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Catequesis sobre la Eucaristía

Encuentro de Jóvenes en El Rocío (Huelva) con ocasión de la XXIII Jornada Mundial de la Juventud

Fecha: 17/07/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 95 p. 135



Quiero subrayaros cuatro pensamientos que creo que os pueden ayudar. Muchos de vosotros habéis estado miles de veces celebrando la Eucaristía, por lo tanto, no os es algo desconocido. Pero las cosas que tenemos demasiado cerca, como nos pasa por ejemplo con el amor de nuestros padres cuando nuestros padres son unos buenos padres, lo tenemos tan cerca que nos es difícil verlo, y a veces no nos damos cuenta de lo que significa más que cuando lo perdemos.

Yo voy subrayar cosas que son poco frecuentes en la consideración de la Eucaristía, pero que me parece que os puede ayudar a vivirla con más conciencia, de una manera más humana, más conscientes de que lo que vivimos cada vez que celebramos la Eucaristía es algo muy grande y muy bello.

1. La fe cristiana no es un conjunto de creencias, o de obligaciones, o de principios morales.
No es un conjunto de ideas que tienen su origen en nosotros, o que nosotros componemos de una determinada manera. Tampoco es un conjunto de ritos. La fe cristiana es siempre, y esencialmente, el reconocimiento de una Presencia.

El cristianismo empezó cuando una muchacha, de tal vez no más de quince años, recibió la visita de un ángel que le anunció un designio totalmente inaudito para ninguna mujer judía. Y muy poco después, esa mujer (y aquí me importa muy poco el que la comunidad cristiana haya reconstruido las palabras del Magníficat de la Virgen, porque aunque en parte hubiera sido compuesto por la comunidad cristiana, seguiría siendo igual de locura), que vivía en un pueblecito como Nazaret (que era como cualquiera de las aldeas de la Alpujarra, pues dicen que en tiempos de Jesús tenía unos doscientos habitantes), podía decir: “Dichosa me dirán todas las generaciones”. Nadie podía imaginar que dos mil años después, a tres mil kilómetros de distancia, en una aldea como el Rocío, se reunieran un millón de personas el día de Pentecostés para cantar a aquella mujer. A aquella mujer que había recibido un anuncio y que había acogido la promesa del Señor.

Pero podría poner cualquier otro ejemplo. Los primeros discípulos que se encontraron con Jesús aquella tarde, Juan y Andrés. Estaban alrededor de Juan el Bautista, y él les señala a Jesús, y se van detrás de Él. Y Él se da la vuelta y les dice: “¿A quién buscáis?” Y Le preguntan: “Maestro, ¿dónde vives?” Y les dice: “Venid y lo veréis”. Y se quedaron con Él aquella tarde. Lo que pasó aquella tarde no lo sabemos. Lo que sabemos es que, muchos años después, cuando Juan lo escribía recuerda la hora, como vuestros padres seguramente recuerdan la hora en que se conocieron, como alguien que ha vivido una experiencia grande en su vida, que recuerda cómo sucedió, en el momento en que sucedió. “Eran como las cuatro de la tarde”. Y al día siguiente, aquellos dos pescadores rudos, pero cuyo corazón había sentido una curiosidad, porque si no, no habrían ido a ver a Juan el Bautista, le decían a su familia o a sus amigos: “hemos encontrado al Mesías”.

La fe cristiana es siempre el reconocimiento de un acontecimiento, de algo que sucede, de una Presencia. Lo mismo la Iglesia, es exactamente igual. Nosotros, muchos de nosotros, hemos recibido la fe antes de haber aprendido a decir “papá” o “mamá”. En mi caso, por ejemplo, mi madre rezaba, y en sus rodillas yo he aprendido a mirar al Santísimo. Pero cuando la fe se hace humana, es decir, consciente, cuando uno asiente con inteligencia a la fe, asiente siempre como el reconocimiento de una Presencia. Una Presencia de algo que no es obra de los hombres, y que está junto a nosotros.

Normalmente esta Presencia es la Presencia de Cristo en otras personas, en la Iglesia. Uno no empieza por la Eucaristía. Es muy raro que uno empiece por la Eucaristía. Yo os hablaba esta mañana de la plenitud de vida, que no significa no tener defectos, no significa ser buenísimo y no tener ninguna debilidad. Significa poder reconocer algo que no nace de nosotros, una Presencia que nos es dada, que aparece como un don en nuestra vida. Eso es la fe. Reconocer esa Presencia, desear esa Presencia para uno mismo, participar de ella en la vida de la comunidad cristiana, eso es la fe.

2. Esa Presencia es misteriosa siempre.
Lo fue para la Virgen. Para nosotros, que por ejemplo hemos estado esta mañana en la Eucaristía, es misterioso que el Señor pueda estar Él mismo, y su Amor infinito por cada uno de nosotros y por todos los hombres que viven en este mundo, sobre el altar en esa apariencia de pan. Pero yo pienso que eso no es más misterioso que para aquella Madre, que tenía que limpiarLe los mocos a su Niño cuando una noche en Nazaret hacía frío, el poder reconocer en aquél Niño ese Amor infinito de Dios. O más todavía, cuando los parientes le decían: “tu Hijo debe estar medio loco, porque va por ahí por el mundo diciendo que Él trae el Reino de Dios, la salvación de los hombres”, como cuenta el Evangelio de San Marcos. Y la Virgen guardaba esas cosas, que sabemos que no siempre eran agradables, en su corazón. Y luego verlo condenado, y muerto en la Cruz. Aquello era profundamente misterioso. Pero la Virgen sabía. Y sabía porque había experimentado lo que significaba acoger el designio de Dios y cómo eso había cambiado su existencia.

De la misma manera que los apóstoles. Para los apóstoles era igual de crudo el percibir: “Este hombre promete el Reino de Dios, promete la salvación anunciada por los profetas, promete en su persona el cumplimiento de todas las promesas que Dios ha hecho a través de la Antigua Alianza, y aquí somos unos pocos publicanos, una panda de desarrapados pecadores de Galilea, unos pocos pobres hombres”. Y, sin embargo, cuando una vez Jesús les pregunta -después de haber dicho algo muy fuerte, que era que Él era el Pan de Vida y que el que no comiera de ese Pan no viviría para siempre, y que hizo que mucha gente abandonara a Jesús diciendo que decididamente ese hombre debía estar loco-, “¿También vosotros queréis marcharos?”, y Pedro responde: “Señor, dónde vamos a ir, si sólo Tú tienes palabras de vida eterna?” Pedro estaba reconociendo, por muy extraño que resultase el anuncio de lo que aquel Hombre proponía, que había una experiencia, vivida junto a Él, que era innegable, y que no podría ya negar a menos que se arrancasen sus propios ojos, o su propia inteligencia. Y esa experiencia era que junto a Él se vivía. Y quien había encontrado esa vida junto a Él, separarse de Él era como la muerte. Quien lo había conocido, ya no podía vivir sin Él.

Esa Presencia es siempre misteriosa. Es misterioso reconocerlo en la Iglesia. Y, sin embargo, yo os garantizo que para mí es ya de tal manera un hábito, por el que Le doy gracias a Dios, que veros a vosotros significa reconocer a Cristo, y que estar al lado vuestro es estar al lado de Cristo. Y eso hace la vida verdaderamente apasionante. Y diréis, “¡pero si cada uno de nosotros somos frágiles, torpes, a veces mezquinos, llenos de debilidades, llenos de pecado!” Y, sin embargo, aquí está el Señor, os lo aseguro. No hace falta ir a buscarle no sé dónde, porque aquí está el Señor. Vosotros sois el Cuerpo de Cristo. En nuestra comunión somos el Cuerpo de Cristo.

Vuelvo a subrayar el carácter misterioso de esa Presencia porque esto nos choca mucho. Nos choca la Presencia en la Eucaristía. Nos choca la Presencia en la Iglesia, nos choca la Presencia en los sacramentos, que todos ellos gestos de Cristo hechos a través de una realidad humana que siempre es muy pequeña.

Yo uso con frecuencia en las confirmaciones algo que yo viví. Cuando era Obispo Auxiliar y me ocupaba de los jóvenes universitarios en Madrid, hubo un chico que perdió a su novia (se llamaba María) en un accidente. Este chico la quería muchísimo, y estaban empezando a preparar la boda. Y a este chico le costo un año empezar a mirar el futuro con una cierta esperanza: se quedó absolutamente hundido. Y un día vino a mi despacho, y me dijo: “Le voy a hacer un regalo. Quiero darle una cosa que a mí me tiene atado a la memoria de María y sé que no es bueno para mí, y sé que a ella tampoco le gustaría”. ¿Y sabéis lo que me entregó? No fue un regalo. Me entregó una caja de cerillas con un mechón de pelo. Os parecerá una tontería, pero no es una tontería. Eso a él le vinculaba a su amor a María, que no estaba ya allí. Y le vinculaba de tal manera que le impedía vivir. Y me lo entregó. Y pensaréis: una caja de cerillas no vale nada. ¿Mechones de pelo? En cualquier peluquería de cualquier pueblo del mundo hay montones. Y sin embargo, ¿cómo puede ser que una cosa tan pequeña signifique tanto? Y ahí no estaba María, ni en la caja de cerillas ni en el mechón de pelo. Estaba sólo su memoria. Y su memoria era lo suficiente como para atarle el corazón de una manera tremenda.

Puedo poner ejemplos humanos de nuestra propia experiencia. Nuestra comunicación, nuestro propio afecto, nuestro amor, que puede cambiar nuestra vida para siempre y determinarla, pasa por gestos muy pequeños: una sonrisa, un apretón de manos, una mirada… Cuántos de nuestros padres se han casado porque una tarde él la vio y resulta que brillaba el sol de tal manera que se reflejaba. Y uno puede decir: ¡qué cosa más pequeña! Y sin embargo muchos de nosotros no estaríamos aquí si aquella tarde no hubiera brillado el sol de tal manera que hizo que vuestros padres se conocieran, así de simple.

Nuestra comunicación humana pasa por gestos muy pequeños. ¡Cuanta alegría, o cuánto dolor puede haber en una mano que te tienden o en una mano que se te retira, o en una sonrisa que se te da, o que no se te da! Nosotros nos comunicamos a través de gestos muy pequeños, pero en los cuales puedo estar yo entero, o puedes estar tú. También pueden ser mentira: las palabras y los gestos pueden serlo. También cuando alguien te dice “te quiero” puede ser una mentira muy grande. No sólo porque te quiera engañar, a lo mejor la persona misma se engaña y cree que te quiere, y no te quiere, y lo que quiere es su propia satisfacción, o su propia felicidad. Lo que quiero decir es que en los gestos humanos hay siempre un factor de ambigüedad que uno tiene que discernir. Pero cuando Dios dice “te quiero”, nunca miente. Y desde la Encarnación, Dios dice te quiero a la manera humana, es decir, la Presencia de Dios está siempre en realidades corporales, carnales: en el Cuerpo de Cristo que somos nosotros, en los sacramentos, que son gestos en los que el Señor ha querido quedarse para darse a nosotros. La fe es una Presencia que se da en este mundo, en nuestra carne, y que es misteriosa.

3. El encuentro con esa Presencia es siempre un acontecimiento.
En este punto entro ya directamente en la Eucaristía. Es algo que sucede: esta mañana sucede, como sucede el nacer, o como sucede el morir, o como sucede un accidente, o como sucede el amor, o como sucede una obra de arte, que siempre es imprevista. La Eucaristía no es un rito. Uno no va allí a cumplir. Uno va allí a encontrarse con Cristo, porque la Presencia de Cristo en la Eucaristía sucede.

En la Eucaristía sucede algo. Cuando vamos a la Eucaristía, vamos a vivir un encuentro con el Amor más grande que existe. Si uno cayera en la cuenta de eso, uno iría a la Eucaristía de otro modo, uno podría salir de la Eucaristía llorando, o dando brincos de alegría, como cuando nota uno que los paveros de catorce o quince años se han enamorado que, de repente, ni se enteran de una clase de matemáticas ni de nada, porque el mundo entero gira entorno al descubrimiento de ese amor, “me miró”, y están tres días que no se enteran de nada.

Muchos de vosotros sabéis bailar sevillanas. La Eucaristía se parece mucho a las sevillanas. Las sevillanas son un ritual de seducción, y la Eucaristía es también todo un ritual de aproximación, que además termina con una consumación, que es la Comunión, donde el Señor se nos da, a diferencia de las sevillanas.

Nosotros nos acercamos a la Eucaristía desde nuestra realidad humana, con temor, sobrecogidos, y lo primero que hacemos ante la Presencia de Dios es pedir perdón. Ya eso es una realidad muy grande. No sé si habéis visto una película que se llama Las horas, pero si la habéis visto, hay un momento en el que una de las tres protagonistas dice algo terrible: “¿De qué sirve arrepentirse, cuando es lo único que uno puede hacer? Además, si hubiera alguien a quien pedirle perdón…, pero por desgracia no lo hay”. Poder pedirle perdón a alguien es ya una confianza en el amor muy grande, y es lo primero que hacemos al acercarnos al Señor, pedirLe perdón.

Y el Señor responde a nuestra petición de perdón con el anuncio de su Amor. Las lecturas son eso: la historia de su Amor por nosotros. Esas lecturas concluyen siempre con el Evangelio, que es la buena noticia. Normalmente, nosotros vamos al Evangelio en busca de obligaciones, a ver qué me dice el Evangelio que tengo que hacer, con lo cual ya nos lo hemos perdido todo, ya no sabemos qué es lo que está pasando. Porque lo que hace el Evangelio es anunciarnos una buena noticia. Y, ¿cuál es esa buena noticia? Que Dios me quiere con un Amor infinito. Que Dios me quiere en Jesucristo de una manera que nadie jamás me ha querido ni nadie jamás podrá quererme. Esa es la buena noticia.

Y a esa buena noticia, ¿cómo responde uno? Responde con el Credo que, si os fijáis, la forma que tiene en el Bautismo y en la liturgia pascual se parece mucho a la fórmula de una alianza matrimonial. “¿Creéis en Dios? Sí, creo”. ¿A qué os recuerda eso? “¿Quieres a…? Sí, quiero”. Eso no es casual. Es así. Rezar el Credo es responder al anuncio del Amor, de Jesucristo acogiendo ese Amor diciendo: “Yo sé que me amas, sé Quién eres, y sé que puedo esperar de Ti lo que no podría esperar del amor más grande de este mundo”. El Credo es la respuesta a la buena noticia del Amor de Jesucristo.

Y otra respuesta es la ofrenda, donde expresamos: “Señor, yo no soy nada, pero me ofrezco a Ti. Yo soy como ese pan, o ese vino, que no valen nada. Estoy lleno de pecados, de miserias, de pequeñeces, de pobreza”. Y continúan los intercambios (sería muy bonito explicarlo con más detenimiento, y hay algún estudio precioso que presenta la Eucaristía de este modo). A ese ofrecimiento el Señor responde con el don de su Presencia, y transforma la ofrenda, ese pan y ese vino, la ofrenda que somos nosotros, en su Cuerpo y en su Sangre. ¿Cómo? Dándose a nosotros.

El lenguaje de la Consagración es, de nuevo, el lenguaje de una alianza de amor. “Este es mi Cuerpo, entregado por vosotros. Esta es mi Sangre, derramada por vosotros”, el cáliz de la Alianza nueva y eterna. Esto recoge todo el lenguaje esponsal de los profetas. “Yo haré Alianza contigo”. “Yo soy un Dios celoso”. “Te desposaré para siempre en fidelidad”. Y cuando la esposa no es fiel, Oseas dice: “Aun así, yo te atraeré al desierto, te llevaré y te hablaré al corazón. Ya no podré decir que no eres mi pueblo, sino que te diré ‘todo mío’, y tú me dirás ‘Dios mío’“ (cf. Oseas 2, 14.24). Esa Alianza es de la que habla la Eucaristía mediante el don que el Señor hace en su pasión de su cuerpo, de su vida, de su humanidad entera, también de su divinidad, de su Persona, para nosotros, en el que nos entrega su Espíritu, y que se renueva misteriosamente en cada Eucaristía que celebramos.

¿Qué significa ese don? Que el Señor se une a nosotros, se hace uno con nosotros, más aún que el modo en el que el esposo y la esposa se hacen uno en el matrimonio, mucho más. Cristo se hace uno con nosotros de tal modo que podemos decir como San Pablo: “Soy yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Cristo es parte de nosotros y nosotros pasamos a ser parte de Cristo. Estos días visitaba yo a unos enfermos en el hospital, y a todos les decía: “Puesto que tenéis fe, vosotros sabéis que vuestros dolores no son simplemente vuestros dolores. Porque somos miembros de Cristo, vuestros dolores son parte de la Pasión de Cristo”. Y lo mismo sucede con nuestras alegrías. Porque Cristo, por el don de su Espíritu Santo, por el don que aconteció en el misterio pascual de Cristo, que se renueva la Eucaristía, se hace uno con nosotros, se nos da totalmente. Le poseemos totalmente. Y Él nos posee de un modo que nosotros pasamos de la esclavitud a la libertad. Pasamos a ser parte de Dios. Sé que es una manera pobre de hablar, pero pasamos a ser parte de Dios. Y por su Amor somos de tal manera parte de Dios, que la muerte no tiene ningún poder decisivo sobre nosotros. En la Eucaristía acontece este intercambio de la vida divina, de Jesucristo con nosotros, mediante el don de su Persona.

4. La Eucaristía es una escuela.
Una escuela donde aprendemos, no sólo la vida cristiana, sino donde aprendemos la vida, lo que es la realidad, el secreto último de la realidad, el secreto último de Quién es Dios para nosotros. Dios es para nosotros Alguien que nos ama de una forma tal que nosotros, que no somos nada en el cosmos, pasamos a ser hijos de Dios.

Pero la Eucaristía no sólo nos enseña Quién es Dios para nosotros. También nos enseña quiénes somos nosotros para Dios, cuánto vale nuestra vida. En la Eucaristía descubrimos que nuestra vida tiene tanto valor que, como dice el pregón pascual, “para liberar al esclavo, entregaste al Hijo”. Muchos de vosotros acabáis de terminar los exámenes. Y una tentación, en un mundo como el nuestro, es mediros por unas notas. Pensar que mi vida vale o no vale por lo que digan las notas. En el fondo, pensar que mi vida vale o no vale por lo que el mundo me valore, y eso es lo que expresan en cierto modo unas notas, por el éxito que uno tenga, de una forma o de otra.

Cuando yo acompañaba a los universitarios en Madrid, había unos chicos que estudiaban en ICADE una rama que se llama E3, que son tres carreras en una, creo que Derecho, Económicas y Empresariales, todas a la vez. Y allí sólo iban los chicos que eran el número uno en sus colegios, y al llegar a E3 se convertían en el número 25, o en el número 40, y a final de curso tenían que ir al psiquiatra porque estaban con depresión. Y yo siempre les decía a los universitarios, cuando los acompañaba en Madrid, que da lo mismo sacar diez que suspenderlas todas, porque el valor de su vida sólo lo da verdaderamente una cosa, y es el amor con el que somos amados. Y cada uno de nosotros somos amados con el Amor infinito de Dios. Aunque fuéramos la única persona en el mundo, Cristo habría muerto por ti. Cristo habría dado su vida en la Cruz sólo por ti. Esa es la única medida por la que vale nuestra vida.

Por eso digo que en la Eucaristía aprendemos Quién es Dios para nosotros. Aprendemos que Dios que es Amor. Pero al aprender que Dios es Amor, aprendemos también lo que somos nosotros para Dios. Porque yo me doy cuenta de que soy muy pobre. Pero mi vida tiene que ser preciosa cuando Dios ha entregado su vida por mí. Porque si el Hijo de Dios ha derramado su sangre por mí, mucho tiene que valer mi vida. Si el Hijo de Dios me quiere hasta ese punto, mi vida no está en venta, ni de rebajas. Ni tengo que ir por la vida suplicando un poquito de afecto, o de limosna de que me aprecien, o de que me reconozcan. ¿Qué necesidad tengo yo de nada si Cristo me da su vida divina? En la Eucaristía aprendo lo que soy yo para Dios, y lo que vale mi vida.

Os parecerá que esto es poco importante, pero es que el hombre moderno está acostumbrado a pensar que la vida no vale nada. Hoy tendemos a pensar, mucho más de lo que nos damos cuenta, que nuestra vida no vale nada. Y yo quiero deciros que, justo porque he encontrado y conozco a Jesucristo, cada uno de nosotros, cada una de nuestras vidas, sean como sean, tienen un valor infinito, porque Cristo ha derramado su sangre por cada uno de nosotros. Y porque Cristo se entrega de nuevo por cada uno de nosotros cada vez que celebramos la Eucaristía.

Y, por último, la Eucaristía es una escuela donde aprendemos lo que somos los unos para los otros. No es posible detenernos ahora con más detenimiento, pero esto tiene muchos más matices. Por ejemplo, la Iglesia que celebra la Eucaristía es la Esposa de Cristo, a quien Él alimenta. Y uno podría aprender lo que significa ser esposo, lo que significa el matrimonio, de esa realidad de Cristo que alimenta a su Esposa.

Pero también aprendemos que todos somos hijos de Dios, que todos somos hermanos, que todos nos sentamos a una misma mesa. Yo puedo ir a una Eucaristía a un sitio donde no conozco la lengua, ni a nadie, y en el momento en el que me siento en el banco, yo sé que estoy con hermanos míos, con personas con las que podría compartir el camino de la vida, porque Cristo es el mismo en Indonesia, en Sydney, en Honolulu, en Alaska, en Los Ángeles, y en El Rocío. Y me da igual donde esté, porque mi patria sois vosotros, mi patria es Cristo. Y el único exilio que podría darse en mi vida es el estar lejos de Cristo o el estar lejos de la Iglesia. Porque si estoy con otros cristianos, estoy en mi casa, estoy con mi familia, estoy con los míos.

Y es mi hogar porque allí está Cristo, que nos hace a todos hermanos, y más que hermanos. San Pablo llega a decir “viviendo los unos de los otros”, es decir, que no podemos comprendernos a nosotros mismos sin comprendernos como parte del Cuerpo de Cristo. La única manera justa de entendernos a nosotros (yo soy fulanito, hijo de estos padres, nacido en tal sitio, con tal lengua y tal historia), la única manera de decir de verdad quiénes somos es leernos desde Cristo, y desde el Amor que Cristo nos tiene, y desde lo que Cristo hace a través de nosotros. Es decir, miembro de la Iglesia, hijo de Dios, hermano vuestro, hermanos los unos de los otros, parte los unos de los otros. De tal manera que yo no puedo decir “yo” sin decir “vosotros”. Ninguno de nosotros podemos decir “yo” sin decir “nosotros”. Y si lo hacemos, lo decimos de una manera superficial, vacía, a menos que al decir “yo” ese “yo” incluya a todos nosotros, e incluya a todos los miembros dolientes del Cuerpo de Cristo.

Yo sé que son reflexiones poco habituales en relación con la Eucaristía, pero no quería dejar de tocarlas. Porque cada una de ella abre un camino precioso para adentrarse por él. Y ahora, a recorrerlo.

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