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Tampoco yo te condeno

Domingo V de Cuaresma · Ciclo C

Fecha: 25/03/2007. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 726



Jn 8, 1-11. Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio y, colocándola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?» Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?» Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más».



La pasión de acusar, de condenar a los otros, ha de ser una pasión muy profunda en el ser humano. Porque de que es una pasión, no cabe duda. Es, en efecto, algo que sobreviene, que se sufre (que sufren las víctimas, por supuesto, pero que sufre, sobre todo, quien acusa y condena, aunque no se dé cuenta de ello), y desde luego, es algo que no está regido por la razón, ni por el deseo del bien de todos, ni por el amor. No hablo, por supuesto, de tantas acusaciones falsas, hechas para dar satisfacción a otras pasiones, por ejemplo, en función de sacar dinero, o por venganza o despecho. Así fue la condena y la muerte de Juan el Bautista. Así hay millones de víctimas en la historia humana. No, en el evangelio de hoy la mujer era verdaderamente adúltera. Había sido sorprendida en su pecado. Y la ley de Moisés mandaba apedrear a las adúlteras. La cosa parecía estar muy clara.

Incluso demasiado clara. Tan clara que la cuestión que le plantean los escribas y fariseos pierde mucho de su mordiente. La pregunta vendría a ser simplemente si Jesús decía que había que cumplir la Ley o no. Después de todo, esa Ley, dada por Moisés, era la Ley de Dios. Y Jesús mismo había dicho que no había que dejar de cumplir ni una “yota” (la letra más pequeña del alifato hebreo) o tilde de la Ley. Para comprender la malicia (y la astucia) de la pregunta que le hacen a Jesús es preciso tener en cuenta la situación política del momento. Ésa aparece descrita en un pasaje del Evangelio de San Juan, cuando Pilato, en relación con Jesús, les dice a los judíos: “tomadle vosotros, y juzgadle según vuestra ley”. Y los judíos replicaron: “A nosotros no nos es lícito matar a nadie”. Así sí que se comprende la pregunta. Los romanos, en las provincias más belicosas y hostiles al imperio, retiraban a los tribunales locales el ius gladii, el derecho a castigar un delito con la muerte, para evitar que esos tribunales locales se ensañasen con los amigos del imperio. Y así era en Judea, una de las provincias más rebeldes al dominio de Roma. De este modo, la pregunta sobre la Ley se convertía a la vez en una pregunta sobre la legitimidad del dominio romano sobre Israel. Una respuesta afirmativa “sí, cumplid la Ley”, hubiera servido de excusa para acusarle ante el procurador romano, por desacato. Una negativa hubiera dado lugar al escándalo: este hombre no puede ser un hombre de Dios, porque para quedar bien con los romanos desprecia la Ley de Dios. ¡Pone por encima de la Ley de Dios la ley de los hombres! ¡Habrase visto cosa semejante!

Una muy antigua tradición interpretativa de este pasaje evangélico quiere que lo que Jesús escribía en el suelo, en silencio, eran los pecados de los acusadores. Pudiera ser. “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Ahí es donde Jesús desenmascara la pasión por acusar, por condenar. La razón de ser de esa pasión es siempre el desviar la mirada del propio pecado (la de los demás, y a veces, también la propia). Cuanto mayor sea la ansiedad por condenar a los pecadores, más grande es el agujero que uno tiene necesidad de tapar. Quien desea realmente el bien no acusa, no condena. A quien desea el bien le duele el mal, sin duda (por eso no se puede usar esta reflexión para decir que todo da lo mismo, y justificar el relativismo ético), pero también sabe que el único remedio al mal es la misericordia, que todos necesitamos, y que todos necesitamos siempre. Hasta el punto de que no hay mayor mal, en la clave del Evangelio, en el sentir de Jesús, que el de quien cree que no necesita esa misericordia, porque “cumple” con todo, y cree que puede tratar con Dios en clave de “méritos”, en términos de mercado. Creerse que Dios está en deuda con uno, pasarle recibo a Dios, ésa es tal vez la blasfemia contra el Espíritu Santo, porque es cerrarle la puerta a la gracia. Y ésa es la única deuda que Dios tiene con el hombre, porque ha querido tenerla. Que Dios no entra si la puerta está cerrada, y el hombre no quiere. El misterio más grande de la creación se llama libertad.

Pero al menor resquicio, Dios se cuela, entra. Y entra para curar, para abrazar, para curar abrazando, para perdonar. Dios no es un fariseo. Dios es el único inocente, y el único que conoce el corazón humano, y por eso su juicio es de misericordia. Dios es Dios, y por eso su justicia es idéntica a su misericordia. Y ha sido más necesario que nos revelara su misericordia que su justicia, para que no pensáramos ni por asomo que Él es como nosotros, y que tiene las mismas pasiones. “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. Si esos a quienes se les llena la boca diciendo a otros que están en pecado mortal tuvieran una sola gota de sangre cristiana, y les preocupara el mal del mundo un poco más que su propia vanidad, mirarían a Cristo. Mirarían a Cristo para aprender de Él, y para pedirle su gracia y su misericordia.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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