Solemnidad del Corpus Christi · Día de la Caridad
Fecha: 18/06/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 691
Marcos 14,12-16,22-26 El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de Pascua?”. Entonces, envía a dos de sus discípulos y les dice: «Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle y allí donde entre, decid al dueño de la casa: “El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?” El os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada; haced allí los preparativos para nosotros.» Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua. Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: “Tomad, este es mi cuerpo”. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo: “Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios”. Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos.
En las prácticas donde aprendemos quiénes somos, y lo que valen las personas y las cosas. Es viendo hacia dónde miran sus padres como un niño aprende a mirar, y a comprenderlo todo. Es viendo cómo le tratan a él, cómo le consideran a él, cómo le quieren (porque hay muchas formas de “querer”, unas buenas y otras malas, unas verdaderas y otras falsas, unas bellas y otras horribles), como un niño aprende quién es, para qué está en la vida, qué significa querer. Desde la vida familiar, que sería la primera, es participando en ciertas liturgias sociales, en las que se contienen los nombres de las cosas, en las que se practica diariamente una discriminación entre lo que es considerado normal y lo anormal, y en las que se celebra, se premia o se castiga un determinado modo de afrontar la vida, donde aprendemos lo que sabemos acerca de nosotros mismos, de la vida y del mundo.
Eso de que las prácticas sean el lugar indispensable de la comprensión es una de las cosas que merece la pena recuperar del marxismo, y hay que decirlo ahora que el marxismo no está de moda. Aunque una visión básicamente materialista y economicista de la vida, y una chata filosofía positivista de la realidad, es decir, justo los aspectos más miopes del marxismo, han sido asumidos con tanto entusiasmo por sus antiguos adversarios liberales que, aunque lo políticamente correcto es decir que el marxismo ha fracasado, uno tiene a veces la impresión de que lo que ha hecho es triunfar en toda regla, y precisamente en sus derivaciones más destructivas, esto es, como un puro capitalismo de estado. En todo caso, que el conocimiento humano no “tiene lugar” en un vacío, en una abstracción sin lugar y sin tiempo. Eso no es más que un mito de la religión ilustrada, para convertirse a sí misma en absoluto, en hegemónica. Todo conocimiento y todo vocabulario para expresarlo tiene lugar en una tradición (también la ciencia, también el saber “ilustrado”). También el liberalismo, y el marxismo, como el nacionalismo, por no mencionar más que las tres más cercanas a nosotros, son tradiciones, y tradiciones en buena medida “religiosas”. Y las tradiciones se expresan en prácticas, o si se quiere en “liturgias”. Y esas prácticas expresan la tradición, a la vez que la construyen y la comunican,. Las prácticas, dicho de otro modo, expresan y a la vez construyen las relaciones de confianza y autoridad, del mismo modo que expresan y a la vez construyen la vida moral. Pero antes que la vida moral o, si se quiere, la “ética”, expresan quiénes somos, para qué es la vida, qué es el mundo. Expresan –siempre, siempre– una ontología. La vida moral, como el conocimiento, es siempre el fruto de unas relaciones.
Por no haber tenido en cuenta esta verdad de que las prácticas (y las relaciones previas que explican las prácticas) son “el lugar” del sentido de la vida y de la moral, muchos padres de buena voluntad han fracasado clamorosamente en la educación de sus hijos. Y no digamos la escuela. Les han dado principios, les han querido transmitir valores, vale. Pero los principios no sostienen una vida. Los valores tienden a nos ser sino apreciaciones subjetivas, opcionales, sin consistencia ni realidad. Los niños oyen los discursos sobre los principios o los valores, y luego ven que las prácticas que llenan la vida de sus padres (o de sus maestros) son el consumismo: el trabajar para ganar, y el ganar para consumir. Que excepto al dios dinero, o al dios poder (que, por lo general, significa fundamentalmente también dinero), el único principio que rige la vida es darse todos los caprichos posibles. Vale. Estamos donde estamos. No estamos muy legitimados para el lamento.
La Eucaristía (junto con el bautismo y los demás sacramentos) es la práctica cristiana por excelencia. Y lo que esa práctica nos recuerda y nos dice (entre otras cosas) es lo siguiente: quién es Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) para nosotros; cómo Jesucristo, el Hijo de Dios, dándonos su cuerpo y su sangre, dándonos su vida, entregándonos su Espíritu Santo, hace de nosotros un cuerpo, “Su” cuerpo, es decir, el lugar donde Él habita, y en el que Él se expresa, y ama, y se comunica a los hombres de nuestro tiempo. Y al mismo tiempo, al hacernos “Su Cuerpo” nos hace a los unos miembros de los otros, haciendo posible unas relaciones que no tienen medida ni parangón en las relaciones sociales de la vida secular. La Eucaristía nos dice, nos “re-presenta”, nos da, el acontecimiento pascual, “el don de Dios”. Y en él nos dice y nos da la posibilidad de vivir nuestra vocación como seres humanos, como personas. La Eucaristía expresa y contiene el secreto de la vida, es el motor de la historia.
Si no viviéramos la Eucaristía en una clave pietista, miserablemente reducida y empobrecida en su significado y en la belleza de su forma, comprenderíamos que la Eucaristía es, por sí misma, y no por los “añadidos” que le hacemos para que “quede bonita”, el último gesto revolucionario de la historia (o el primero), porque es el único gesto que expresa una ontología del don y, por tanto, el único capaz de generar un verdadero “pueblo” de hombres libres. El único gesto capaz de generar una cultura alternativa, una cultura que no esté construida sobre el culto a los ídolos del poder y del dinero.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada