Domingo II del T.O. · Ciclo C
Fecha: 14/01/2007. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 716
Juan 2, 1-11 Había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino y la madre de Jesús le dijo: «No les queda vino». Jesús le contestó: «Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora». Su madre dijo a los sirvientes: «Haced lo que él diga». Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo: «Llenad las tinajas de agua». Y las llenaron hasta arriba. Entonces les mandó: «Sacad ahora, y llevádselo al mayordomo». Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos el peor; tú en cambio has guardado el vino bueno hasta ahora». Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él. Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus discípulos, pero no se quedaron allí muchos días.
La única tristeza en la vida sería que faltara Cristo. No en el sentido de que no estuviera, o de que nos abandonara. Porque eso, sencillamente, no es posible. ¿Cómo no va a estar, si “todo tiene en Él su consistencia”, si Él es la consistencia y la verdad de todas las cosas, el motivo y la razón de ser de la creación? Y ¿cómo va a abandonarnos, si Dios no retira su palabra, si su misericordia permanece para siempre?
Hay otra posibilidad de entender la frase “que faltara Cristo”: como si uno pudiera descubrir a lo largo del camino que Cristo no era, después de todo, lo que había aprendido en el Catecismo, lo que había enseñado la Iglesia. Como si la fe “hubiera fallado”. Como si, a veces tras años una generosidad muy grande, tras haber dado en ocasiones lo mejor de la propia vida al Señor y a su Iglesia, luego hubiera habido el atroz descubrimiento, la frustración sin límites de que aquella realidad humana a la que uno daba su vida era, o parecía ser, sólo un amasijo de intereses humanos, tal vez de mezquindades y miserias. Desde luego, esa tristeza ha de ser inmensa. Uno entiende hasta el resentimiento que puede surgir en el corazón de quien ha vivido algo así. Porque el resentimiento nace siempre de haberse sentido engañado, “utilizado”. El Concilio mismo decía que el ateísmo tiene, probablemente como causa decisiva, el que los cristianos hemos velado, más que revelar, el rostro de Cristo. En el lenguaje cristiano, eso se llama “escándalo”. Seguramente, en nuestro entorno hay ejemplos vivos de personas que han sufrido ese escándalo. El resultado de una experiencia cristiana mal hecha, deforme o deteriorada es, siempre, un ulterior deterioro de la fe. La separación radical entre Jesús y Cristo, entre Jesús y la Iglesia, aparte de otros aspectos culturales (que provienen tal vez en ultimo término del mismo escándalo), sirve también para justificar la permanencia del escándalo, de evitar la necesidad de la conversión, de descargarse de la responsabilidad (y de la belleza, y del gozo) de ser el cuerpo de Cristo. El asunto termina siempre sustituyendo, unos y otros, la racionalidad cristiana, la manera cristiana de ver las cosas, con los criterios del mundo. ¡Pobres!
Dios mío, no se responde a una cuestión así en una página. Tal vez no se responde ni en mil páginas. Tal vez sólo se puede responder con la oración y con la vida, pidiéndole al Señor la gracia de poder ser, con sencillez y verdad, con la libertad gloriosa y humilde del cuerpo de Cristo, aunque sea el cuerpo doliente de Cristo, o el cuerpo herido de la Pasión. Porque ese tipo de circunstancias, como todas (pero ésas de forma privilegiada), son una gracia de Dios, una ocasión de purificar la fe. O tal vez de recuperarla.
El “primer signo” que hizo Jesús fue multiplicar la alegría. La alegría se había acabado en aquella boda. Era un pequeño gran desastre. Se sabe que las familias palestinas guardaban durante años el vino que habían de reservar para la boda de los hijos. Aquella boda iba a acabar en llantos, en reproches entre las familias del novio y de la novia, en discusiones entre los recién casados... Pero Cristo estaba allí (y la Virgen, que fue quien lo enredó todo para bien de los novios), y la alegría desbordó, sencillamente, con el desbordar del vino.
La única tristeza en la vida es que falte Cristo. Claro, eso sólo puede saberlo quien conoce a Cristo. Si no, la vida está llena de tristezas. Y en un mundo donde la felicidad “se vende” con todo lo que se vende, como siempre falta “algo” que no se ha podido comprar, pues la tristeza es el alimento cotidiano de millones de personas engañadas por los reclamos publicitarios. Si uno se cree el mensaje, no puede ser feliz nunca, porque siempre falta algo. Al final, siempre falta la salud, por ejemplo, o siempre falta un amor como aquél para el que estamos hechos.
Donde está Cristo hay alegría. Y una alegría que no falta, aunque se acaben muchas otras cosas, incluso todas las demás cosas. Donde está Cristo hay libertad, y el gusto de vivir, y la gratitud por la vida. Aunque faltara todo. Y donde no está Cristo, aunque se tenga todo, no hay nada. Agua entre las manos. Viento.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada