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El Padre corría…

Domingo IV de Cuaresma · Ciclo C

Fecha: 18/03/2007. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 725



Lc 15, 1-3.11-32. Solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna". El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de saciarse de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de corner. Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino a donde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros". Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo". Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado". Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y, llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud". Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado". El padre le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado"».



Todos hemos dejado, de una forma u otra, la casa del Padre, llevándonos lo que creíamos “nuestro”. Todos, de una forma u otra, nos hemos degradado, empequeñecido, empobrecido, al marcharnos. No digo que hayamos sido, como el hijo de la parábola, pastores de cerdos, porque en el mundo moderno lo que quiere decir esa imagen ya no se comprende. Un pastor, de lo que fuese, en la mentalidad judía del tiempo de Jesús, era un proscrito, un renegado. Nunca se le abriría la puerta en una casa judía de bien, nunca podría volver a entrar en una sinagoga, y sentirse parte de su pueblo. Y, al no poder restituir lo que su ganado había robado pastando en tierras ajenas, elegir esa profesión no tenía ya nunca perdón. Uno era considerado “pecador público”, y eso, para siempre. Las bellas imágenes del mundo oriental antiguo, del rey como pastor de su pueblo, permanecían como imágenes, y para el rey, pero, dada la interpretación de la ley que hacían los fariseos, que se había impuesto entre el pueblo, ningún judío que se preciara en lo más mínimo sería pastor. Antes pediría limosna. Y encima, pastor de cerdos, el animal impuro por excelencia, el símbolo mismo de todo lo que un judío detesta y odia.

En la lógica de esta parábola, una de las más bellas del Evangelio, y una de las que expresan mejor la entraña misma del ministerio de Jesús ,el núcleo del evangelio, irse de casa, “reclamar lo suyo”, es siempre pasar de la riqueza a la miseria, y a una miseria incurable. Y es que el pecado es así. No es un decreto arbitrario del Señor, que convertiría en malas unas cosas que de suyo son buenas, o neutras, por el capricho de ver si le obedecemos. No, vivir como Dios pide es estar en casa, participar de la vida de la casa, es comer y beber con los de uno, es vivir bien. Y vivir en el pecado es vivir mal. Sólo que, dada esa misteriosa herencia de pecado, y esa herida que hay en nuestro corazón y en nuestra mente, que hace que el mal nos atraiga –o más exactamente, porque el mal como mal sólo atrae a personas muy enfermas, muy destruidas, que trastoca en el deseo y en el juicio la jerarquía de los bienes, que viste de bien absoluto lo que no es más que un pobre bien limitado y parcial–, el Señor nos ha recordado en los mandamientos en qué consiste la vida humana verdaderamente buena, la vida buena de verdad. Por eso, el pecado no es nunca un bien. Por eso, la frase, tan común, “esto está bueno de pecado”, expresa un profundo desorden moral de la mente, una enorme confusión moral y, sobre todo, un gran desconocimiento de Dios. En cambio es siempre verdad el decir del otro dicho, que “en el pecado mismo está la penitencia”.

“Reclamar lo nuestro”, creernos dueños y señores de la vida, amos del mundo, poseedores del derecho a todo lo que nos provoca el deseo, y sin responsabilidad ante nadie ni ante nada, eso es siempre en cierto modo el pecado. Y ése es sobre todo el pecado, o más bien el engaño fundamental del hombre moderno. A la miseria de vida que resulta de ese engaño, hecha de soledad y de desesperanza, hecha de sumisión a mil amos que explotan sin misericordia nuestras pobres pasiones, la llamamos “libertad”.

Todos hemos salido de casa. Todos nos hemos alimentado de las sobras de los animales. Todos hemos sentido la vergüenza y el temor de ser regañados al volver. El hermano mayor lo haría, lo sigue haciendo, se sigue escandalizando de la misericordia de Dios. La justicia, una justicia sin amor, es su única categoría, su única razón. ¡El mal debe ser apartado, el honor restablecido! O más bien su única excusa, la única excusa del hermano mayor. Porque el apedrear a la adúltera ha generado siempre esa ceguera cuya utilidad mayor es la de olvidar las propias miserias.

La enseñanza de Jesús no está ahí, sin embargo. Un anciano oriental no corre nunca, ni aunque esté su casa ardiendo. Un buen padre judío nunca habría recibido en su casa a un hijo así. Pero en la parábola el Padre corría... el Padre corría, y le abrazó, y le cubrió de besos.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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