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El comienzo de todo

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor · ciclo B

Fecha: 16/04/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 681-682



Jn 20,1-9 El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el Sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que  había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.



Las cosas sólo son si tienen un sentido, una finalidad. La vida sólo vale si vale la meta. No sólo si hay una meta, sino si la meta vale las fatigas que la vida tiene, inevitablemente. Y si hay algún modo de aproximarse a la meta, de acceder a ella. Porque si la meta es ganar dinero, o tener poder y status, la vida carece de dignidad alguna, no vale nada, es un asco. Todos somos unos pobres desgraciados, “alienados”, y la humanidad es un especie en vías de extinción. Y si la meta es la luna, como creía el Calígula de Albert Camus (“la luna” del Calígula es una cifra del Absoluto), y no hay camino alguno, como decía Kafka, y como anhelaba el corazón de Nietzsche a pesar de sí mismo, entonces lo razonable es la locura. Pero como la locura no es un estado que uno pueda proponer seriamente a nadie (ni siquiera a uno mismo), entonces el círculo se cierra, y parece que la única alternativa vuelve a ser la alienación: esto es, hacerse con una meta más pequeña que el propio corazón, perfectamente alcanzable y controlable (de usar y tirar, de todo a cien). Metas de este tipo las hay a miles: son las únicas que se publicitan, las únicas que fabrica la industria y las únicas que existen en el mercado. El trabajo complementario educativo que inevitablemente hay que hacer consiste en disciplinar el deseo, y en gestionar la frustración. ¿Por qué? Porque, alcance o no lo que me había propuesto, si no es más grande que el corazón, la frustración es siempre la herencia de quien ha entregado su corazón a lo que no lo vale. Si no lo alcanzo, por no haberlo alcanzado. Y si lo alcanzo, porque hay algo en mi corazón que grita, tan pronto como le dejo, que no era eso, que no, que el corazón sigue vacío, que la distancia entre lo conseguido y la felicidad sigue siendo infinita. Y el círculo infernal se cierra, y una violencia sorda se apodera del corazón, y la única posibilidad que queda parece ser matar el deseo, a base de botellón, o de droga, o de cualquiera de las industrias emergentes del olvido y de la esclavitud.

Pero hubo una mañana. Una mañana fresca, en la que todo era nuevo. Nuevo como el primer día de la creación. Nuevo como el estallar de la flor de los almendros, emergiendo bajo el sol por entre la niebla. Sucedió algo que no había sucedido nunca, que rompía todas las reglas, todas las normas, todos los cálculos. No había sucedido nunca desde el comienzo, desde que había intervenido el pecado. No que Dios no se hubiese preocupado hasta entonces, pero educar es una obra de amor, y el amor está hecho de paciencia. Dios no había dejado nunca de estar con los hombres, de aproximarse a ellos, de enseñarlos. Lo que no hizo nunca –a pesar de todo su celo y su pasión– fue interferir con su libertad. Podría haberlo hecho, pero los hombres hubieran dejado de ser hombres. Hubieran sido bellos árboles, fornidos, dando gloria a Dios sin saberlo. Pero no hombres. No hijos. Y Dios sólo podía darse a unos hijos, que se supieran hijos, hijos y libres, y que libremente acogieran su amor.

El momento llegó un día, en el corazón de una muchacha llamada María, en una aldea llamada Nazaret. Luego su Hijo nació, y vivió, y conoció, de otro modo, las miserias de los hombres. Las conoció en su carne. Las bebió hasta el fin, hasta la muerte. Haber amado tanto a los hombres sólo podía conducir ahí. La Pasión es sólo la consumación de la Encarnación. Fue como si Dios se hubiera sembrado a sí mismo en nuestra tierra. Se sembró tan adentro que bajó hasta la soledad del sepulcro. Pero había bajado allí por amor, algo que no existe entre las sombras de la muerte, que precisamente la muerte parece destruir. Y rasgó el sepulcro, y también las entrañas de la muerte. 

Y creció una espiga, y luego una gavilla, y luego toda una cosecha. Empezó una nueva historia. Empezó una historia en que la plenitud no es utopía, sino gracia; en que no hay que olvidarse para estar contentos; en que todo se hace amable, hasta la misma muerte; en que la categoría primera de la vida se llama comunión, y en ella se da la libertad, y la gratitud, y la alegría de un don que lo traspasa todo. Sí, el verdadero comienzo no es eso que los científicos llaman “el big bang”, el verdadero comienzo es la mañana de Pascua. “¿De qué nos serviría haber nacido, si no hubiésemos sido rescatados?” Así lo dice el Pregón de la Vigilia Pascual. El círculo infernal está roto. Y ese comienzo, esa frescura siempre nueva, está a nuestro lado. Hoy mismo. Hoy mismo, si el corazón se abre a su don, y por muy rota que esté la vida, comienza todo. 


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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