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“No nos dejes caer en la tentación”

I Domingo de Cuaresma. Ciclo B

Fecha: 05/03/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 675



Marcos 1, 12-15 El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio”.


Si hay algo que pone de manifiesto, y de manera brutal, los límites de la condición humana, es el hecho del pe-cado. La historia de pecado, que empezó desde el origen, ha cambiado la experiencia humana de la vida hasta unos extremos que no podemos siquiera imaginar. La experiencia humana de la vida, y la de la muerte, hasta el punto que el final de la vida terrena, en un mundo sin pecado, tendría tan poco que ver con lo que hoy es nuestra experiencia de ese final, que aplicar a aquella experiencia la palabra “muerte” resulta absolutamente inadecuado.

En efecto, no es que la materia, en un mundo sin pecado, sería por sí mis-ma inmortal, o que las leyes físicas se-rían sustancialmente distintas; pero no podemos imaginarnos (apenas) lo que sería vivir en un mundo sin sombra de pecado, donde la creación entera sería transparente, pero no en el sentido de perder su consistencia. La consistencia, la creación la pierde precisamente por el mal uso que hacemos de ella, al querer dominarla sin reglas y sin responsabilidad, al hacer de ella puro “material” para nuestros proyectos (es decir, los de los poderosos), y al olvidarnos que su ser consiste en ser signo, que toda ella es un lenguaje que habla permanentemente de Alguien, desde el cual el Misterio  –Dios–, nos dice permanentemente su amor.

Sí, no podemos (apenas)imaginarnos lo que sería vivir en un mundo sin pecado, y no podemos imaginarnos lo que sería morir en un mundo sin pecado, donde acercarse al fin fuese sólo el madurar de un fruto que, habiendo alcanzado su plenitud, se abre al don infinitamente más grande de la vida divina. Hay imágenes más sencillas para decir esto: llegar a casa, después de una fatigosa jornada de trabajo, o de un largo viaje, sabiendo que allí esperan los seres más queridos que uno tiene en la vida, el hogar caliente, los brazos abiertos de un padre, no es ningún motivo de luto. Al contrario, sería un motivo de gozo, para el que llega y para sus amigos. 

Nuestra misteriosa realidad humana es que estamos abiertos al infinito y que somos a la vez contingentes, limitados. Que somos una sed insaciable de belleza, de verdad y de bien, y al mismo tiempo, un pequeño punto perdido en el cosmos. Pero esa misteriosa realidad que somos se ha hecho más dramática –o el drama más doloroso–, y la realidad entera se ha vuelto más opaca, como fruto del pecado. Eso es lo que significa en el fondo la enseñanza cristiana de que la muerte es fruto del pecado. La realidad pierde su condición de signo, las cosas, hasta las más bellas, tienden a transformarse en ídolos, la alienación tiende a ser el estado común de la condición humana, las relaciones humanas se vuelven instrumentales, Caín mata a su hermano Abel. Y empieza la historia del sudor y de las zarzas, de las envidias y los crímenes, y hasta de un mundo hostil, que al hombre le resulta más y más difícil interpretar como un signo de amor. Y desde esa experiencia de la vida, el cinismo, la rebelión, la frustración rabiosa ante unos deseos que uno no entiende, y una realidad absolutamente incapaz de responder a ellos, se comprende que el cinismo escéptico, el resentimiento contra la vida y el amor a la muerte de una cultura que parece tenerlo todo –menos claridad sobre el sentido de la vida–, vengan a ser el lote común de muchos seres humanos. Y cualquier referencia al Paraíso tiene que ser artificial, tiene que ser una alucinación o una utopía.

Y sin embargo, cada vez que he mencionado más arriba que no podemos imaginarnos un mundo sin pecado, he cualificado la afirmación con un adverbio: apenas. Porque sí que podemos imaginarlo, y no como utopía. Porque ha habido en la historia un hombre que sí ha vencido al pecado, y que ha restaurado el Paraíso, aun en este mundo de desierto y de dolor. Ha habido un punto en el tiempo en que Uno ha vencido al que nos vence a todos. Uno más fuerte que nuestro enemigo. Ha habido Uno que en el desierto, en medio de las alimañas, restauró el orden de la creación, ha instaurado el Reino de Dios. Las alimañas están en paz, el lobo pasta con el cordero, y los ángeles sirven al hombre.“¿Quién puede atar a un hombre fuerte si no es más fuerte que Él?”, decía Jesús. Sí, Dios mismo ha asumido nuestra condición, ha bajado a la arena del combate, ha sufrido los enredos de nuestras pasiones, ha bebido el cáliz de nuestras miserias y nuestra muerte, y ha abierto de nuevo el camino del cielo. El camino de la esperanza. Y no como una utopía, sino como una gracia. Porque ha dejado su espíritu entre nosotros, y su historia única se ha hecho historia compartida para todos los que le acogen con fe, y abren su vida a su don. En Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, ha empezado un mundo nuevo. Su primicia es María. Su fruto en la historia, un pueblo de santos.

El desierto sigue ahí, pero Satán está vencido, y la vida nueva, del hombre restaurado, siempre a la puerta de casa. Basta abrir el corazón. O al menos, suplicarle al Señor que nos lo abra. Señor, sálvanos. Señor, ven a nosotros, que venga tu Reino. Danos tu Espíritu. Señor, líbranos del mal. No nos dejes caer en la tentación. Todo eso es la misma súplica. Porque sólo hay una súplica. La de ser rescatados del desierto. La de ser habitantes de la nueva Jerusalén, de la nueva ciudad.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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