Imprimir Documento PDF
 

El valor de la vida

IV Domingo de Pascua · ciclo B

Fecha: 07/05/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 685



Juan 10, 11-18 Dijo Jesús: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen mí, igual que el Padre  me conoce, y yo conozco al Padre: yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por eso me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, si-no que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre”.



En algún lugar, creo que en una de sus cartas, J. R. R. Tolkien decía que uno de los motivos que le había guiado al escribir El Señor de los Anillos era el decirle a su hijo que hay unas cuantas cosas por las que merece la pena arriesgar y dar la vida. El mensaje es provocador, casi revolucionario, en un mundo de conciencias drogadas, alienadas. Dos rasgos de la cultura dominante producen en este mundo nuestro esta dificultad mortal para moverse o para sacrificarse por nada. El primero, la idea de que el yo es un absoluto, como un dios pequeñito (y contrahecho), sin lazos, sin vínculos, sólo con intereses. Pero si el yo y sus intereses, su querer inmediato, son lo último de todo, todo tiene que sacrificarse a él, no hay nada que valga más que él. Incluso “los demás” están al servicio del yo y de sus intereses, o de sus deseos, o de sus necesidades afectivas.

El otro movimiento está estrechamente vinculado al anterior. Porque como el yo echa de menos “algo” que inevitablemente le “falta” para ser feliz, sale (sólo en cierto modo) fuera de sí en busca de aquello que le falta. Pero, en la lógica en que nos movemos y respiramos, se sale en busca, o bien de objetos que son de hecho más pequeños que el yo (posesión de cosas, de dinero, de más aparatos, de éxito profesional,  de publicidad, etc.), o bien de otros “yo”, que sí podrían ayudar o acompañarnos a ser nosotros mismos y a reconocer la verdad de lo que somos, pero que en la lógica dominante están siempre reducidos previamente a objetos destinados únicamente a satisfacer las necesidades del yo. Con lo que la alienación está servida, y con ella una frustración intrínseca a la misma vida, que la termina llenando de escepticismo y de violencia. Por eso, los “movimientos” que agregan (no me atrevo a decir que “unen”) a los hombres en las sociedades capitalistas avanzadas son con frecuencia fundamentalmente destructivos: los botellones (con o sin “macro” por delante), y los espasmos vandálicos que expresan una insatisfacción radical; en el fondo un odio contra la realidad, contra todo.  El resto es la rutina sin dirección y sin sentido, sin una razón (adecuada) para vivir o para trabajar, sin alguien a quien amar, o por quien dar la vida.  Las premisas fundamentales sobre las que se edifican nuestras sociedades modernas hacen imposible, a la larga, una verdadera vida moral y una educación. Lo que significa que esas premisas la matan, nos matan poco a poco. Es un genocidio –una pandemia, un suicidio colectivo– inconsciente y lento.

Tal vez este contexto nos permita oír de nuevo toda la novedad que implica la afirmación de Jesús: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas”. ¡Hay alguien que da (que ha dado, que da) su vida por mí! ¡Y ese alguien es más poderoso que la muerte, ha vencido a la muerte! Se nos ha olvidado que el Cristianismo es, ante todo, la experiencia del valor sagrado, casi infinito, de la propia vida, y de toda vida humana, porque el valor de la vida sólo puede ser medido por el amor con que es amada. Y para quien ha encontrado a Jesucristo, el valor de la vida sólo es “apreciado” a la luz de la preciosísima sangre de Cristo, es decir del amor infinito que nos ha rescatado del círculo infernal de la alienación, y en la comunión de la Iglesia, en esa nueva realidad social nacida de su costado abierto, nos ha devuelto la libertad.

Todo un mundo nuevo se abre ahí a la mirada. Una experiencia nueva de lo que es vivir, a partir de unos lazos, de una alianza, de un amor que ha tenido en Dios su iniciativa, y que, cuando es acogido, cambia, transforma todas las relaciones humanas, con uno mismo y con su cuerpo, con las demás personas y con sus cuerpos, con el mundo material, con el pasado, con el futuro, con la vida y la realidad entera.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

arriba ⇑