Domingo XXX T.O. · Ciclo B
Fecha: 29/10/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 705
Marcos 10, 46-52 Al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí». Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí». Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo». Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama». Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: «Qué quieres que haga por ti?». El ciego le con testó: «Maestro, que pueda ver». Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado». Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
El más humano de los gestos es la súplica. El más humano, o lo que es lo mismo, el más racional. El que más corresponde a la verdad que somos. De la misma manera que la primera experiencia humana, verdaderamente humana, es que la vida me ha sido dada, que la vida es un don. Cuando el yo empieza a despertar a la conciencia del mundo y de sí, el dato más original es que la vida me ha sido dada, que el hecho de vivir no es el fruto de una elección mía, y lo mismo las personas que me rodean, y la sonrisa de aquella mujer que te mira y te abraza y te hace carantoñas para que no llores.
La vida nos ha sido dada, y eso indica, antes que nada, que la vida no es una aventura solitaria. Desde siempre, incluso aunque los padres no me hubieran elegido para traerme a este mundo, aunque mi concepción y mi nacimiento fuesen fruto de un “accidente”, hay alguien que me ha elegido, hay alguien que me ha llamado al ser, que me ha dado la vida y me sostiene en ella, en este mismo momento en que escribo. La estructura de la existencia humana es constitutivamente dramática, ante todo, por esa relación original, primaria, decisiva, que nos constituye. [Luego en ese drama intervienen otras personas: los padres, los hermanos, los amigos, la historia, las propias decisiones de cada uno, pero en el horizonte siempre permanece ese dato originario, al que todas las demás relaciones remiten.] Aun en el caso de que no pudiéramos poner un nombre al Misterio, aun antes de saber si es amable o cruel, si es favorable o si es adverso, ese Misterio nos constituye. Sólo una creación cultural enferma, como la que tenemos, puede negar ese dato fundamental, y tratar de vivir al margen de él. Los resultados del experimento –la inmensa destrucción de lo humano que nos rodea por todas partes– son perfectamente visibles.
Por eso, porque ese dato nos constituye, porque en el horizonte (incluso no pensado, no consciente) de todas nuestras acciones está el Misterio, está el don, la súplica es el acto humano por excelencia. Lo es en cuanto que expresa la verdad más elemental de la existencia humana. “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí”. En esta súplica está toda la experiencia de Dios que tenía Israel. Llamarle “hijo de David” significa confesar a Jesús como Rey. La súplica puede tener esa forma o no tenerla, puede ser un grito o una súplica confiada, un suspiro de angustia o un “tirarse al cuello”, pero en realidad está siempre ahí. Tiene mil formas, tantas como personas, y por lo tanto es siempre única. Siempre vinculada a la historia única que somos. Para muchas personas, hoy, sin conciencia de que Dios nos ama, la súplica puede tener sin más la forma de un llanto, de un desasosiego, de un grito del corazón, que no encuentra ni las palabras para expresarse, ni sabe a quién dirigirse, o que hay alguien a quien dirigirse. La persona puede no ser consiente siquiera de que está suplicando. Pero su anhelo de que las cosas fueran de otro modo, de que brillen entre los hombres la verdad y el amor, es la forma primera en que el corazón de un ser humano se dirige al Misterio.
La liturgia de las horas de la Iglesia, que “representa” (como siempre hace la liturgia, de uno u otro modo) la historia de Dios con nosotros, comienza con un grito, con el grito humano: “¡Dios mío, ven en mi auxilio! ¡Señor, date prisa en socorrerme!” Al final de la liturgia, la oración termina con el “Padre Nuestro”. Entre medias ha sucedido que Dios se ha implicado con nuestra angustia y con nuestra miseria, entre medias ha sucedido la Encarnación del Hijo de Dios, y su pasión y su muerte, y su victoria sobre la muerte (su muerte y nuestra muerte), y el don de su Espíritu Santo, que nos ha hecho hijos de Dios en medio de este mundo dolorido. El grito, el llanto, ya no es el de un hombre abandonado, tirado a la existencia. El Hijo de Dios los ha hecho suyos. Hoy nuestra pasión es parte de su Pasión Bendita.
Nunca más el dolor y el llanto del hombre, del último y del más abandonado de los hombres, son ya ajenos a Dios. Lo sepa el hombre o no lo sepa. En los cielos nuevos y en la tierra nueva, “no habrá llanto, ni luto, ni dolor”. Lo que no todos saben –a veces ni siquiera quienes nos decimos cristianos– es que esos nuevos cielos y esa nueva tierra ya han comenzado en Cristo, y se viven en la Iglesia.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada