Domingo XXIII T.O. · Ciclo B
Fecha: 10/09/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 698
Marcos 7, 31-37 Dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effetá”, esto es: “Ábrete”. Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a sordos y hablar a mudos”.
A veces, detrás de todo nuestro nomadismo, veraniego y no veraniego, luce un frágil pero inextinguible deseo: que suceda algo bueno, encontrar amigos de verdad, tierra firme. Incluso encontrar un hogar, una casa, o la familia desencontrada en las prisas del año, o la familia que uno ya no tiene, o que ha perdido, o que no ha tenido nunca. ¿O es que huimos? ¿O las dos cosas a la vez? El deseo de ser felices es la capacidad más poderosa que tenemos en nuestras manos, la más resistente. A veces esa capacidad se fatiga, sin duda. Son tantas las promesas no cumplidas, las mentiras sufridas, las esperanzas defraudadas, que la duda, la desconfianza o el cinismo podrían justificarse fácilmente. Y sin embargo, una y otra vez, apenas despertado, ese deseo se pone en camino, nos arrastra. Desalentados por la experiencia de mil fuegos artificiales, volvemos en seguida la mirada al siguiente castillo que hace lucir ante nosotros sus fugaces estrellas de colores. Si la única belleza que conocemos es ésa de los fuegos artificiales, ¿por qué íbamos a buscar otra? ¿Cómo anhelar lo que no hemos encontrado? Y si ésa de los fuegos no nos llena (porque no llena, ), si sólo nos satisface o nos distrae un momento, resignación: eso es lo que hay, eso es lo que la vida da de sí. Y a esperar a los próximos.
Otras veces, ya no. Ya parece que no se desea nada. El sufrimiento humano es un misterio casi tan insondable como el deseo, y hay ocasiones en que aquél es tan agudo, que ya no se puede más. Y el corazón se cierra. Y la vida se cierra, y se cierran los oídos, y los ojos. Ya no se canta. Ya casi no se espera nada. Y no hay ganas de cantar.
Señor, cuántos oídos cerrados, cuántos corazones cerrados. Cerrados o distraídos sólo Tú lo sabes. O tal vez cansados, o agotados. Rotos. Ellos, los que le llevaban, te pidieron que les impusieras tus manos. Y Tú le abriste los oídos y el habla. Pudo gritar, pudo dar gracias. Pudo bendecir al Señor, lleno de alegría. Tanto, que no había manera de que te hiciera caso en lo del silencio, Tú que no querías ese tipo de propaganda. Bueno, hoy soy yo quien te presento a tantos hombres y mujeres que tienen el corazón cerrado. Hoy soy yo, su pastor, tu pastor, quien te pide que les impongas las manos, que les abras el oído y la boca para que puedan cantar. Sea cual sea la causa por la que tienen el corazón cerrado, que tu amor llegue hasta él y lo abra.
Claro que Tú nos has dejado a nosotros esa misión de “llegar” hasta el corazón del ser humano, de acompañarlo. Para que la redención pueda ser una experiencia, no un discurso. Para que las personas puedan encontrarte como te encontró Zaqueo, o la Samaritana, como alguien que sale al paso en el camino de su vida. Como me decía una vez un joven universitario, ¿y cómo voy a saber yo que es verdad que Dios me quiere si no tengo cerca a nadie que me quiera? Tenía razón. Nosotros, quienes te conocemos, quienes hemos sido antes encontrados por Ti, o alguien nos acercó a Ti para que nos impusieras las manos, somos hoy tu “cuerpo”, tu humanidad presente, el único lugar donde los hombres te pueden encontrar. Haz que seamos conscientes de ello, haz que no nos deje insensibles el dolor del hermano herido, o del deseo maltratado, o de la esperanza frustrada.
A lo mejor, lo que tenemos es que pedirte que nos abras de nuevo el oído a nosotros. Que nosotros experimentemos de nuevo tu amor y tu misericordia, y que podamos cantar, y alabar tu nombre con todas nuestras fuerzas. Sólo si nosotros hemos sido despertados, podremos llegar a otros y decirle: “Mira, yo estaba como tú. Muerto, literalmente. Muerto y sin esperanza. Y vino ese hombre, y me lo presentaron, y me encontré con Él, y Él ha cambiado mi vida”. Sólo si uno ve una humanidad cumplida, tendría motivos para esperar que se cumpla la suya, tendría motivos para creer que es posible una alegría que no nace de fuegos artificiales, o de olvidarse, o de huir. Sólo si uno la ve puede creer que hay una alegría, en medio de esta vida, con todo lo que hay en ella, que no hay que fabricar.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada