Domingo XXVII T.O. · Ciclo B
Fecha: 08/10/2006. Publicado en: Seminario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 702
Marcos 10, 2-16 Se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús, para ponerlo a prueba: «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?». Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?». Contestaron: «Moisés permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio». Jesús les dijo: «Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios “los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. El les dijo: «Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio». Le acercaban niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él». Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.
Al principio de la creación” no fue así. Jesús apela al designio originario de Dios en la creación, antes del pecado. El amor es siempre un milagro, y el amor esponsal entre un hombre y una mujer (como amor que pone un centro definitivo en la vida y que permanece en el tiempo) es uno de los milagros más grandes del mundo. Su existencia y su atractivo son, tal vez, el signo más grande del Misterio en que todo consiste, esto es, de Dios. Ese amor es un milagro siempre, independientemente del pecado, porque el amor sólo puede ser una donación libre, y como tal, imprevista, algo que sucede, que se encuentra, que no se obtiene a base de esfuerzo, que no “se conquista”. Sólo se puede recibir con gratitud, como algo que nunca corresponde a lo que uno “merece”, por más que la vida esté hecha para ese don.
Repito que eso sería así también en un mundo sin pecado. Lo que sucedería, en un mundo sin pecado, es que entre la naturaleza y el milagro no habría ruptura, no habría un hiato. El milagro sería reconocido como tal, y al mismo tiempo se reconocería que la naturaleza estaba creada para él, que lo que el milagro hace es cumplirla. El hombre y la mujer, iguales en su dignidad, asimétricamente complementarios, han sido hechos para la unidad fecunda, para ese milagro que es el amor esponsal, que es una especialísima participación en la vida y en la creatividad divina. Y los hombres han intuido siempre, en todas las culturas, cada cual a su modo, que esa realidad del amor esponsal, fuera entendido como fuera entendido, tiene que ver con Dios. Y que Dios tiene que ver con ello.
Pero vino el pecado, vino la separación de Dios. Y la separación, y la sospecha, y la desconfianza, y la competición, y la seducción, y la violencia; entre el hombre y la mujer, y entre Abel y su hermano, y entre las familias. Vino el pecado, vino la “terquedad”, vino la dureza de corazón. Es curioso que hasta para Moisés y para la Antigua Alianza el repudio fuese una cosa “normal”. En un mundo de pecado, la vida del origen, la vida según el designio de Dios es inalcanzable para el hombre. Sólo el hijo de Dios, sólo la economía de la Encarnación y el don del Espíritu Santo abren el cielo, revelan el amor esponsal por excelencia, paradigma de la creación –el Amor infinito e infinitamente fiel de Cristo por su esposa, la humanidad caída–, y sólo desde el cielo abierto se puede volver a comprender de nuevo “la sublimidad de la vocación humana”, y a la luz de ella lo que significa el matrimonio y el amor esponsal. En esto como en todo, Cristo es la clave de lo humano. No digo de la vida cristiana, ni de la vida espiritual, o de la vida interior. Digo que es la clave de lo humano en tanto que humano, en tanto que imagen de Dios.
Luego los cristianos nos acostumbramos a vivir en el milagro cotidiano, y nos creímos que el milagro era una cosa natural. Además, poco a poco, y desde el siglo XVI por lo menos, habíamos ido además separando a Cristo de la vida real. Y, por último, el romanticismo y Hollywood nos confundieron haciéndonos creer que “quererse” es lo mismo que “gustarse”, que “atraerse”, cuando el atractivo es algo puesto por Dios en la naturaleza para facilitar el milagro (hasta qué punto es el Señor consciente de lo difícil que es el amor verdadero para el ser humano), y para que no desaparezca la raza humana. El amor, pues, es una cosa absolutamente natural. Para evitar tener que distinguir entre atractivo y amor, el cine clásico nunca decía lo que pasaba después del happy end. Ahora que sí que lo cuenta, casi no puede contar más que la frustración y el fracaso. De ahí viene, en una medida no pequeña, el caos en que estamos. En plena revolución sexual, no hay más hombres y mujeres felices, hay más hombres y mujeres humillados.
Volver a reconocer que el amor esponsal es intrínsecamente religioso, que tiene que ver con Cristo y con su gracia, y que no es posible –y por razones perfectamente comprensibles, aunque no sea posible explicarlas aquí– vivir en plenitud al margen de Cristo, sería una gracia importantísima que hay que suplicar. Si nos fuera concedida, a lo mejor empezábamos a aproximarnos a Dios de una manera más verdadera. Y podríamos volver a vivir una dimensión central de nuestra existencia humana con más plenitud y con más gozo.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada