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Paz a vosotros (o lo divino en la carne)

Solemnidad de Pentecostés

Fecha: 04/06/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 689



Juan 20, 19-23 Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y, diciendo esto, les enseñó las ma-nos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes los retengáis, les quedan retenidos”.


Seréis como dioses”. Así engañó la serpiente a los hombres, desde el origen. No mentía del todo, porque el corazón de los hombres está hecho para el infinito. Tal vez si lo que hubiera dicho hubiese sido una pura mentira no habría encontrado en el corazón humano el eco que encontró. Lo encontró precisamente porque se hizo cómplice de algo que estaba ya allí. ¿Qué era eso que estaba allí? Una apertura sin límites, un destino a la vida divina, un estar hechos para la vida divina. Esa apertura y ese destino le habían sido dados por Dios al hombre. Su vida valía porque era para eso: para ser amigos de Dios, para participar de su amor, de su vida. San Agustín, al principio de las Confesiones, lo ha expresado en una frase sintética, que expresa lo esencial de la antropología cristiana: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Esto es verdad independientemente del hecho del pecado: esto es lo que nos constituye como hombres, aunque sólo lo hayamos comprendido (o empezado a comprender) después de haber encontrado la belleza, la gracia para la que fuimos creados, que ha iluminado nuestra existencia y nos ha permitido conocer quiénes somos verdaderamente.

La tentación no estaba, pues, en la meta, que había sido puesta por Dios mismo. La tentación estaba (está) en el modo de llegar a ella: al margen del mandamiento de Dios, por nosotros mismos. Como Prometeo, que quiso arrebatar el fuego a los dioses. ¡Llegar a ser dios con nuestras propias manos! Disponer del bien y del mal, es decir, conocer su secreto último, y creerse que conociendo ese secreto se podría manipularlo, incluso inventarlo, crearlo a nuestra voluntad.

Pero si Dios es Amor, y si nuestra vocación –como criaturas a imagen y semejanza suya– es una vocación al amor, sólo podríamos llegar a ser “como dioses” por gracia, por donación del Amor mismo, porque el Amor se diera a nosotros y nos comunicase su vida, se nos comunicase Él mismo. También esto es independiente del hecho del pecado. Un amor sólo puede ser una gracia, porque ése es el ser del amor, el ser don, el ser gracia, el ser inmerecido.

Naturalmente, en un mundo de pecado, la gracia quiso mostrarse más poderosa que el pecado. El amor, más fuerte que la muerte. La misericordia, invencible y sin límites. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Gracias a Dios que ha sido así. El amor de Dios tenía que probarse más fuerte que el fuerte que nos había llevado a la muerte. No porque Dios quisiera el sacrificio, o porque lo necesitase, sino que somos nosotros los que necesitamos una prueba de amor así. O dudaríamos, o pensaríamos que su amor no sería capaz de traspasar nuestras mezquindades, o que sólo nos podría amar si nosotros lo merecíamos. Es decir, modelaríamos la imagen de su amor a semejanza del nuestro. Cuando es al revés.

Consumada la pasión, la victoria de Cristo implica el don del Espíritu Santo a los hombres. ¿O es ya en la misma pasión donde, al dar su vida por nosotros, se nos dio Él todo, y así nos “entregó el Espíritu”? El fruto y la obra de Cristo es el don del Espíritu Santo, que sólo el Hijo posee propiamente, y al que sólo por don suyo accedemos. Ese Espíritu que nos hace hijos, que nos da la libertad y la herencia de los hijos. Que hace que el Padre nos mire, y vea en nosotros a su Hijo. Que hace que nosotros nos podamos dirigir a Dios con la confianza de un niño pequeño a su Padre.

Participar del Espíritu Santo es “ser como dioses”. La falsa promesa de Satán se ha cumplido, de forma bien distinta. “¡Que no sólo nos llamamos «hijos de Dios», es que los somos! Y la prueba de que Dios nos ama es el Espíritu que ha sido derramado en nuestros corazones. Por pura gracia, por puro amor, Dios habita en nosotros, lo divino mora en nuestra carne, la plenitud tiene desde Cristo historia y rostro.

“¡Paz a vosotros!” Era el saludo del Señor resucitado. La inquietud del corazón ya puede descansar, hasta en medio de este mundo de muerte. La paz es fruto de la gracia. No el fruto prometéico del árbol del conocimiento del bien y del mal, sino el fruto del Árbol de la Vida: ya nos ha sido dado.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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