bien llena, y más de uno, sin soltarla, se acostó sobre ella para morir. Quien no se atreva todavía a retener de su ejemplo la parte sagrada, la parte divina, encontrará en ellos al menos la enseñanza del heroísmo y del honor. Pero, ¿quién no enrojecería al detenerse tan pronto, al dejarles seguir solos por su camino inmenso? ¿Quién querría malograr su vida, pasándosela entera rumiando el problema del mal, en lugar de arrojarse como ellos hacia delante? ¿Quién se negará a liberar la tierra?
Nuestra Iglesia es la Iglesia de los santos. Todo ese gran aparato de sabiduría, de fuerza, de suave disciplina, de magnificencia y de majestad no es nada por sí mismo, si no lo anima la caridad. Pero la mediocridad no busca en él más que una seguridad sólida contra los riesgos de lo divino. ¡Qué más da! El niño más pequeño de nuestras catequesis sabe que la bendición de todos los eclesiásticos no dará la paz más que a las almas ya dispuestas a recibirla, a las almas de buena voluntad. Ningún rito dispensa de amar. En ninguna otra parte podría uno imaginarse semejante aventura, y a la vez una aventura tan humana, la de una pequeña heroína que pasa un día tranquilamente de la hoguera del inquisidor al Paraíso, delante de las narices de ciento cincuenta teólogos.
Nuestra Iglesia es la Iglesia de los santos. Desde el Pontífice al monaguillo travieso que se bebe el vino de las vinajeras, todo el mundo sabe que no se encuentran en el calendario más que un pequeño número de curas de los de oratoria, y de prelados dados a la diplomacia. Sólo puede dudar de ello algún buen hombre, bien pensante, de barriga grande y cadena de oro, que piensa que los santos corren demasiado deprisa, y quisiera entrar en el Paraíso con paso lento, como en el banco, acompañado de su compadre el cura. Nuestra Iglesia es la Iglesia de los santos. Sentimos un verdadero respeto por los servicios de intendencia, los prebostes, los médicos del ejército y los cartógrafos, pero nuestro corazón está con los de la vanguardia, con aquellos a quienes se les mata. Ninguno de nosotros, llevando su carga -la patria, el trabajo, la familia-, con nuestros pobres rostros ahondados por la angustia, nuestras manos duras, el aburrimiento enorme de la vida cotidiana, del pan de cada día que hay que defender como el honor de nuestras casas, ninguno de nosotros tendrá nunca teología bastante para llegar a ser canónigo. Pero sabemos lo bastante de ella como para llegar a ser santos. ¡Que otros administren en paz el reino de Dios!
Que otros se ocupen de lo espiritual, que argumenten, que legislen: nosotros sujetamos lo temporal a manos llenas, nosotros sujetamos a manos llenas el reino temporal de Dios. Nosotros nos agarramos a la herencia de los santos. Porque desde que fueron bendecidos con nosotros la viña y el trigo, la piedra de nuestros dinteles, el techo donde anidan las palomas, nuestros pobres lechos llenos de sueños y de olvido, el camino por el que chirrían los carros, nuestros muchachos de risa dura y nuestras hijas que lloran al borde de la fuente, desde que Dios mismo nos ha visitado, ¿hay algo en este mundo que nuestros santos no puedan darnos? (de Juana, relapsa y santa, 1929).