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Hoy se cumple esta escritura

· Domingo III del T.O. · Ciclo C

Fecha: 21/01/2007. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 717



Lucas 1, 1-4; 4, 14-21 Ilustre Teófilo: Muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han verificado entre nosotros, siguiendo las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la Palabra. Yo también, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he resuelto escribírtelos por su orden, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido. En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea, con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan. Fue Jesús a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el Libro del Profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor».


El Cristianismo, a pesar de reducciones que han abundado siempre, pero sobre todo en la modernidad, no es una “religión del libro”. En cierto sentido, si se entiende “religión” desde las categorías modernas, por ejemplo, como construcción humana al tratar de los “agujeros” provisionales de la ciencia, o como expresión del “sentimiento religioso”, es discutible incluso que el Cristianismo sea una religión. El Cristianismo es un acontecimiento que irrumpe en la historia, es Dios implicándose, por amor, en la historia de su criatura, educando a un pueblo, y luego, consumando su amor “mayor que el cual nada puede pensarse” mediante una “alianza nueva y eterna”, en la Encarnación del Hijo. Es Dios uniéndose a su criatura de un modo que nunca ésta hubiera imaginado ni hubiera podido imaginar. Por mucha nostalgia de infinito que haya en ese pequeño abismo que es el corazón humano, el acontecimiento de Cristo es como la obra de arte, o como el amor verdadero: sucede imprevisiblemente, y cuando sucede nos llena de estupor, pero no es deducible de lo que había antes de que sucediera, incluso si lo que había antes es necesario para que comprender lo que ha sucedido. El acontecimiento de Cristo es imposible de deducir de la cultura judía o helenística. Y su verdad no se percibe, y no se verifica, sino (también como en el amor, también como en la obra de arte) por sus efectos, por sus frutos en la vida, por cómo la transforma, por la alegría que genera. Podemos conocer la verdad del acontecimiento de Cristo, no en virtud de ciertos cálculos abstractos, sino porque cumple la vida y, al cumplirla, satisface las exigencias de la razón, porque sólo Dios puede cumplirla. Nada de esto corresponde a lo que la modernidad ha dado en llamar “religión”.
 
Pero en todo caso, el Cristianismo no es “una religión del libro”, sino de la experiencia. Al escuchar se une el ver, y hasta el tocar. “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos, acerca de la palabra de Vida, pues la Vida se ha manifestado…” (1 Jn 1, 2). Al mensaje se une el encuentro que cambia la vida, el amor que llega y lo revuelve todo. Cuando esta dimensión esencial falta, el Cristianismo deja de ser él mismo, y se convierte en ideología (de un tipo o de otro, de “derechas” o de “izquierdas”). Y las ideologías, ya se sabe, sean del signo que sean, no salvan, no “cumplen” ninguna promesa, no sostienen la vida y la alegría, sólo utilizan al hombre.

El libro, por supuesto, “la Escritura”, es muy importante. Es el testimonio de la historia de amor de Dios con su pueblo (en el Antiguo Testamento), y es el testimonio del acontecimiento de Cristo por quienes lo vivieron primero. Ese testimonio nunca puede dejarse a un lado, nunca se podrá prescindir de él. Por eso ese libro es precioso, sagrado, objeto de amor y de veneración. El sacerdote lo besa en la liturgia. Pero la revelación y la gracia no son el libro: es Cristo amor que vive en la Iglesia. Y es la vida divina que Cristo nos da.

Sí, el Cristianismo no es “un mensaje”, ni una “palabra”. La Iglesia no es sólo portadora de un mensaje, sino de una vida. La vida de Dios que nos es dada como don. Dios mismo que se une a nosotros en Cristo, que nos da su Espíritu Santo: eso es lo que la Iglesia transmite, ofrece, entrega, entregándose Ella misma, porque es en Ella donde Cristo vive, y porque sólo así es como Ella puede entregar lo que ha recibido, lo que tiene, su experiencia. La experiencia de ser “hijos en el Hijo”, y de la libertad gloriosa de serlo, y de poder amar la vida.

Jesús dijo aquél día: “hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”. Y cada vez que el Evangelio se proclama en la Iglesia, y cada vez que se hace memoria del don de Cristo en la Última Cena y en la Cruz, y ese don se renueva en la Eucaristía, y cada vez que un cristiano se da, gratis, por el perdón de los pecados y por la vida del mundo, aunque sea en el gesto más pequeño, ese “hoy” de la gracia y de la salvación es hoy, nuestro hoy. Y las promesas se cumplen, y Cristo viene a ti, a mí, a nosotros. Y en ese instante el mundo es creado de nuevo.


† Javier Martínez
 Arzobispo de Granada

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