Domingo V del T.O. · Ciclo C
Fecha: 04/02/2007. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 719
Lucas 5, 1-11 La gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago Genesaret; y vio dos barcas que estaban junto a la orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro y echad las redes para pescar». Simón contestó: «Maestro, nos hemos pasado toda la noche bregando y no hemos pescado nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande, que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían pescado; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón: «No temas: desde ahora, serás pescador de hombres». Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.
¡ Cuántas veces tenemos esta experiencia, todos! Bregar y bregar, por evitar aquel defecto, por evitar aquella conversación que pone en peligro una vez más la paz en la familia, por conseguir vivir de ese modo que nos fue dado una vez, cuya belleza pudimos descubrir en un momento de gracia, pero que años de esfuerzo luego no son capaces de repetir! ¡Toda la noche bregando, y sin nada en las redes! Toda la vida bregando, queriendo resolver nuestra vida solos, salir solos de nuestros problemas, llenar solos nuestras redes y nuestros corazones, y nada. Y no es que seamos inexpertos: hemos aplicado todos los recursos: un poco de psicología popular, otro poco de racionalización y dosificación del esfuerzo, y muchos, muchos codos... Muchos propósitos, mucha voluntad, mucha energía... Y nada. O poco, que es lo mismo que nada, porque el corazón lo quiere todo. Quiere la plenitud. Quiere la libertad. Y sobre todo, esa libertad con respecto a uno mismo, a las imágenes que uno tiene de uno mismo, de su vida, de su plenitud. Y a los cálculos que, inevitablemente, uno hace sobre sí mismo, para darse a sí mismo, o para conquistar, esa plenitud.
“Odiarse a sí mismo es más fácil de lo que parece. Lo difícil es olvidarse. Pero si todo el orgullo estuviera muerto en nosotros, la gracia de las gracias sería amarse humildemente a sí mismo, como a cualquier otro miembro doliente del cuerpo de Cristo”. Así escribía un día el cura de la novela de Georges Bernanos, El diario de un cura rural. Durante años, no entendía yo en esa frase por qué el gran pensador cristiano mencionaba el orgullo. Aunque el problema humano de nuestro tiempo –o una de sus claves más hondas– está perfectamente identificado y descrito, me parecía que convertirlo en una cuestión de orgullo ponía el acento, de nuevo, en el esfuerzo humano: “¡hay que acabar con el orgullo!” En definitiva, seguir bregando. Y ahora, con una cosa más, con el orgullo. No entendía yo por entonces que el orgullo, además de ser un vicio, estrechamente vinculado a la soberbia, o a la vanagloria, es en cierto modo como la condición antropológica fundamental del hombre contemporáneo, tal y como somos educados en nuestra cultura, la manera de comprendernos a nosotros mismos y desde la que comprendemos el mundo, los demás, Dios, todo.
En un contexto así, la plenitud, el florecimiento humano de las personas, o es concebido como algo que se hace a base de voluntad y de codos, de esfuerzo, o es concebido como un “derecho”: el derecho a ser feliz, a que la vida corresponda a lo que yo quiero, convertido ese querer en medida última y criterio del universo. La herencia del hombre educado así sólo puede ser la frustración, y luego el escepticismo, y el odio a sí mismo, la violencia, contra sí mismo y contra la realidad entera.
El Evangelio de hoy nos recuerda, como el de las bodas de Caná, como el de la multiplicación de los panes, que la plenitud humana es otra cosa, que es el fruto de una presencia, y muy concretamente, de la presencia de Cristo. Ni la salvación ni la santidad –que es lo mismo que decir la plenitud humana, la humanidad verdadera, la alegría– son obra nuestra, fruto de nuestros cálculos, nuestra astucia o nuestros esfuerzos. Esa plenitud es siempre una gracia, como lo es siempre todo amor verdadero, o como lo es la lluvia, o la salida del sol cada mañana. “¿Quién de vosotros –decía el Señor–, por más que se preocupe, puede añadir un codo a su propia estatura?” Amarse a sí mismo en su pequeñez, “como a cualquier otro miembro doliente del cuerpo de Cristo”, y abrazar la propia historia, porque es la que el Señor ha hecho con uno, y porque es la historia de una misericordia infinita; y amar a los otros, sin duda también pequeños, o mejor, pequeños y grandes a la vez, también ellos miembros de Cristo, miembros de mi propio cuerpo; y amar la vida porque es el lugar donde Cristo está, y me ha sido dado conocerle, y así, comprender que “todo es gracia”, y ver todas las cosas a la luz de su amor... Eso es la libertad. Y el secreto de la alegría. Y las dos barcas llenas de peces. Hay algo que no quiero dejar de decir. Lo decían siempre los Padres de la Iglesia, al hablar de este pasaje. Los pescadores pescan los peces para la muerte. Los arrancan del mar, que es su medio de vida. Cristo, en cambio, y los verdaderos apóstoles de Cristo, nos rescatan de la muerte. De ese abismo del odio a uno mismo y a la realidad. Nos “pescan” para la vida. Para el don de Cristo. Y por ello, para la libertad, para la alegría.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada