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Identidad y Ecumenismo

Domingo XXVI T.O. · Ciclo B

Fecha: 01/10/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 701



Marcos 9, 38-43. 45. 47-48 En aquel tiempo, dijo Juan a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros.» Jesús respondió: «No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí.  El que no está contra nosotros está a favor nuestro.
Y, además, el que os dé a beber un vaso de agua, porque seguís al Mesías, os aseguro que no se quedará sin recompensa. El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar.  Si tu mano te hace caer, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al infierno, al fuego que no se apaga.
Y, si tu pie te hace caer, córtatelo; más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies al infierno.
Y, si tu ojo te hace caer, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos al infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.»


En los esquemas que articulan la experiencia de la realidad del hombre contemporáneo, con frecuencia, identidad y apertura son percibidas como incompatibles, como dos cualidades contrapuestas. La identidad parece consistir en afirmarse a uno mismo “frente” a los demás, lo que necesariamente hace que los demás se sientan, cuando menos, incómodos. Y la apertura, concebida como una cualidad contrapuesta a ese modo de afirmar la identidad, requeriría omitir, censurar, poner entre paréntesis toda identidad, para encontrarse... ¿dónde? ¿Quiénes? Pero si no hay “quiénes”, ¿para qué encontrarse? A medida que las consecuencias sociales de estos retruécanos se ponen más de manifiesto, aparece más y más claro que quien paga ese anuncio es el poder. Al Estado absolutista (antiguo y moderno) le estorba, por lo general, la identidad, como le estorban las relaciones libres y estables entre las personas, porque le estorba todo lo que escape a su insaciable voluntad de controlarlo todo. Los hombres sin identidad, sin relaciones propias, sin pensamiento propio, pueden vivir si quieren la experiencia (siempre virtual) de creerse dioses, pero sólo son pobres consumidores de las raciones calculadas de felicidad barata que les distribuye el poder. Sólo son pobres alienados. Abiertos a la nada, y sin nada que abrir ni dar a nadie. Hombres y mujeres sin verdadera libertad (excepto para elegir la marca de la ropa, del dentífrico, del móvil, o del coche), carecen de rostro. La apertura de esos seres sin rostro es sólo epidérmica. Son sombras de seres humanos, diseñados en una multinacional de modas, presos sin cárcel, fugitivos de sí mismos y de la vida.

Es mentira que identidad y apertura se contrapongan. Igual que es mentira (y por las mismas razones) que se opongan libertad y don de sí, pues no hay nada más libre que el amor que da la vida. Para que haya un encuentro verdadero debe haber quienes puedan encontrarse. Quienes se encuentran deben poder saber quién es cada uno, y poder apreciar la diferencia. Es más, un diálogo verdaderamente humano sólo es posible desde ahí. Porque, ¿dónde está escrito que la única forma de identidad sea la afirmación de uno mismo? Eso es lo que pasa en la publicidad, o entre los partidos políticos (las únicas dos formas de discurso legítimas en la sociedad secular). Ahí sí es posible decir siempre que el detergente de turno “lava más blanco”. Pero, ¿y si la identidad consistiera en darse, en afirmar al otro como otro? Así pasa con los buenos padres, es decir, así pasa en la familia en la medida en que las relaciones de la familia no se han contaminado con el lenguaje del mercado o de la política. Los buenos padres son tanto más padres –y tanto más ellos mismos– cuanto más se dan para que sus hijos sean más grandes que ellos (quiero decir, humanamente más grandes).     

El Evangelio de hoy insinúa una relación de identidad y apertura diferente a la dominante en nuestra cultura. Por una parte, la vida tiene un bien precioso (el Reino de los cielos, que es la vida eterna, que al final es Cristo mismo), tan precioso que uno puede sacrificar hasta la integridad física por ese bien. No cabe una afirmación más potente de la identidad de los seguidores de Jesús, ni de en qué consiste la tarea de la vida. El Reino, como la gracia (son lo mismo), “vale más que la vida”. La vida tiene, pues, un centro, un tesoro al que todo se orienta, lo “único necesario”. Y sin embargo, a la vez que se afirma ese centro como el valor supremo de la vida, sucede lo que nunca sería imaginable en la publicidad o en la política de partidos: que uno que “no es de los nuestros” pueda ser reconocido como uno que puede hacer las obras del Espíritu, porque “el Espíritu sopla donde quiere”. Lo que no hace el Espíritu santo de Dios es contradecirse: por eso, si expulsa los demonios, aunque no lo haga en nombre de Cristo, no podrá “blasfemar” de Cristo. La identidad de quien es de Cristo le permite reconocer, y alegrarse, con todo lo bello y bueno que encuentra en el mundo. Más aún, es en la medida en que la vida es de Cristo, en la medida en que se hace posible amar todas las cosas. Amarlas como Dios las ama, poseerlas (según nuestra pequeñísima capacidad) como Dios las posee: “todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo, de Dios”.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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