Imprimir Documento PDF
 

Donde la verdad de las cosas no es como parece

Domingo XXV T.O. · Ciclo B

Fecha: 24/09/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 700



Marcos 9, 30-37 En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos.  Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.» Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?» Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante.  Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.» Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»


Lo que parece es lo que dice el refrán: que “el pez grande se come al chico”. [Por cierto, que muchas veces se dice que esa “sabiduría” popular de los refranes es sabiduría cristiana, y con frecuencia no lo es, o por lo menos no lo es dado el uso que se hace de los refranes. Así, por ejemplo, en lo de que “el pez grande se come al chico”, si lo que se trata de describir es cómo suceden las cosas muchas veces en el mundo, pues es cierto: el mundo, y sobre todo hoy, al menos en Occidente, más tal vez que en otros momentos de nuestra historia, se mueve en buena medida por el poder, y por la búsqueda de poder. El poder es una pasión muy importante en la experiencia humana, tal vez la más importante. Pero si el refrán se usa para dar a entender que el predominio del poder sobre toda otra consideración es inevitable, que todo en la vida se reduce al poder, y que así es como han de ser las cosas, entonces el refrán no puede contener una mentira más grande. Porque justo en las cosas más importantes de la vida, no es la lógica del poder la que prevalece, sino otra lógica: la del amor. Gracias a esa lógica del amor estamos vivos la inmensa mayoría de los seres humanos adultos. Y en la medida en que en esas cosas importantes prevalece la lógica del amor, la vida humana es verdaderamente humana. Y al revés, si todas esas cosas importantes estuvieran regidas por la lógica del poder, nuestra humanidad se rebajaría al nivel de la selva, o al del mundo submarino.] 

Pero volvamos al principio. Lo que parece es que lo que hay que buscar en la vida es “poder”, incluso para cambiar el mundo con el fin de abrir camino a lo que uno considera como un bien, incluso para mejorar el mundo. Esa era la argumentación de Saruman a Gandalf en el primer volumen de El Señor de los Anillos.  “Tocar poder, para poder cambiar las cosas”. Lo que pase entretanto, las concesiones, los compromisos y los pactos que hay que hacer, las víctimas que hay que tolerar, mientras se consigue ese poder, son “efectos colaterales”, a los que no hay que prestar atención, porque son minucias inevitables, comparadas con el bien que se quiere conseguir. Quien piensa así, siempre termina sirviendo a Mordor, siempre termina siendo instrumental al mismo mal con el que dice querer acabar.

El Evangelio de hoy, y la experiencia de la Iglesia (de los santos, que son los que entienden de verdad eso de cambiar el mundo) señalan claramente que el camino es otro. “El que quiera ser el primero entre vosotros... que sea el servidor de todos”. Una paradoja más de las muchas que subraya el Evangelio. De las muchas paradojas que constituyen la existencia humana, y que el Evangelio desvela y pone de relieve. Por ejemplo, aquella de que cuando se protege la vida se pierde, y cuando se da, se gana. En esas paradojas se descubre el contraste entre las categorías desde las que generalmente nos comprendemos a nosotros mismos, y nuestra verdadera condición. Lo que se descubre es, como dijo el Concilio Vaticano II, “la sublimidad de nuestra vocación”.

¿Es esta afirmación de que la grandeza humana consiste en servir, como piensan muchos, un signo de que la moral cristiana sería una “moral de esclavos”, es decir, un signo de que la moral cristiana exalta la humillación, el sufrimiento y la destrucción del heroísmo y de la grandeza del hombre? En absoluto. Lo que el cristianismo afirma, a la luz de la experiencia de un Dios que se revela como Amor, es sencillamente que la grandeza humana consiste en el amor. Y por tanto, que lo que cambia el mundo y lo que lo hace humano, es el amor y sólo el amor. El poner la vida por la vida de los otros, como Dios la ha puesto en Cristo por cada uno de nosotros. Darse como Dios se da. Y ahí se desvela hasta el fondo lo que somos, o lo que es lo mismo, lo que significa ser creados a imagen de Dios. Un mundo construido sobre esta conciencia tendrá, sin duda, mil fracasos, cometerá mil torpezas. Pero un mundo que sabe que la grandeza humana consiste en el amor es un mundo en el que crece la humanidad del hombre, en el que hay una tensión hacia la plenitud que todo ser humano desea para sí, excepto si su inteligencia está envenenada por la ideología, o cegada por el resentimiento. Un mundo construido sobre la conciencia de que el Ser es don, y de que nuestra vocación es el amor, no es igual a un mundo donde se presenta como normal que los hombres actúen como los peces.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

arriba ⇑