Domingo II de Cuaresma · Ciclo C
Fecha: 04/03/2007. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 723
Lucas 9, 28b-36 Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña, para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecieron con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y espabilándose vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle». Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
Los tres discípulos que acompañaron a Jesús vivieron en aquella montaña una gracia única, especialísima. Quienes conocen los modos de contar las cosas propias de las tradiciones orientales consideran este relato como el relato de una “teofanía”, es decir, de una manifestación de Dios. La montaña, los vestidos resplandecientes de gloria, la nube que cubre, la voz desde la nube, todos esos rasgos acompañan las descripciones orientales de los momentos extraordinarios de encuentro con Dios, de las manifestaciones de Dios. Y es normal. Cuando a uno le pasa algo grande, siempre lo cuenta con los recursos y los elementos que los seres humanos tenemos recibidos de nuestra cultura. Incluso si ese algo es tan importante que rompe los parámetros que tenía la experiencia de lo real que tenía esa cultura, y da lugar a algo nuevo, la novedad se expresará y se hará notar, para que pueda ser inteligible, en el marco y con la referencia a la constelación de categorías, conceptos e imágenes de la cultura en donde esa novedad ha irrumpido.
Desde una racionalidad positivista, un relato así no se entiende. Hay siempre, en primer lugar, un prejuicio contra el Misterio. La realidad sólo puede ser lo que Descartes llamaba “res extensa”, una extensión medible y calculable, absolutamente transparente y dominable para los cálculos del hombre, sin espesor alguno. Y todo lo que no sea eso, es pura proyección de la subjetividad, puro “invento imaginativo”, pura ficción (o disfraces y máscaras del apetito de poder absoluto que devora al hombre). En consecuencia, la racionalidad positivista es incapaz de entender la riqueza del lenguaje humano. Todo será reducido a la doble (y simple) categoría de “hechos” o de “valores”, al lenguaje de los datos de la ciencia (que sería el único racional), o el lenguaje de la subjetividad libre, pero irracional (la preferencia, la voluntad de poder) que se proyecta sobre los datos, los modifica o los inventa. En un relato, o se da la grabación magnetofónica o el vídeo documental de los hechos (como si lo uno y lo otro no supusieran una preferencia subjetiva, y una mirada, y además, por lo general, una mirada que ve poco), o todo lo demás es libremente interpretable, porque no nos dice nada sobre lo real, sólo sobre las preferencias o los intereses de quien habla. Entre el “hecho” (el dato) y su “valoración” (el lenguaje) hay un abismo insalvable. Ese abismo, que es una de las creaciones más sutiles, eficaces y destructivas del hombre positivista, sirve sólo para perpetuar su propia ilusión de poder, su propia ideología.
En clave positivista, el reconocimiento de que en éste y en otros relatos evangélicos se dan rasgos que se encuentran en otras descripciones de la misma Biblia o en otras descripciones orientales de fenómenos naturales, de hechos o de experiencias en que los hombres veían una manifestación de lo divino, sirve sólo para descalificar el relato: lo que tenemos aquí sería sólo una serie de motivos literarios que dan voz y palabra a la fe cristiana, y que entonces serían sólo una expresión de la subjetividad de los autores de la tradición evangélica. De lo que realmente pasó no sabríamos en realidad absolutamente nada.
Pues bien, nada obliga a someterse a ese esquema ideológico, excepto la rutina. Los tres apóstoles vivieron en aquel “monte alto” (que la tradición identificó pronto con el Monte Tabor, en la Baja Galilea) una gran gracia. Lo que en ese momento percibieron fue la gloria inefable de Dios resplandeciendo en la persona de Cristo. Dicho con otras palabras, intuyeron (o mejor, les fue dado intuir) el misterio de su divinidad. Les fue dado intuir que Él en persona es el Reino de Dios, la salvación y la plenitud hacia la que tendía toda la historia de Israel. Él era el cumplimiento de la alianza y de las promesas, de la Ley y de la Profecía. Él en persona era la alianza “nueva y eterna”, que venía a sustituir (cumpliéndola) la alianza del Sinaí, y toda la historia, y todas las esperanzas que habían nacido de ella. Dios mismo, a quien Él llamaba su Padre y con quien tenía una relación absolutamente única, ratificaba sus palabras y sus obras, las sellaba con el sello inconfundible del Espíritu de Dios: “Si expulso los demonios con el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros”. Por eso, negarse a reconocer ese sello, es “blasfemar contra el Espíritu Santo”, es negarse a la evidencia. Y por eso no tiene perdón, no en virtud de una decisión arbitraria de Dios.
De no ser por la debilidad humana, en forma de miedo, esta experiencia hubiera debido bastar para sostener a los discípulos a la hora del escándalo de la pasión. No bastó, y huyeron, todos menos Juan. Sólo la resurrección y el don del Espíritu Santo desplazarían al miedo. Pero en el contexto de nuestra reflexión de hoy, lo que es importante subrayar es que si unos judíos del siglo I tuvieron un día junto a Jesús esta experiencia, este encuentro, esta intuición de algo que afectaba decisivamente a toda su visión del mundo, que sacudía su cultura hasta los mismos cimientos, no había más que una manera de expresarla: y de esa manera es como lo han expresado los Evangelios.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada