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Las tentaciones de Jesús

Domingo I de Cuaresma · Ciclo C

Fecha: 25/02/2007. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 722



Lucas 4, 1-13 Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo. Todo aquel tiempo tuvo sin comer, y al final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: «Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan». Jesús le contestó: «Está escrito: "No sólo de pan vive el hombre"». Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en el instante todos los reinos del mundo, y le dijo: «Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo». Jesús le contestó: «Está escrito: "Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto"». Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: "Encargará a los ángeles que cuiden de ti", y también: "Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras"». Jesús le contestó: «Está mandado: "No tentarás al Señor tu Dios"». Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión.



Hay un paralelismo entre el relato de las tentaciones de Jesús y del libro del Génesis, cuando Adán y Eva fueron engañados y cayeron en el Jardín. El paralelismo, si se mira con atención, llega a muchos detalles, porque, aunque las tentaciones de Jesús parezcan muy distintas de las nuestras, también aquí se trata de “ser como Dios”, y de quién es Dios, y de a quién hay que adorar y darle la vida. El paralelo está, sobre todo, en que este episodio es el reverso de aquél. Nunca, desde entonces, había sucedido esto. No el hecho de la tentación, que eso sí que había sucedido siempre, a todos los hijos de Adán. Tentar es el oficio permanente del diablo. Su único trabajo es ése, “dividirnos” (como corresponde a la etimología de su nombre, dia-bolos, “el que siembra discordia”, “el que separa, divide”). Dividirnos, separarnos de Dios, y así también de los demás. Y dividirnos dentro de nosotros mismos, romper la unidad originaria de nuestro ser, fruto del amor en que hemos sido creados.

Lo que no había sucedido nunca es que un hombre no fuera vencido. Si no era de una forma era de otra. Si no era con la vanidad era con la ira, o con la lujuria, o la soberbia. Pero al final, el hombre caía siempre. En cambio, aquí no. Aquí, en este combate, el humillado había sido Satán. Y aquí empezaba una historia nueva, una nueva creación, resplandeciente y siempre joven, en medio de esta creación envejecida y dolorida. “Nadie puede entrar en casa del fuerte y saquear su ajuar, si no ata primero al fuerte; entonces podrá saquear su casa” (Mc 3, 27). El fuerte es Satán. Nadie lo había saqueado nunca. Era él quien robaba a todos, quien saqueaba a todos. Pero esta vez no. Esta vez, este Jesús le había revolcado. Pero volvería. No se daría por vencido. Quien lee ese precioso relato que es el de las tentaciones de Jesús –el exegeta francés J. Dupont argumenta con mucho detalle cómo un relato así sólo podía provenir de Jesús–, se da cuenta de que esas tentaciones no describen un momento, no sucedieron sólo en el ayuno del desierto. Fueron las tentaciones que acompañaron a Jesús a lo largo de su ministerio, desde el comienzo hasta la pasión. Su instrumento eran los fariseos, que le pedían signos; el pueblo, que “quería hacerle rey”; el mismo Pedro, que trató de apartarle de la pasión y fue llamado “Satanás” por el mismo Jesús. Sí, el enemigo no dejó a Jesús en paz, hasta que consiguió acabar con Él. O se creyó que acababa. Porque en la muerte de Jesús, la que murió fue la muerte. Y en la derrota que suponía la cruz, los papeles eran al revés de lo que parecía: el victorioso (Satán) era el derrotado, y el derrotado, el condenado a muerte, era el que en realidad vencía.

La cuaresma es, ante todo, un tiempo de ejercitación. También lo es de penitencia, pero hay que tener mucho cuidado con la penitencia, porque la penitencia cristiana no tiene nada que ver con la penitencia estoica, en la que el hombre se duele de su mal sólo consigo mismo, y se castiga por no haber sido perfecto, y se lacera a sí mismo por no ser perfecto (añadiendo un pecado de orgullo a los otros pecados que haya hecho), y decide, y ”opta”, por un esfuerzo nuevo, más decidido y más enérgico. Un esfuerzo hecho a base de fuerza de voluntad, hecho también por el hombre solo, sin otro empeño que lograr solo su propia perfección. Esta penitencia es la de los paganos. Y su destino es la frustración, y el escepticismo. En la religiosidad pagana, la religión casi sólo consiste en esto, o al menos, eso es un elemento fundamental. La penitencia cristiana es otra cosa, muy distinta. Es encontrarse, como Pedro, con la mirada misericordiosa del Señor. “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que Te amo”. El dolor de ese encuentro puede ser muy intenso, pero es siempre un dolor que cura, no un dolor que destruye.

La cuaresma consiste sobre todo en una ejercitación. Una ejercitación: la vida nueva que Cristo nos ha dado. Esa vida consiste en la fe, la esperanza y el amor, esas tres nuevas formas de relacionarse con Dios y con lo real inauguradas por Cristo, y fruto de la presencia del Espíritu Santo en nosotros. En cuanto a la oración, la limosna, el ayuno, no son más que tres “ejercicios”, tres “prácticas” que nos permiten aprender a expresar que la vida no es nuestra, que es de Cristo. “Que no vivimos ya para nosotros mismos, sino para Aquél que por nosotros murió y resucitó”. La cuaresma es “entrenarse” a vivir con Cristo, de Cristo, para Cristo. En ese combate, el decisivo de nuestra vida, nunca estamos solos. Porque jamás, combatiendo solos, podríamos añadir un solo dedo a nuestra talla. El Espíritu Santo combate en nosotros, con nosotros, por nosotros. También aquí es Cristo el vencedor. Porque es el único que puede “atar al fuerte”. Y como se ha unido a nosotros por el don de su Espíritu Santo, su victoria es nuestra victoria.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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