Imprimir Documento PDF
 

La plenitud de la alegría

VI Domingo de Pascua · ciclo B

Fecha: 21/05/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 687



Jn 15, 9-17 Dijo Jesús a sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a la plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros lo que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros”.


¿De dónde nace la alegría? Depende. Depende de qué alegría, en primer lugar. Hasta habría que aclarar primero a qué llamamos alegría. Una persona con unas copas de más está “alegre”. ¿Lo está, verdaderamente? Todavía recuerdo aquel muchacho que me decía que él iba a la discoteca sólo para no pensar, porque no aguantaba pensar. Bueno, era más crudo. Porque no aguantaba la vida, y estar en su cuarto le obligaba a pensar, y pensar le ponía enfermo. ¿Implica, el usar la palabra “alegre” en esas circunstancias, la idea de que tal vez no hay alegría posible a no ser que uno cierre los ojos? ¿Es la felicidad la evasión, porque no hay motivo alguno de alegría en la vida? Eso significa, en el fondo, conceder que la última palabra en nuestra vida la tiene la muerte, y que por eso, en el fondo también, toda alegría es falsa. Porque luego viene el lunes, y luego vienen los exámenes, y el alzheimer de la abuela, y la realidad. Para muchas personas, sin duda, la experiencia de vivir es esa experiencia. En contra de la pirámide de Maslow, esta enfermedad se desarrolla sobre todo en los países ricos, saciados de bienes de consumo. Saciados y desesperados. 

Evidentemente, sería una injusticia terrible reducir a esto la experiencia humana, por más que la enfermedad crezca como una pandemia. En la vida, en la realidad, hay muchas cosas verdaderamente hermosas. Desde una obra de arte, hasta la amistad o el amor humano. Desde un bello paisaje que se abre al infinito, hasta la sonrisa fresca y sin desconfianzas de un niño, o hasta el gesto de generosidad o de amor sin límites que surge a veces en las condiciones más sórdidas. Pero es que hasta las alegrías más verdaderas, hasta las más espontáneas y auténticas, vistas a contraluz frente a la muerte, resultan dramáticamente dolorosas, por efímeras. Porque se van. Porque pasan. Porque se mueren ellas, o porque nos morimos nosotros. Y cuanto más sensible sea una persona, más consciente es de ese contraluz. Cuanto más amable sea una realidad, o la realidad en general, más doloroso es perderla, claro está. Semejante a esta experiencia es otra, que tal vez todas las personas hacemos. ¿Por qué, aunque haya motivos verdaderos de alegría, siempre “falta algo”? Al final, ¿va a tener razón el muchacho de la discoteca? ¿No estamos en la misma hipótesis que en el párrafo anterior?.


¿Y si uno renunciara al deseo de ser feliz, o a toda esperanza de algo más grande? ¿Y si la enfermedad estuviera precisamente en el deseo, en el hecho de que, por un “error” en la evolución o en la naturaleza, hay siempre una distancia entre el deseo y las cosas con que tratamos de saciarlo?  Hay quien ha propuesto seriamente la hipótesis. Pero no funciona. O mejor dicho, funciona sólo si, de una manera u otra, al matar el deseo nos matamos a nosotros mismos. Y es que la muerte del  deseo es nuestra muerte, al menos nuestra muerte como seres humanos. Seguimos en la tesis del muchacho de la discoteca. Seguimos en el primer párrafo.

Desde luego, hay factores culturales que acentúan terriblemente la frustración. Algunos pensadores contemporáneos han descrito nuestra sociedad como una sociedad carcelaria, cuya disciplina es precisamente una disciplina del deseo, una censura permanente del deseo. Está prohibido desear lo que no pueda comprarse. Yo creo, personalmente, que esa es una de las causas más hondas de la violencia en que vivimos las personas en el mundo “desarrollado”. Otro factor, aparentemente contradictorio con el anterior, pero en realidad complementario (los dos juntos forman el dilema fundamental de la sociedad contemporánea): si se parte del “yo” como un absoluto previo e incondicionado, sin lazos ni vínculos que lo constituyan, sin dependencia alguna de nada, sin que tenga significado alguno humano el concepto de “don”, si se me educa como si fuera un “pequeño dios”, entonces necesariamente (o casi), la idea de la alegría consiste en la satisfacción de mis apetitos, de lo que en cada momento quiera, de lo que en cada momento se me aparezca como “necesidad”, de mi voluntad omnímoda y sin lazos de ninguna clase. El resto del mundo, incluyendo “los demás”, incluyendo las personas más cercanas o más queridas, existen sólo para satisfacer esas “necesidades” mías. ¡Qué infierno! Al final, la gente prefiere la cárcel. Y el estado y el mercado deciden qué es lo que está permitido desear.

¿Y si existieran los dioses? Ellos tendrían la llave de la alegría, sin duda. El mundo antiguo vivió así. Pero era un suplicio. Porque había que pasarse la vida tratando de convencer a los dioses de que uno no era del todo malo, o tratando de aplacarles, de evitar su ira, y de ganarles para la propia causa.

¿Cuándo comprenderemos (quiero decir nosotros, los cristianos de hoy), que el Cristianismo ha significado en la historia la explosión de la alegría?  ¿Que es la experiencia de un amor infinito, de un tropezarse con el Misterio que sale en Cristo a nuestro encuentro y se nos descubre como Amor incondicional, como participación en la vida –conocimiento y amor– propiamente divina? ¿Que recibir el Espíritu Santo significa exactamente eso? “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo” ¡Qué fuerte! “Os he dicho esto, para que mi alegría esté en vosotros, y llegue a su plenitud”. La alegría de ser hijos de Dios. La libertad de ser hijos de Dios. Cuando el temor de Dios ha sido desplazado, y sólo consiste ya en la súplica de no perder el don recibido. El novio, el Esposo encontrado. La Vida, la Verdad, el Camino. Todo, porque en Cristo todo ya me ha sido dado.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

arriba ⇑