Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 13/07/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 95 p. 112
Muy queridos hermanos sacerdotes,
Muy queridos hermanos y amigos,
Leer la parábola del sembrador, escucharla, a mí me evoca siempre unas palabras del profeta Isaías, cuando dice: “Consolad a mi pueblo, consoladle, porque ya ha sido mucha la paga por sus pecados”.
Quizá no es ése el modo en el que estamos acostumbrados a leerla. Pero, paradójicamente, la parábola del sembrador es una palabra de consolación, pronunciada, muy probablemente, en un momento de la vida de Jesús en el que, a medida que se adentraba en sus enseñanzas (y su enseñanza fundamental era precisamente ir desvelando el misterio de su Persona), había personas que se apartaban de Él. Y los que quedaban no eran precisamente ni los sumos sacerdotes, ni los ancianos del pueblo, ni los maestros de los fariseos, sino esa gente sencilla de la que Jesús dijo: “Yo Te alabo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los poderosos, y se las has revelado a la gente sencilla”.
Quienes seguían a Jesús eran, algunos, publicanos (considerados pecadores públicos y, por lo tanto, rechazables por la buena sociedad del mundo judío de su tiempo), unos pescadores de Galilea (aquella región mitad judía, mitad pagana, donde Él había encontrado a Pedro, a Andrés, a su hermano Juan), un discípulo había sido probablemente celota (es decir, una especie de revolucionario, perteneciente al grupo más radical de adversarios políticos del Imperio Romano, y que por supuesto, no podía ser celota al mismo tiempo que era discípulo de Jesús, porque si a alguien odiaban los celotas, era precisamente a los publicanos, y Mateo era un publicano: por lo tanto, si había sido celota, había dejado de serlo al entrar en la compañía de Jesús), Simón el celota.
Aquellos hombres no eran precisamente un espacio humano, una compañía en la que uno pudiera ver que estaba naciendo la salvación del mundo, que estaba comenzando la nueva creación, en la que se estaban cumpliendo todas las promesas que el Señor había hecho a Israel por medio de los profetas.
La tentación del abandono, o la tentación de decir que lo que Jesús anuncia es algo muy grande, y lo que vemos aquí es una realidad muy pequeña, era una tentación que se daba con frecuencia, y hubo mucha gente que abandonó. Y en los mismos discípulos podía, sin duda, hacer mella.
Esto es lo que expresa el Evangelio de San Juan, por ejemplo, al final del discurso del Pan de vida, cuando Él habla de Sí mismo como Pan de vida, y de la necesidad de comer su carne y de beber su sangre. Cuando se marcha la gente, Jesús les pregunta a sus discípulos: “¿También vosotros queréis marcharos?” Y Pedro responde, en nombre de todos, con su típica espontaneidad, llena de generosidad y propia de un corazón abierto y grande: “Señor, a dónde vamos a ir nosotros, si sólo Tú tienes palabras de vida eterna”.
Es en ese contexto en el que Jesús pronuncia la parábola del sembrador, que es, repito, una palabra de consuelo.
La mejor glosa a esa parábola es el texto que hemos leído como primera lectura de Isaías, cuando dice: “de la misma manera que la lluvia no cae jamás a la tierra sin producir fruto, así también mi Palabra no baja jamás sin producir fruto”.
Lo que Jesús está diciéndole a los discípulos es: “Mirad, habrá muchas dificultades, habrá semilla que cae en el camino, habrá semilla que cae entre zarzas, o en terreno pedregoso, y producirá poco fruto, o el fruto se morirá, pero hay siempre una Palabra que cae en terreno bueno, y produce fruto al treinta, al sesenta, o al ciento por uno”. Ése es el énfasis de la parábola. Y ésa es la enseñanza que nosotros necesitamos.
Jesús está diciendo algo que dijo también de otras maneras, en muchas otras ocasiones. Por ejemplo, la parábola del grano de mostaza responde a una situación muy parecida, o a la misma quizá. El grano de mostaza es muy pequeño, pero cuando se planta en la tierra se hace un gran arbusto, y los pájaros vienen a posarse en él para descansar. Jesús está diciendo lo mismo: la realidad del Reino la veis y parece muy pequeña, muy frágil (y era frágil, y era pequeña); y los poderes del mundo, incluso los poderes de aquella sociedad, parecían infinitamente más grandes que aquella pequeña realidad. Y sin embargo, aquellos poderes han desaparecido. Y aquel grano de mostaza no ha dejado, ni deja, de crecer.
Es en ese sentido en el que es una palabra de consuelo. Y, como palabra de consuelo, yo quiero anunciárosla a vosotros: el Señor no deja de cumplir su promesa.
Hoy nuestra tentación puede ser diversa. También nosotros vemos que la Iglesia es demasiado frágil, demasiado pequeña frente a otros poderes o instancias del mundo que parecen henchidos de poder. Y, sin embargo, yo os digo: los poderes del mundo pasan. Aquellas estatuas, como la de Nabucodonosor, en la que los hombres se sienten orgullosos y en la que ponen su esperanza, caen, porque tienen los pies de barro. Y aquella pequeña piedrecita que vio el profeta Daniel que bajaba de la montaña, que no había sido construida por mano de hombre, creció hasta llenar toda la tierra. Pasó Nabucodonosor, pasaron los persas, los reyes descendientes de Alejandro, y aquella pequeña piedrecita, no hecha por mano de hombre, permanece para siempre.
Detrás de la parábola del sembrador está esa promesa de Cristo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
Y me diréis: “nosotros no estamos acostumbrados a leer así la parábola del sembrador; estamos mucho más acostumbrados a leerla como para hacer un examen de conciencia sobre si nosotros somos buena tierra, o si tendremos mucha zarza, o si seremos duros como el camino, donde no se puede sembrar nada”. Pero eso no es de lo que habla Jesús. Y me diréis: “sí, sí que habla de eso, porque luego describe las distintas tierras”. ¡Claro! Sencillamente, describe las muchas dificultades que tenía, y que sigue teniendo, la Palabra para ser sembrada y crecer en el corazón de los hombres. Pero en ningún sitio aparece, porque no era una preocupación de Jesús, ese amor por la introspección, por el examen de conciencia, por el estar constantemente pensando si estaré más cerca, si tengo más pecados o menos pecados, si ya estoy en el camino de la perfección o no… Todo eso es una preocupación demasiado moderna, demasiado típicamente moderna, desgraciadamente demasiado esterilizante para nuestras almas y para nuestra vida. Pero es lo que nos encanta a los hombres modernos: examinarnos a nosotros mismos, mirar nuestra conciencia, y mirar qué tenemos que hacer para dejar de estar donde estamos y conseguir un día presentarnos delante de Dios y decir: “mira qué guapos somos, mira qué bien lo hacemos, mira qué buenos somos”. Eso nunca es instrumento de Dios. Eso produce la muerte.
Todo ese ideal que acabo de describir es el de un cristianismo muy empobrecido, que tiene muy poco que ver con las preocupaciones y las enseñanzas de Jesús.
Un ejemplo de esto, que es muy frecuente en personas que se te acercan, es decir: “Es que esto de ser cristiano es muy difícil”, y quizá os sentís identificados con esa frase. Y yo respondo siempre lo mismo: “No, no es muy difícil, es imposible”. Porque el supuesto que implica el decir que ser cristiano es muy difícil, inconscientemente estamos pensando que eso es algo que tenemos que hacer nosotros, y que es muy difícil para nosotros ser cristiano, ¡claro!, pero es un supuesto falso. Es falso que el cristianismo sea algo que tenemos que hacer nosotros. Lo ha hecho Dios, entregando a su Hijo por nosotros. Es Jesucristo quien nos salva, no nosotros con nuestro esfuerzo.
Ser cristiano es imposible. El catecismo lo decía: “soy cristiano por la gracia de Dios”. No soy cristiano como fruto de mis cualidades, de mi esfuerzo, de mis virtudes. Soy cristiano por la gracia de Dios, que es la única manera de serlo. ¿Está en mi poder el ser hijo de Dios? ¿Es algo que yo tengo que hacer? ¿Puede un ser humano, por mucho que estire, añadir un codo a su propia estatura? ¿Y voy a añadir yo a mi estatura tantos codos como para llegar a ser hijo de Dios? ¡Imposible! Para el hombre, ser cristiano es imposible. Para la gracia de Dios, es lo más sencillo del mundo, puesto que nos ha hecho hijos de Dios.
¡Qué lejos está todo eso de esa especie de preocupación que yo, de verdad, pienso que es esterilizante! Es una obra del Enemigo. Eso sí que es una obra del Enemigo, plantar en nuestras almas el permanente examen de conciencia que, además, utilizamos para machacarnos a nosotros mismos. Vivimos flagelándonos, echándonos responsabilidades… ni siquiera la de salvar al mundo. ¡Sólo Dios salva al mundo! No nosotros. Nosotros, lo que tenemos que hacer, es cantar de gozo, saltar de gozo, porque el Señor nos ha salvado, porque su gracia está con nosotros, porque su Palabra es verdadera. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
Fijaos, incluso una excesiva preocupación, que a veces ponemos de manifiesto, por las circunstancias políticas, por si la política que hay en nuestro entorno es una política que nos deja más o menos espacio de libertad… Todas esas cosas ponen de manifiesto una fe muy frágil. ¡El Señor está con nosotros! La historia, pasa. La fidelidad de Dios, no pasa. Ése es el anuncio de la buena noticia del Evangelio de hoy. La fidelidad de Dios no pasa.
Si partiéramos de ahí, a la hora de mirar también las circunstancias, o la sociedad en la que vivimos, seríamos mucho más libres, y mucho menos dependientes de que esas circunstancias sean favorables o adversas. Porque, incluso desde el punto de vista de la experiencia de la historia de la Iglesia, cuando han sido adversas es cuando los cristianos han descubierto más y han vivido más espontáneamente y de verdad su propia fe. ¿Por qué tenemos tantas ganas de que las circunstancias sean favorables? ¿No será porque esas circunstancias favorables encubren, incluso ante nuestros propios ojos, la escasez y la pobreza de nuestra fe? ¿No será porque en unas circunstancias favorables estamos muy cómodos, porque no tenemos que preocuparnos del significado y del sentido de nuestra vida, y de la gracia inmensa que significa la Eucaristía, o que significa el perdón de los pecados? ¿No será porque en esas circunstancias favorables, justamente, nuestras almas sí que se hacen duras como el camino?
Ser cristiano es una gracia. La gracia de haber encontrado un Amor que, a pesar de todas nuestras miserias, nuestras torpezas, nuestras pequeñeces, puede apoyarse en lo único sólido que tenemos para apoyarnos los seres humanos: en la fidelidad y en el Amor infinito de Dios. Ésa es la única tierra sólida. Cualquier otra tierra son construcciones nuestras, y son castillos de naipes, humo, vacío, esperanzas falsas, mentiras, engaños que nos hacemos a nosotros mismos. Sólo la fidelidad de Dios es sólida, mucho más sólida que las cumbres de Sierra Nevada, infinitamente más sólida.
Sólo ahí puede descansar nuestro corazón. Y eso es lo que nos dice el Señor: “No os preocupéis, no temáis, la Palabra de Dios produce su fruto, y no deja de producirlo jamás”.
Termino con unas palabras que también eran preciosas. Se podría glosar la parábola del sembrador con muchas otras (“hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados”, “valéis mucho más que los pajarillos, ¿por qué os preocupáis del cuerpo, o del vestido, o qué comeréis? Abandonaos en las manos de vuestro Padre”), pero voy a glosarlas simplemente con las últimas palabras del evangelio de hoy. “Dichosos vuestro ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen. Porque muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y desearon oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron”. La creación entera está, es cierto, en dolores de parto, anhelando una humanidad plena, poder ver un modo de vida donde uno pueda decir, a pesar de nuestra pequeñez, “aquí la vida se cumple”. Eso nos ha sido regalado a nosotros.
Aquí la vida se cumple. Pero no como fruto del esfuerzo de los hombres, sino como fruto de la Presencia fiel, indefectible, permanente hasta la vida eterna, de Cristo nuestro Señor en medio de nosotros. Aquí la vida se cumple. Aquí la plenitud humana se da. Y se da de la única manera humana que puede darse: como gracia, como amor, como misericordia.
Vamos a proclamar la fe llenos de alegría.