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“Él sabía lo que hay dentro de cada hombre”

III Domingo de Cuaresma · ciclo B

Fecha: 19/03/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 677



Jn 2,13-25.  Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas: y a los que vendían palomas les dijo: “Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre...”. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo de tu casa me devora”. Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: “¿Qué signos nos muestras para obrar así?”. Jesús contestó: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. Los judíos replicaron: “Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”. Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús. Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.


Sólo una vez aparece el Señor en el Evangelio como actuando con ira. Y no fue con los pecadores y los publicanos: con la mujer adúltera, o con Zaqueo, o con aquella mujer que vino a suplicarle por la curación de su hija, y ella era pagana, o con el centurión, pagano también. La fe de estos dos en Jesús, como la del “buen ladrón” en la cruz (sin duda un criminal), al contrario, recibió un especial elogio del Señor. El buen ladrón recibió, no sólo un elogio, sino la promesa más bella que nadie, aparte de la Virgen, ha recibido en los Evangelios.

 El Señor manifestó su ira con los que hacían de la religión una excusa para sus negocios o sus intereses, o para su poder. Es como si el Señor hubiera leído algunas de las críticas modernas a la religión. Él nunca pudo con la mentira, con la hipocresía. Y es que la debilidad humana nunca es un obstáculo a la acción de Dios. El único verdadero obstáculo es la soberbia, y la mentira, la primera y la más grande las corrupciones. “Sepulcros blanqueados”, llamó alguna vez a los fariseos, que guardaban la apariencia, pero su corazón era mezquino, para con Dios y para con los hombres. Hombres que cuidaban el juicio que los hombres tenían de ellos, y lo exterior de sus obras, aunque su corazón estuviese lejos de Dios. Es lo contrario de la moral cristiana, que sólo cuida el corazón. Porque si el corazón está bien, luego las obras vendrán detrás, a la medida de las fuerzas. “Un árbol bueno da frutos buenos”.

En el evangelio de hoy, Jesús se fabricó un látigo, y echó a los comerciantes, y desbarató las mesas de los cambistas de dinero: “No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre...”. En la versión de otros evangelistas, el Señor dijo que habían convertido lo que estaba llamado a ser casa de oración “en una cueva de ladrones”. El mismo Evangelio pone en relación este fuerte gesto profético de Jesús con el celo por Dios y por la casa de Dios. Dios no admite otro dios junto a Él. Y eso, no por la voluntad de afirmarse a Sí mismo, que Dios ni lo necesita ni es Él así (si lo fuera, no se distinguiría mucho de los grandes de este mundo), sino por nosotros. Porque sirviendo a Dios somos libres, y no sirviéndoles: somos esclavos de cualquier cosa.  Y porque nuestro corazón, hecho para que el amor infinito de Dios sea su centro, cuando tiene dos centros, se parte. Y es que, además, ahí no hay alternativa. O la vida es de Dios, o es de otro, aunque ese “otro” seamos nosotros mismos, nuestros planes, el afecto que exigimos a los demás, o la imagen que nos hemos hecho de nosotros mismos. O la vida es del Dios verdadero, o es de otro dios, de otro ídolo, que nos devora, que nos destruye. Porque los ídolos devoran siempre.

Naturalmente, todos nos engañamos mil veces con los dones que Dios nos ha dado, con los señuelos que Dios ha dejado por todas partes en la creación para atraernos a Él, para reconocerle a Él. Así, por ejemplo, en el amor humano, hasta la belleza del amor del hombre y la mujer, signo creado por Dios para poder entender el amor de Cristo por nosotros, ¡se convierte tan fácilmente en un ídolo! Hasta el amor de los padres por los hijos, o el de los hijos por los padres. Más el primero que el segundo, es cierto. Pero el problema no es que la realidad nos seduzca, o nos engañe. El problema es querer “poner una vela a Dios y otra al diablo”. El problema está en querer quedar bien con Dios, aunque el corazón no Le pertenezca. El problema está en resignarse a que la vida, el corazón, tenga dos señores, y querer tener contentos a los dos. El problema está cuando queremos en realidad servir al mundo, pero que siga pareciendo que servimos a Dios, o incluso que Le sirvamos un poco, “por si acaso”. En esos casos, siempre se termina abandonando a Dios. “No se puede servir a Dios y al dinero”.

Sin embargo, el evangelio de hoy no habla sólo de los cambistas y de los que comerciaban con el templo. Habla también de otros que “creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía”. Es decir, de los que seguían a Cristo mientras eso estaba bien visto, sin poner en juego jamás su razón o su libertad. Son los que alzan las palmas el Domingo de Ramos, y gritan “¡Crucifícale!” el día de Viernes Santo. 

 “Señor, tú me sondeas y me conoces”. Tú conoces el corazón del hombre, por dentro, porque es obra tuya. Purifícame, purifícanos desde dentro. Líbranos de los ídolos, líbranos de toda hipocresía.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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