Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 06/07/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 95 p. 108
Queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos,
quienes estáis unidos a esta celebración de manera directa con vuestra presencia en la Catedral,
y tantos que estáis unidos a través de las cámaras de televisión,
Es curioso que este domingo, en el que muchas personas han iniciado sus vacaciones, el Evangelio hable de la búsqueda del descanso, de dónde encontrará el hombre su descanso.
La frase es una de las más bellas del Evangelio: “Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados, y Yo os aliviaré. Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis vuestro descanso”.
¿De qué fatiga habla aquí el Señor? Ciertamente, no creo que se refiera a la fatiga de los trabajos. Yo creo que se refiere a una fatiga más profunda, que todos los hombres, de una manera o de otra, experimentamos a lo largo de la vida, y que en momentos no sólo amenaza con ser un daño para nuestra salud, sino, sobre todo, con ser un daño para nuestra alma.
El ser humano experimenta a veces la fatiga de ver cómo la vida frustra ciertas esperanzas de las que uno ha hecho depender su felicidad, o bien la fatiga de soportarse a sí mismo, una de las más pesadas que cada ser humano lleva dentro de sí. O la fatiga de la propia convivencia, o la fatiga del hecho de vivir. Hay una canción que todos conoceréis: “Señor, me cansa la vida”.
Yo creo que el Señor habla de ese cansancio de la vida que, inevitablemente, hace surgir en el hombre la pregunta: “¿Hay una razón para vivir, o tiene uno que rendirse a semejante cansancio?” Y el Señor nos dice: “Venir a Mí, y hallaréis vuestro descanso”. Es parecida a aquella otra frase de Jesús en la fiesta de los Tabernáculos, una fiesta que se hacía en otoño, para pedir la lluvia. El Evangelio de San Juan dice que Jesús, en medo de la fiesta, gritó: “El que tenga sed, que venga a Mí y beba”. Jesús nos invita permanentemente, constantemente. A veces de un modo tan explícito como hoy, o en el texto al que me acabo de referir de San Juan, y otras de forma menos explícita, pero siempre nos invita a acudir a Él para encontrar nuestro descanso, nuestro sosiego.
Bernanos, un literato del siglo XX de quien yo he aprendido tantas cosas, decía en una ocasión, hablando de la civilización de la tecnología, por los años cuarenta, decía: “En la civilización de las máquinas, muchas veces el descanso será más fatigoso que el trabajo”. Y a veces uno ve eso. Somos tan ansiosos, ponemos de tal manera nuestra esperanza en cosas, estamos tan alienados en la posesión de cosas, que casi se nos ha olvidado descansar. Descansar de forma que el yo descanse, que el alma descanse.
Cuando el trabajo llena la vida, y no consiste en venderse a cambio de un sueldo (pienso en la misión de un buen padre, o de una buena madre, o de un buen sacerdote, cuando vive bien su vocación), el trabajo no se vive como un trabajo. Si tuviera más horas el día, si uno tuviera más energías, haría exactamente lo mismo. ¿Qué haría un buen padre si el día tuviera 36 horas en lugar de 24 (y no digo que eso fuera lo deseable, porque el Señor ha hecho bien las cosas)? Haría más de lo mismo: se dedicaría aún más a sus hijos, se entregaría aún más por ellos, les ayudaría aún más a vivir. Sin embargo, cuando el trabajo no brota del corazón, cuando el trabajo no es verdadera y profundamente libre; cuando el trabajo no es la ocasión de una donación de uno mismo a la vida de los demás, casi el único deseo es huir del trabajo, que el trabajo termine para empezar otra cosa. Y, cuando llega la otra cosa, no sabemos qué hacer con ella.
Estoy describiéndolo exageradamente, sin matices, pero cuántas veces es así. ¿Para qué sirven los tiempos de descanso? Para hacerse cientos de horas de carretera buscando un sosiego que uno no lo encuentra a base de recorrer sitios, porque está donde está. Y no terminamos de encontrarlo porque, mientras el alma no se sosiegue, mientras el yo no tenga la vida, no tenga un significado, uno puede recorrer el mundo entero, uno puede ir buscando cosas que cambien la vida, que la llenen de gozo y de felicidad, aventuras, ¡qué sé yo!, ilusiones de aventuras, y al final la vida sigue exactamente igual de vacía.
En ese desierto humano en el que tantas veces vivimos en medio de tantas cosas, resuena esa voz: “Venid a Mí los que estáis cansados y agobiados”, “El que tenga sed, que venga a Mí y beba”. El Señor no se refiere a la sed del agua. Es una sed de una vida en la que uno pueda encontrar eso que pedíamos en la oración de la Misa de hoy: “concédenos, Señor, la verdadera alegría”. La alegría de vivir, la alegría de que, a pesar de nuestros límites, y de nuestras torpezas, y de las torpezas de los demás, uno puede siempre dar gracias por todo: por la vida, por las personas que tienes alrededor, por el futuro, por el pasado, ser libre.
Ser libre. Y ser libre significa, en el fondo, disponer de la propia vida para poder darla. Disponer de la propia vida, que no es esclava de la suerte, o de la salud, o de ciertas cosas a las que uno se siente atado. Ser libre para poder darse, para poder amar.
Esa es la gracia de las gracias. Y esa gracia está vinculada al encuentro con Jesucristo, a acoger a Jesucristo en la vida. Y entonces, el marido es libre para amar a la mujer, y la mujer es libre para amar al marido, y los padres son libres para amar a los hijos, y los hermanos son libres para amar a los hermanos, y los hijos a los padres. Y la vida se construye de una forma bella, en la que, en medio de todas las tormentas, la casa no se cae, porque está construida sobre roca. Y, al mismo tiempo, la melodía de fondo es la de una alegría y una gratitud pacífica, profunda, por haber podido conocer al Padre y a su designio de Amor, por haber podido conocer cuál es el significado y la vida de nuestra vida, por haber podido alcanzar esa sabiduría que no requiere cursos complicados de estudio, ni evaluaciones ni exámenes, sino que es una sabiduría que cualquier persona de cualquier edad, de cualquier clase social, puede alcanzar simplemente abriendo su corazón a Jesucristo.
“Venid a Mí los que estéis cansados y agobiados, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. ¿Sabéis cuál es el yugo que es insoportable? Es la vida, cuando tratamos de llevarla solos. Pero, cuando nos acercamos a Cristo, Él carga con nuestra carga, con nuestro peso. Y entonces la vida, vivir, se hace ligero, vivir se hace hermoso y bello, vivir se hace una fuente inagotable de sorpresa, de gratitud, de afecto a la vida, de afecto a las personas, de misericordia, de alegría.
Que el Señor nos conceda esa gracia de experimentarle a Él, de forma que podamos experimentar la alegría verdadera como anticipo de lo que es la vida eterna. Que así sea para todos nosotros. Que así sea para todos los hombres, si pudiera ser.