Domingo XVII T.O. · Ciclo B
Fecha: 30/07/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 697
Marcos 6, 1-15 Jesús se marchó a la otra parte del lago de Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe: «¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?». Lo decía para tantearlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer. Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo». Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero, ¿qué es eso para tantos?». Jesús dijo: «Decid a la gente que se siente en el suelo». Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; sólo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie». Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada, que sobraron a los que habían comido. La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: «Éste sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo». Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiro otra vez a la montaña él solo.
El criterio que domina nuestro panorama cultural a la hora de obrar es la eficiencia, que siempre incluye el reducir costos e incrementar la producción. Ya ha muerto el artista, el artesano, ese tipo humano que se concentraba en la obra bien hecha y le dedicaba el tiempo que fuese necesario, como una expresión teologal del amor a la creación y a la dignidad de su trabajo. El buen artesano ya casi no existe (la misma “artesanía” está ahora al servicio del turismo de masas), oficios y sabidurías antiquísimas desaparecen, pero sobre todo, no existe el artesano como modelo humano, como referencia. Ahora ese modelo no vale. Ahora la empresa tiene siempre que producir más, y siempre más barato.
Cuando se trata de vender toallas, las consecuencias de ese criterio no son especialmente importantes. Cuando el método se aplica a la cocina la cosa cambia, porque la cocina es una de las más altas realizaciones de la cultura, en cuanto que expresa y construye las relaciones humanas, y especialmente esas relaciones que son la medida de la humanidad de un pueblo, las relaciones de familia. Y una familia que convive sobre la base de criterios de eficacia y productividad, incluso de justicia, no puede ser sino un infierno para quienes la componen. Cuando el criterio industrial de la eficacia se aplica directamente a la educación, a la vida moral, al matrimonio, o a cualquier otra realidad en que esté seriamente implicada la humanidad del hombre, ese criterio es como el ácido universal, lo destruye todo. Hoy el criterio se emplea hasta en la medicina, que en nuestro mundo es más y más sólo una ciencia al servicio de una empresa mayoritariamente pública dedicada a la “industria” de la salud: a los médicos se les pide que dediquen menos minutos a cada paciente (ahora llamados también “clientes”), para que no haya listas de espera. Y eso se considera “incremento de productividad”.
El resultado, por supuesto, de esa aplicación a todo de un criterio que, en el mejor de los casos, sólo debería servir para la producción de cosas banales (si es que tales “cosas banales” existen), es una humanidad de “todo a cien”. Es, a la larga, la muerte de lo humano. Es el “paraíso” (o el infierno) marxista dócilmente, entusiastamente, construido por manos liberales.
La aplicación a la vida de los criterios industriales y comerciales, y de la versión de la justicia y de los derechos humanos correspondiente a esos criterios, está acabando con el bien más precioso, indispensable y frágil de una sociedad, que es el matrimonio. Por primera vez en la historia conocida, de cualquier cultura, el matrimonio ya no tiene en España protección legal. Por supuesto, las leyes inicuas recientemente promulgadas entre nosotros no son las que están acabando con él. Hollywood, las televisiones, las empresas de publicidad, incluso la concepción del trabajo y de la empresa dominante en nuestra cultura, llevaban mucho tiempo adelantando el trabajo. Incluso es posible que nosotros –quiero decir la Iglesia– tal vez tengamos más responsabilidad que nadie, por no haber desenmascarado a tiempo los supuestos antropológicos, y los enormes intereses económicos y políticos, que han servido para justificar la degradación permanente del matrimonio, desde hace muchas décadas, en la sociedad secular moderna, sea liberal o socialista. Ya antes, la aplicación a la vida de esos criterios industriales y comerciales de eficiencia y del mayor “beneficio” posible había acabado con la maternidad y la paternidad. Por eso la aplicación de esos criterios a lo humano es constitutivamente genocida. Y posiblemente racista, ya que el genocidio se basa en la confianza de que hay suficientes reservas de humanidad desesperada como para conseguir que las máquinas no se detengan y los beneficios no disminuyan.
El método de Dios, en cambio, es el derroche. El método de Dios es el exceso, la sobreabundancia, la gratuidad. Como en esa deliciosa película sobre la gracia que es “El festín de Babette”. El derroche en la creación es evidente. La creación es eso, un puro derroche de don de Si y de ser. Todos los años, sólo en una pequeña montaña perdida que el turismo no ha destrozado aún, se “pierden” unos cuantos billones de flores bellísimas sin que nadie les haga publicidad ni las explote. Existen sólo para proclamar que la existencia es buena, que todo ser, aun el más efímero, es una participación en el Ser y un milagro de la gratuidad divina. El método de Dios es el derroche, y pudiera suceder que, si bien se piensa, si se piensa hasta el fondo, también en la vida humana (hecha a imagen de Dios) fuera verdad esta paradoja: que sólo la gratuidad y la misericordia hacen justicia, que sólo el derroche es verdaderamente eficiente. Que sin la gratuidad, la vida muere.
“Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”. Sobraron doce cestas. Sobró vino en la boda de Caná. Sobra siempre, y sobra siempre con abundancia, el amor y la misericordia, disponible para quien quiera venir a beber. Y por lo tanto, mana siempre un caudal abundante en la fuente de la alegría.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada