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El primero y el último (o antídoto contra la tiranía)

Domingo XXIX T.O. · Ciclo B

Fecha: 22/10/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 704



Marcos 10, 35-45 Se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir». Les preguntó: «¿Qué queréis que haga por vosotros?» Contestaron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo  con que yo me voy a bautizar?» Contestaron: «Lo somos». Jesús les dijo: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado». Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reuniéndolos, les dijo: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos».


Los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan”, y “los grandes los oprimen”. Podría pensarse que eso era antaño, antes de que se hubiera “descubierto” la democracia. Pero ahora no. Una persona, un voto. Derecho a luchar por la posición que uno quiera tener en la vida, derecho a usar las autopistas y los aeropuertos, libertad para gastarse el sueldo del mes como a cada cual le venga en gana, y el poder, siempre representativo, siempre limitado a lo imprescindible. Su misión es sólo evitar que los hombres, que tienen una especie de tendencia innata y misteriosa a entrar en “conflicto de intereses” unos con otros, se maten o interfieran más de lo debido con los intereses de los demás. Pero para que pueda hacer bien esa “sagrada” misión suya, el Estado y sus administradores tienen que tener gozar de un crédito ilimitado, de una confianza y de un poder sin cortapisas. Y ya está: ésa es la mejor sociedad posible, la más civilizada, la que nos ha librado de todas esas prácticas violentas bárbaras y medievales. Es cierto que hay unos pequeños detalles técnicos que aún no están del todo resueltos, porque los seres humanos (o por lo menos algunos seres humanos) se empeñan tercamente en ciertos extraños caprichos: querer conocer la verdad, querer mantener ciertas relaciones y espacios propios que no son accesibles al poder del Estado (tales como la relación con Dios, o los vínculos familiares, o el educar a sus hijos como ellos quieran), y una manía de querer ser felices en serio, y de no conformarse con la felicidad de “todo a cien” que les facilita el mercado.

Pensábamos, o se había tratado de hacernos pensar, que la tiranía sólo existía en las sociedades bárbaras, aún no desarrolladas, que no habían pasado por la Ilustración y no habían descubierto la libertad moderna (esa modalidad tan peculiar de la libertad). El mismo Marx pensaba (y es un pensamiento que hoy produce risa) que cuando los hombres tuvieran suficiente conocimiento y ciencia, las guerras desaparecerían. Pero no. Hay también una barbarie “ilustrada”, y una barbarie tecnológica. De hecho, el canto a la fraternidad de la noche del 4 de agosto en la revolución francesa desembocaba en el jacobinismo y las guillotinas a discreción, y las utopías de los campesinos rusos hábilmente manipulados por personajes sacados de esa profecía que son Los demonios de Dostoievski desembocan en los exilios masivos, las fosas comunes masivas y el Archipiélago GULAG. El poder nunca se va a controlar a sí mismo, o a limitar a sí mismo. Tendría que ser santo para hacerlo. Y el poder ilustrado –liberal o socialista– no sabe qué es eso de la santidad. Incluso cuando se sabía de santidad, y el temor de Dios estaba arraigado en la conciencia de los hombres, el poder y el amor al poder podían con frecuencia más que nada. Desde luego, el poder de los hijos de papá con barniz de una izquierda de invernadero cultivada en una cafetería universitaria, tan  burgués como pijo, no va a pararse en barras como “el estado de derecho”, la fidelidad a la verdad y a la razón, la libertad o la moral. Como escribía Bernanos ya hace muchos años, esos pobres tipos se burlan de la moral, pero viven de la moral de los demás.

No hay escapatoria. No hay más que dos lógicas. No hay más que dos ontologías. La lógica y la ontología del poder, o la lógica y la ontología del don. La ontología del poder, teorizada, intelectualmente articulada y cínicamente  esgrimida ante una sociedad drogada por el consumo, amenaza con arrasar nuestra humanidad más verdadera (o lo que queda de ella). Por muy paradójico que pueda parecer, no se destruye esa lógica recurriendo a su vez a la misma lógica del poder, sólo que más fuerte. Sólo se vence recurriendo a la otra lógica, a la otra ontología. “No sea así entre vosotros”. El corazón del hombre, inevitablemente, está hecho a imagen de Dios. Y “el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida en rescate por muchos”. No, por todos. También por los miserables, y por los tiranos. San Marcos ha traducido bien el sentido de ese semitismo de los “muchos” que tienen los otros evangelistas. “Los muchos” es “la multitud”, es decir, todos. Pero lo importante, lo extremadamente importante en este momento es que la única manera de “vencer” a la inevitable lógica del poder cuando falta Cristo es la lógica (y el testimonio) de la caridad teologal. Para la Iglesia, todo lo que no sea esa victoria es una derrota.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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