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Él está cerca, a la puerta

Domingo XXXIII T.O. · Ciclo B

Fecha: 19/11/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 708



Marcos 13, 24-32 Dijo Jesús a sus discípulos: «En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte. Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre».


Para los primeros cristianos, educados en el judaísmo, el encuentro con Jesucristo supuso muchas cosas para las que no estaban culturalmente preparados. Por supuesto, la más fuerte de todas era esa “autoridad” de Jesús, esa “pretensión” que afloraba casi en todas sus palabras y en todos sus gestos. Claro que Él nunca dijo “Yo soy Dios”, o algo parecido. Si hubiera dicho algo así, su ministerio hubiese acabado inmediatamente. No lo decía así, pero algo semejante se percibía constantemente. Perdonaba pecados, justificaba con la conducta de Dios (el Padre de la parábola del hijo pródigo, por ejemplo), su actitud ante “publicanos y pecadores”, se atrevía a “corregir” la Ley del Sinaí (“se dijo a los antiguos... pero yo os digo...”), insinuaba que Él estaba por encima del sábado y del templo. Era muy fuerte. Por eso le condenaron a muerte, como dicen los judíos a Pilatos en el evangelio de  San Juan: “Nosotros tenemos una Ley, y según esa ley debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios”. Los evangelios sinópticos no emplean este mismo lenguaje, pero todos suponen que Jesús fue condenado a muerte por “blasfemia”.

Otra de las cosas para la que no estaban preparados era la idea de que se pudiese desligar la resurrección de los muertos del final de la historia. Toda la tradición religiosa que afirmaba la resurrección en el judaísmo la vinculaba con el juicio final, con la consumación de todo. Por ello, el encuentro con Jesús resucitado revolucionó sus mentes: si Jesús había resucitado era que el fin de todo estaba a las puertas. Así lo expresa todavía un pasaje del Libro de los Hechos, cuando dice que los Apóstoles “enseñaban al pueblo y proclamaban en Jesús la resurrección de los muertos” (Hch 4, 2).

No creo que podamos imaginarnos realmente el desconcierto que la resurrección de Jesús supuso para los discípulos (y para un no discípulo como Saulo). Porque además, la cosa no era simplemente como que alguien que había muerto regresaba por un tiempo a la vida para morir más tarde igual que todos los hombres (como le paso a Lázaro, o al hijo de la viuda de Naín). No, aquello era otra cosa. Jesús había vencido a la muerte. La había trascendido, había introducido a la “carne” que había asumido, a su cuerpo herido y muerto, en la vida inmortal de Dios, en el espacio sin espacio y sin límites de lo divino. Años después, un pagano como el Gobernador Festo, destinado a Palestina, le describe a Agripa y a su mujer Berenice el conflicto que Pablo tiene con los judíos como una disputa “acerca de un tal Jesús, ya muerto, del cual Pablo afirma que esta vivo”. Esa afirmación resume preciosamente la fe cristiana. Pero que el fin del mundo no hubiese sido algo inmediato tras la resurrección de Jesús era un desconcierto total para personas formadas en el judaísmo.

Las huellas de ese desconcierto son bien visibles en la transmisión de las palabras de Jesús en los Evangelios. Dichos que tenían que ver con la caducidad de la historia judía, o del templo, o de la historia en general, eran referidos al fin del mundo; y dichos sobre el fin del mundo –del que Jesús habló sin duda–, podían ser puestos en un contexto en el que parecía que ese fin se tocaba con las manos.

La verdad es que se toca con las manos siempre. Lo toca cada generación, y lo toca cada persona, porque la vida personal implica ser un poco “el centro” del mundo, en el sentido de que cada persona se juega todo en su propia vida. Por eso, en las palabras del Señor o de los Apóstoles sobre “los acontecimientos del fin”, como en la lectura del Apocalipsis, es una gran distracción perderse en los detalles de los signos, de la forma. Y sin embargo, esa forma expresa siempre muchas cosas profundamente verdaderas: que el Señor es Señor de la historia, y vencedor siempre, y vencedor al final, a pesar de todas las apariencias y de las catástrofes que llenan la historia. O que hay que estar vigilantes, porque el Señor llega “a la hora que menos pienses”.

En el evangelio de hoy hay dos de esas verdades, rotundas y bellas, luminosas como un amanecer. La primera: “Él está cerca, a la puerta”.  Él siempre está cerca, siempre está aguardando. Siempre está llamando, porque el amor “lo espera todo”. La segunda: “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Que es como decir: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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