Solemnidad Santísima Trinidad · Jornada Pro-Orantibus
Fecha: 11/06/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 690
Mateo 28, 16-20 Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.
La solemnidad de la Santísima Trinidad es como un broche de alabanza al final de las celebraciones de nuestra redención. La obra de nuestra redención es obra de Dios, y Dios, tal como se nos ha dado a conocer en Jesucristo, es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero esa comunión de personas no es, al modo humano, como un grupo de amigos, o como una familia, sino que la unidad y el amor entre ellos es tan grande, tan inconmensurablemente grande, que el Dios Trino es un solo Dios, un único Dios. Entre ellos todo es común, hasta su mismo ser, excepto que el Padre no es el Hijo, y el Hijo no es el Padre, y el Espíritu Santo no es ni el Hijo ni el Padre. Puede parecernos chocante, pero no es del todo incomprensible, y lo que alcanzamos a comprender es una maravilla de luz y de belleza, que además ilumina nuestra vida, nos explica a nosotros mismos, nos ayuda a comprender, para quienes hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, qué significa ser personas y vivir.
Algo de lo que podemos comprender, por la vía de que nuestra experiencia del amor tiene su origen y su plenitud en Dios que es amor (Amor, con mayúsculas), es lo siguiente: en primer lugar, que si Dios es amor no debiera sorprendernos que no sea un ser solitario, un “individuo”, como les gusta decir a los amantes de la religión liberal, sino una comunión de personas; en segundo lugar, que si en el amor humano verdadero (y la medida del amor verdadero la da Cristo) hay una irresistible tendencia a la unidad, y a darse por las personas que uno ama, en Dios esa tendencia no tiene obstáculo alguno, de ninguna clase, y por lo tanto, se da la mayor unidad imaginable, de la manera más libre imaginable. Nosotros, cuando nos damos, nos damos a lo largo del tiempo; hasta nuestro amor sólo lo podemos declarar con palabras o con gestos que se siguen unos a otros, que no son expresivos más que en su conjunto y en su contexto. Probablemente, sólo quien da la vida en un gesto único y definitivo, como el mártir, la da del todo. También nos pasa, por nuestra condición creada y corporal, que dar la vida significa en algún modo perderla (también aquí, sólo gracias a Cristo sabemos que ese perderla es ganarla). Pues bien, estos y otros rasgos de nuestra experiencia del amor nos permiten atisbar (en el parecido y en la diferencia infinita) algo del Amor que es Dios: Dios Padre, que es Amor, se da; y se da todo entero, en una sola Palabra, en un solo acto; y ese acto es eterno, porque Dios es eterno, y no hubo un tiempo en que Dios no fuera Amor, y en que Dios no se estuviera dando; y ese don es de todo su ser, y quien recibe ese ser lo recibe entero, y por eso es Dios, “luz de luz”, “de la misma naturaleza del Padre”. Pero no sólo “de la misma naturaleza” como Pedro y Luís son de la misma naturaleza, en el sentido de que los dos son humanos, sino en un sentido infinitamente más fuerte: “Yo y el Padre somos uno”, como si dijera, “somos una única realidad”. El Hijo recibe todo el ser del Padre, y como ese ser es amor, también le devuelve todo su ser al Padre, en gratitud y obediencia, en alabanza y gozo, en el amor infinito que Él es, como Hijo Unigénito del Padre. El que el Hijo sea único no tiene que ver, como en nosotros sucede a veces, con una limitación del amor o de la fecundidad, sino con que el don de la vida es total y pleno, en un sólo acto indivisible, eterno.
Pero la fecundidad de Dios no se agota en el Hijo. El amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre es también un mutuo don personal. Tiene una especie de “fecundidad” propia, cuya analogía menos lejana (aunque infinitamente distinta) en nuestra vida es la de la unión esponsal. También en la vida humana, no hay amor verdadero entre dos personas que no sea fecundo, de un modo u otro, que no se abra más allá de sí mismo, que no comunique la vida. Eso se percibe en todas las formas de amor (todo amor verdadero es creador de vida, de espacios de libertad), pero se cumple sobre todo en el amor esponsal del hombre y la mujer, que llamamos matrimonio. Y desde ahí se puede atisbar algo de lo que la teología llama “la espiración” del Espíritu Santo, “Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo”.
Luego, esa infinitud de amor, completa y perfecta en sí misma, se derrama y se da más allá de sí en la creación de la variedad casi infinita de las criaturas, que participan en modos diversos del Ser de Dios. Y en toda la relación de Dios con sus criaturas, el único Dios, es decir, las tres personas divinas, actúan siempre en común, siempre unidas, siempre de acuerdo, aunque cada una lleve a cabo su misión específica. Por ejemplo, sólo el Hijo se hace hombre, aunque en la Encarnación actúan las tres personas (véase el relato de San Lucas). Y en la creación también, y en todas las obras de Dios, tanto de la creación como de la redención, siempre actúan los tres, siempre actúa el único Dios verdadero.
Después de que Jesús nos ha dado a conocer a Dios así, comprendemos que si Dios no fuera el Dios Trino, sería siempre demasiado pequeño, no sería nunca el “Dios más grande”. Desde luego, la Trinidad de Dios se revela como algo infinitamente más rico y jugoso que un problema de matemáticas, que podría explicarse con la pobre y necia imagen del triángulo. Pero además, es que el Dios Trino ilumina todo en nuestra vida, infinitamente más de lo que estamos acostumbrados a pensar. Desde esta clave personal y de amor, por ejemplo, la Trinidad de Dios se muestra como el fundamento de que la multiplicidad de las criaturas sea un bien, y no una decadencia de lo Uno, del Ser. De que la creación pueda ser “buena”, y creada por amor, por sobreabundancia y exceso de amor, y no porque un dios todopoderoso, solitario y aburrido, necesitara un “juguete” para entretenerse. De que la diferencia sexual sea un bien, y un signo de Dios. De que el ser persona consiste en su hondura más esencial en “ser relación”, y en ser una relación de amor, cuyo modelo es el amor del Dios Trino. Si tuviéramos fe como un grano de mostaza, ¿nos atreveríamos a pensar, por ejemplo, en una economía, o en una política, construida sobre la verdad acerca del hombre que nos pone de manifiesto el Dios Trino, revelado en Cristo, cuya imagen somos? ¿No generaría eso un mundo inconmensurablemente más humano que la miserable vida económica y política que surge de la pobre visión ilustrada del hombre y de Dios?
“¡Señor, ten piedad!”. Y gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, fuente y plenitud de todo.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada