Natividad del Señor · Medianoche
Fecha: 21/12/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 713-714
Juan 1, 1-18 Salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero. Éste fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad. También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para inscribirse con su esposa María, que estaba encinta. Y mientras estaba allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada. En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: «No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor».
La adoración pertenece al lenguaje del amor. No sólo en el lenguaje del romanticismo. La adoración tiene que ver con el culto, y con la religión, y por lo tanto, con el amor. Todo lenguaje de amor verdadero es lenguaje de culto, esto es, de pertenencia del corazón, de pertenencia de la vida. Pertenecemos a aquello que amamos. “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón”, decía el Señor. Cuando en El Señor de los Anillos, una y otra vez, Gollum repite “¡Mi Tesoro!”, diciéndoselo al anillo de poder, está adorando, está diciendo quién es su dios, a qué da su vida. Y como ese anillo no es más que un engaño de Sauron, el tesoro, que prolonga la vida de Gollum, lo humilla cada vez más, le hace cada vez más miserable y desgraciado. Gollum ama a su anillo, lo adora, le da culto. Cuando se adora, cuando se ama, cuando se da la vida a aquello que no la vale, pasa eso. Los ídolos, los dioses falsos, prometen mucho y no dan nada. Siempre humillan.
Y todo lenguaje de culto verdadero es lenguaje de amor. La adoración está siempre presente en el lenguaje del amor. Cuando una madre le dice a su hijo “vida mía”, o “cielo”, o cuando se dicen eso mismo dos enamorados, están aproximándose al misterio que es su misma vida, y por ello, al misterio del que son imagen, están aproximándose a Dios, y percibiendo que su plenitud y la plenitud de sus vidas tiene que ver con Dios. Están, quizás sin darse cuenta, vinculando su humanidad con Dios, que es lo racional y lo normal en cualquier cultura no distorsionada por las ideologías del poder, del cálculo y del consumo. Están acercándose a la Verdad que nos crea y nos salva y, a la luz de ella, a la verdad que somos.
La adoración es, por ello, por los dos motivos, porque está vinculada a la experiencia humana del amor, y porque está vinculada a la religión, una experiencia profundamente humana. El culto a Dios tiene que ver con el amor. Y no tanto con el que nosotros le podemos ofrecer a Dios, cuanto con el amor que Dios nos ofrece a nosotros. O tal vez es al revés, que el amor humano, en todas sus formas verdaderas, tiene que ver con la religión, es una metáfora de la religión. En realidad, la relación va en las dos direcciones. No es posible entender la religión si no es desde la experiencia humana del amor, y no es posible entender la experiencia humana del amor sin la religión. Más exactamente, sin la Encarnación del Verbo. Sin la Navidad. En ella se nos revela Dios como Amor, que salva la distancia infinita entre Dios y nosotros, que se abraza y se une a nuestra humanidad en la más grande y gozosa y alegre de las bodas que haya habido jamás. Y es a la luz de ese amor que ha amanecido en Belén, y que luego hemos conocido en la Pasión y en la Cruz, y que sigue vivo en la Iglesia, como perdón de los pecados, y como Pan de Vida, y como paciencia y fidelidad sin límites, “todos los días, hasta el fin del mundo”, como se ilumina el valor verdadero de todo amor humano. La Navidad nos dice en qué consiste el amor, nos da la medida del amor, de todo amor verdadero. Y por tanto nos muestra en qué consiste la vida. Y es que, si el Hijo de Dios no hubiera nacido, tal vez nada tendría sentido, todo podría de ser absurdo.
Lo que celebramos los cristianos no son “estas fiestas”. Lo que celebramos es que Dios es Dios, y se ha revelado como Dios en Belén. Como el más poderoso, como el más grande. Como Dios verdadero. ¡Porque nos ama, porque se nos da, a ti y a mí, como somos! ¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama! Adorar al Niño Dios, con los labios y sobre todo con el corazón y con la mente, es sin duda el gesto más humano, más racional que hacemos en todo el año. Y también el más cargado de consecuencias para la paz y la vida del mundo.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada