Domingo IV del T.O. · Ciclo C
Fecha: 28/01/2007. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 718
Lucas 4, 21-30 Comenzó Jesús a decir en la sinagoga: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.» Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. Y decían: «No es éste el hijo de José?» Y Jesús les dijo: «Sin duda me recitaréis aquel refrán: "Médico, cúrate a ti mismo": haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafamaún». Y añadió: «Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del Profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue cundo más que Naamán, el sirio». Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.
Había muchas viudas, y fue elegida una. Había muchos leprosos, y fue curado uno. La categoría de “elección” traspasa la experiencia de Israel: “No porque seas el más grande de todos los pueblos te eligió el Señor tu Dios... sino porque el Señor tu Dios te amó” (Dt 7, 7-8). Y esa misma categoría traspasa la experiencia cristiana: “soy cristiano por la gracia de Dios”, decía la respuesta a la primera pregunta de los antiguos catecismos. “Por la gracia de Dios”, es decir, por su amor, que me ha sido dado gratis, que me ha elegido. Amor y elección van de la mano. No existen el uno sin el otro.
Y aquí surge una pregunta: ¿Por qué no ha elegido a mi hermano, o a mi vecino, que tiene más cualidades que yo, que es mejor que yo, y hasta tiene mejor corazón y, sin embargo, no es creyente, no tiene ese don que es la fe? No hay una respuesta a esta pregunta que satisfaga a una cierta modalidad de la razón, la modalidad de la razón que sólo conoce el igualitarismo del cálculo, de las series numéricas, en las que todos los números de la serie han de valer lo mismo. Un hombre, un voto. Y un NIF, por supuesto. Un número, eso es todo. Y qué es la verdad, y qué es el bien, y qué es la belleza, se decide también a mano alzada. No importa quién lo proponga ni las razones que haya para fiarse de quien lo propone (o de las que haya para no fiarse). Sólo cuenta la lógica de los números. Una lógica que ya el poder se encargará de manipular para que esos números sean siempre favorables a sus intereses.
No digo que no haya una respuesta razonable a esa pregunta, que sí que la hay. Para quien ha encontrado de verdad a Jesucristo, ser cristiano es una gracia tan inmensa, que la vida entera se llena de gratitud y de confianza. Y a través de esa experiencia de gracia, de esa historia siempre concreta que Dios ha hecho con uno, como lo que en ella se desvela es un amor infinito, siempre infinitamente más grande que cualquier cosa que haya podido aportar el hombre a esa historia, surgen dos cosas, que son ambas factores esenciales de la experiencia cristiana. Por una parte, el deseo ardiente de que quien no ha tenido esa experiencia pueda tenerla, y se multipliquen así en el mundo la gratitud, la alegría y la libertad verdadera. (Y hay que recordar que es esencial tenerla como gracia, y que no sea obtenida como fruto de la manipulación, o de la presión, o de otra forma que suponga violencia a la inteligencia, o a la voluntad y a su libre albedrío; porque si hay algo de esto, la experiencia ya no es de Dios, ya es de otra cosa...). Y por otra parte, precisamente porque la experiencia de misericordia y de amor que se tiene en la elección es la de una misericordia y un amor infinitos, la serena certeza de que a nadie, absolutamente a nadie, le va a faltar ese amor y la posibilidad de encontrarlo, antes o después. Pues de otro modo, Dios no sería Dios. No sería el Dios verdadero, el que nos ha revelado su Hijo Jesucristo. No sería el Dios que pagó a los de la última hora lo mismo que a los de la primera.
No digo, pues, que no haya respuesta razonable a la pregunta de “¿Por qué a mí?” Sí que la hay, si la razón se entiende como lo que es, como apertura y obediencia a lo real, apertura al misterio. Pero es verdad que la categoría de elección choca profundamente con la pobre idea de racionalidad que domina en nuestra pobre cultura mo-derna y postmoderna. Lo que digo es que no hay respuesta, efectivamente, para esa modalidad de la razón que es la razón calculadora, abstracta, e igualitaria. “Igualitaria” sólo aparentemente, sólo en virtud de esa abstracción, sólo en virtud de que esa reducción de todo a unidades numéricas favorece la ilusión (y a veces, también el ejercicio) de un poder y de un dominio que se pretenden absolutos. Dicho sea de paso, esa racionalidad (que, como es obvio, predomina en la economía y en la política, y luego se convierte en modelo de racionalidad, y luego se empieza a aplicar a todo), deja fuera de su horizonte, como “no racional” todo lo que es concreto y humano en nuestra vida. Deja fuera, sobre todo, nuestras relaciones, “algunas” relaciones (porque uno sólo conoce lo humano a través de “algunas” relaciones concretas), que son lo más determinante para lo que somos, para cómo nos entendemos a nosotros mismos, y para lo que hacemos. Por ejemplo, nadie se referiría a su madre o a su hijo, o a su esposa o a su marido, como el ciudadano o la ciudadana NIF nº tal o cual. Al menos, nadie todavía en nuestro mundo, fuera de ciertas obras de ficción, que tal vez no están tan lejos del ideal del poder como pudiera parecer a simple vista. Pero nadie en su sano juicio diría que un mundo así sería un dechado de racionalidad o de inteligencia.
La verdad es que aquí se pone de manifiesto una de las paradojas más hondas de la sociedad contemporánea. Somos educados, como corresponde a hombres modernos, sobre la idea (falsa, por cierto) de que el único absoluto que existe se llama libertad. La libertad, entendida además como falta de vínculos estables con nada y con nadie real, es lo que ocupa el lugar de Dios para el hombre contemporáneo. Es el punto de partida, y de llegada. No tiene relación alguna con la verdad, el bien o la belleza. Es absoluta e incondicional. Es infinita, no tiene fundamento ni meta, y consiste sobre todo en la capacidad indefinida de elegir (de lo que está permitido elegir, que cada vez es más sólo bienes de consumo), sin ningún límite, sin siquiera el límite de lo real. Quien ve su capacidad de elegir y su libertad como el rasgo determinante de su humanidad, no puede sino usar todo y a todos en función de sus intereses. Todo y todos han de servir a esos intereses. Toda relación es manipulación. Algún pensador contemporáneo considera que ésa es la tragedia moral del hombre de hoy: pasar constantemente en todas sus relaciones de la condición de manipulador a la de ser manipulado, sin alternativa.
Ahí está la raíz del miedo a la categoría de elección. Nadie quiere ser elegido, de puro temor a que ser elegido signifique ser usado, ser manipulado, ser objeto de los intereses de otro. No ser elegido, sin embargo, es también no ser amado. No se quiere ser elegido para ser libre. Pero luego esa libertad sólo puede usarse para destruir, y también da vértigo. Y los hombres mueren huyendo a la vez de la manipulación y de la libertad. Mueren de desamor. Sólo Cristo, sólo la comunión de la Iglesia fielmente vivida, nos descubre y nos hace posible una alternativa a ese círculo infernal.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada