Domingo XXXII T.O. · Ciclo B
Fecha: 12/11/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 707
Marcos 12, 38-44 En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos. Éstos recibirán una sentencia más rigurosa». Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a sus discípulos, les dijo: «Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».
Está, por un lado, la moralidad del mundo. Cuando digo moralidad no hago un juicio positivo, como si lo que voy a describir como “moralidad del mundo” fuese “moral”, fuese “bueno”. No. Lo que llamo “moralidad” es un modo de entender la vida, de situarse ante la vida, de orientarse hacia lo que uno considera como el “tesoro” de la vida, como el centro al que aspira el corazón. “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón”, dijo el Señor. Y es cierto. En ese sentido, todos tenemos un centro, un bien al que servimos, al que sirve nuestra vida. A ese bien sometemos otros bienes, que consideramos menores, y para obtener ese bien sacrificamos nuestro tiempo, y muchas cosas.
Somos así, estamos hechos así. Inevitablemente, nuestro corazón tiene un centro. Incluso quienes dicen que la vida no vale nada, que no hay verdad o bien alguno que valga más que la vida, y al que merezca la pena sacrificarla, y que todo es relativo, luego no pueden vivir de una manera consecuente con aquello que dicen. Es imposible. Al final, se vive para algún “dios menor”, para algún ídolo. Se vive para el prestigio social, o para la imagen, o para “hacer carrera”, o para el sexo, o para el dinero, o para consumir. Éstos y otros similares son los ídolos a los que millones de hombres y mujeres “sacrifican” su vida, literalmente, y con frecuencia hacen por esos ídolos muchas más penitencias, sacrificios y se someten a más disciplinas que los más rigurosos monjes de la antigüedad. No hay alternativa. Siempre se vive para algo o para alguien, y aquello para lo que se vive determina nuestra moralidad.
Dicho esto, resulta que hay (al menos) dos modos de medir la vida moral, a la luz del pasaje evangélico de este domingo. Uno es el del mundo. Sólo mide las apariencias, sólo mide los resultados. Quien da un donativo grande es generoso. Quien da un donativo pequeño es tacaño, mezquino. Al que da un donativo grande se le trata con mucha reverencia, y se le hacen toda clase de pleitesías. A quien da un donativo pequeño se le menosprecia, o ni se le presta siquiera atención. Esto quiere decir que el mundo mide los resultados, la “rentabilidad”. Y no sólo en términos económicos. A veces los términos son mucho más refinados: cualidades, “utilidad” de las personas, etc.
Dos rasgos estrechamente relacionados entre sí caracterizan esa falsa moralidad: se mide, se juzga a las personas por los “resultados”, por las “ventas”, por la “productividad”, como en las empresas; para nada se tienen en cuenta las circunstancias humanas, familiares, ni tampoco la intención. Con tal de que se “venda”, da lo mismo dónde esté el corazón. Eso da lugar a una moralidad farisea, engañosa. El bien no es bien, sino interés disfrazado. “Cumplimiento”, igual a “cumplo-y-miento”. El segundo rasgo es que la persona es, en esa manera de medir del mundo, siempre instrumento de “otra cosa”. Las personas “se usan”, “sirven para” otras cosas, aunque esas cosas sean unas buenas obras. Eso es la negación misma de una moralidad que corresponda a la exigencia de verdad del corazón humano, porque, si bien es posible que todos actuemos así no pocas veces, lo cierto es que nadie quiere ser “objeto” de un trato así, nadie desea ser tratado de ese modo.
La figura de la viuda del evangelio de hoy es conmovedora, precisamente porque hace saltar toda esa manera de ver el mundo por los aires. El elogio de Jesús a esta pobre mujer pone aire fresco en las relaciones con Dios, y en las relaciones humanas. En primer lugar, porque pone la grandeza de la vida no en “los resultados”, no en las obras, sino en el corazón. La moralidad no es algo que va de fuera adentro (“sepulcros blanqueados”), sino de dentro afuera (“un árbol bueno da frutos buenos”). Dios no mira las apariencias, sino el corazón. Y eso cambia todo. Y abre para la vida de todos y cada uno de los hombres una esperanza que el mundo ha cerrado, cuando sólo mira las apariencias y los logros. Una esperanza cuyo poder y cuya libertad el mundo ignora.
"El profundo estupor ante la dignidad de la persona humana se llama evangelio. Se llama también cristianismo”. Es una frase decisiva del magisterio de Juan Pablo II, en aquella preciosa primera encíclica suya que se llamaba Redemptor hominis, del año 1979. En el Evangelio, en el Cristianismo, la dignidad de la persona no se deriva de su estatus social, de sus cualidades o de sus “logros” visibles, sino de que a la luz de Cristo toda persona “es amada”, y amada infinitamente, “por sí misma”. Eso es lo primero. El punto de partida. Luego, Dios lee el corazón y las entrañas. Las apariencias no le engañan. Y las categorías con las que mide la grandeza, la plenitud de una vida, son otras que las del mundo. Por eso la oración del publicano fue agradable a Dios, y la del fariseo no. Por eso la ofrenda de la viuda valía a los ojos de Dios más que la de aquellos otros ricos que daban más que ella.
En nombre de todos los pobres seres humanos, porque todos lo somos a la postre, ¡gracias, Señor!
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada