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“No sabía lo que decía”

II Domingo de Cuaresma. Ciclo B

Fecha: 12/03/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 676



Marcos 9, 2-10 Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una par ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Estaban asustados, y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: “Éste es mi Hijo amado: escuchadlo”. De pronto, al mirar alrededor, no volvieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: “No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”. Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de “resucitar de entre los muertos”.


Eso era frecuente en Pedro. Era demasiado sanguíneo, demasiado espontáneo. Su sentimiento era tan fuerte que le dominaba, y se dejaba llevar. Pero luego, y tal vez precisamente por eso, era frágil. Sincero, muy sincero, noble y generoso hasta más no poder, pero frágil. ¡Necesitaba tanto del afecto de los demás, no ser rechazado! Me hace gracia que algunas interpretaciones recientes han querido deducir del nombre arameo de Cefas (que significa “piedra”), o de la versión griega de lo mismo que le impuso el Señor, el que Pedro era testarudo y cabezota. Por supuesto que, con los escasos datos del Evangelio, estas deducciones tienen siempre mucho de especulación. Pero la verdad es que a mí no me cuadra con los gestos que se relatan de él en los episodios en que aparece en el Evangelio. La insistencia en su testarudez me parece a mí más bien un puyazo subliminal, una de tantas concesiones a la galería a base de tópicos, acerca de la idea de autoridad en la Iglesia, con la excusa del nombre de Pedro, que otra cosa.

Y no es que el que Pedro tuviese uno u otro temperamento constituya problema alguno. No hay ningún temperamento que sea más apto que otros para la santidad. Dios puede hacer de las piedras hijos de Abraham, y en la Iglesia hay santos de todos los temperamentos, fuertes y blandos, espabilados y lentos, dulces y ácidos, desbordantes de simpatía y torpes en su caminar por las relaciones humanas, tiernos y exquisitos en su trato, o ariscos y de genio complicado, unos inteligentes hasta más no poder y otros de razonamiento grosero y rudo,  unos hábiles diplomáticos, u organizadores, o de talante aventurero y emprendedor, y otros sencillos, o tímidos, o asustadizos. Todos, absolutamente todos, han tenido, como todos los seres humanos, virtudes y defectos, y todos han tenido que ser transformados por la gracia. Todos la han necesitado, absolutamente. En todos, la obra de la gracia ha hecho florecer una humanidad común, a veces resaltando las cualidades y paliando los límites, otras veces dándoles la vuelta como a un calcetín, humanizando y poniendo en su lugar justo lo que, siendo una cualidad, podría fácilmente convertirse en un insoportable defecto, y otras veces convirtiendo lo que era un defecto visible en un rasgo lleno de atractivo. En otros, en fin, haciendo posible el milagro de vivir con libertad y sencillez unos defectos, o el resultado de una historia que, sin el poder de la gracia, hubiera destruido a cualquiera. 

Todo esto es una digresión inesperada, casi involuntaria, al hilo del comentario espontáneo de Pedro: “¡Qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas”. Y del no menos espontáneo comentario del evangelista San Marcos: “Estaban asustados, y no sabía lo que decía”. Pero la digresión no me parece inútil, porque en el mundo secularizado y sin fe en que vivimos (también los cristianos), con frecuencia hablamos de los santos como si la santidad fuera tan solo la sanción de la Iglesia a unas cualidades humanas excepcionales. Como si la vida cristiana y la santidad (que son lo mismo) no fueran siempre – ¡siempre! – un milagro de la gracia, un fruto de haber acogido a Cristo en la vida de la Iglesia. La santidad es siempre la presencia de Cristo perceptible en la vida de una persona. Y lo que la Iglesia reconoce cuando reconoce públicamente a una persona como santa es el fruto de esa presencia. Un fruto, en realidad, incluso más visible y atractivo cuanto más frágil fuera el sujeto en el que ese milagro tiene lugar. La otra consecuencia, también anticristiana, de esa manera de ver las cosas (la santidad como “cualidades” de la “naturaleza”), es que, dado que la mayoría de las personas tenemos unas cualidades mediocres, y una dosis más que mediana de defectos, insuperables sólo a base de fuerza de voluntad, terminamos no pudiendo creer que la santidad sea nuestra vocación, y tiramos la toalla. Y ese tirar la toalla sella la pobreza y lo desorientado de nuestra fe. 

Dada la finura y el sentido de los matices habituales en la comunicación en el mundo semítico, es perfectamente posible que el sobrenombre de Cefas (“la piedra”) tuviese su pizca de ironía y de paradoja, y fuese una alusión cariñosa precisamente a su fragilidad.

Aquellos tres discípulos fueron objeto también de una gracia singular en el monte, una gracia que todos nosotros, los cristianos, hemos recibido también: la de haber podido reconocer quién era Cristo, y cómo en Él se cumplían las Escrituras, las promesas. Ese momento fue decisivo para los tres discípulos, para su seguimiento de Jesús. Aun así, de los tres, sólo Juan se sobrepuso al “escándalo” de la pasión, y acompañó al Señor hasta el Gólgota sin avergonzarse. Pero lo que es cierto – y por eso la Iglesia nos propone el episodio de la Transfiguración en este segundo domingo de Cuaresma –, es que sin la divinidad de Jesucristo, sin su resurrección y su triunfo sobre la muerte, la pasión y la muerte de Jesús no sería sino el relato de la muerte de una víctima más del mal del mundo; una más de los millones de veces en que un hombre sucumbe a las pasiones, las mentiras y las injusticias de los hombres. Y eso, que es la trama misma de la historia humana, no merecería que le diéramos culto alguno.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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