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¡Pasa, pasa, Señor, por nuestras vidas!

Domingo de Pascua: la Resurrección del Señor · Ciclo C

Fecha: 08/04/2007. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 727-728



Jn 20, 1-9. El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.



El anuncio único, sobrecogedor, inesperado y sorprendente, de que es portadora la Iglesia desde el comienzo es éste: Dios se ha hecho en Jesucristo compañero de camino de los hombres, en sus gozos y en sus angustias, en sus anhelos y en sus frustraciones, en sus heridas y en su muerte, ese punto donde sólo Dios puede acompañarle. El anuncio es sorprendente, porque nadie podía imaginarse a Dios así, nadie esperaba ver a Dios de ese modo. Desde luego, nadie esperaba que Dios pudiera revelarse, abrir sus entrañas a los ojos de los hombres haciéndose espectáculo para el mundo del modo en que lo hizo: siendo condenado a muerte, sufriendo los ultrajes de la pasión, muriendo en una cruz.

Los antiguos cristianos entendieron así todo el acontecimiento de Cristo, desde la Encarnación hasta el don del Espíritu Santo, por el que el Hijo de Dios, vencedor en su carne del pecado y de la muerte, nos entrega su propia vida, el propio Aliento Santo que a Él le da la vida como Hijo desde siempre, y que Él mismo devuelve al Padre en gratitud y alabanza, en obediencia de amor sin límites.  Los antiguos cristianos usaban para expresar esto muchos pasajes del Antiguo Testamento. Uno de ellos, éste del libro del Levítico (Lev 26, 11-12): “Habitaré en medio de ellos, y caminaré con ellos; y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”. El pasaje se refería a Dios acompañando al pueblo que caminaba por el desierto. Pero los cristianos, ya desde San Pablo (cf. 2 Co 6, 16), vieron esta “promesa” cumplida de un modo inimaginablemente desbordante en Cristo Jesús.  En un lenguaje distinto, en un contexto distinto, San Efrén de Nisibe, en la Alta Mesopotamia, escribía en el siglo IV: “¡Gloria al Invisible que se ha revestido de visibilidad para que los pecadores pudieran acercarse a Él! Nuestro Señor no impidió a la pecadora acercarse, como aquel fariseo esperaba que hiciera, porque todo el motivo por el que había descendido de aquella altura a la que el hombre no alcanza, es para que llegasen a Él pequeños publicanos como Zaqueo; y toda la razón por la que la Naturaleza que no puede ser aprehendida se había revestido de un cuerpo, es para que pudiesen besar sus pies todos los labios, como hizo la mujer pecadora”.

El acontecimiento de Cristo, que culmina en la Pascua –la pasión y la muerte, la resurrección y la ascensión, el don infinito del Espíritu Santo y Creador a nuestra pobre historia de las siete pasiones capitales–, todo ello es para acompañar al hombre, para “intercambiar” con nosotros los dones que Él tenía (que Él tiene, como Hijo de Dios), con los de nuestra miseria, en el peor negocio que nadie haya hecho jamás. Pero en ese negocio (desastroso desde el punto de vista de Dios, si uno pudiera aplicarle a Dios sin ofensa las categorías de nuestros llamados “negocios”), triunfa el Amor, es decir, triunfa Dios, que se da a conocer como Amor infinito al implicarse hasta ese punto en nuestro barro. En ese intercambio, en ese caminar Cristo junto a nosotros, hasta la soledad del sepulcro, el Espíritu de Dios ha quedado sembrado en nuestra tierra, y al revés, nuestra pobre “carne”, frágil y sudorosa, ha sido abrazada por Cristo de tal modo, que ha sido introducida en el mundo de lo divino, como una esposa amada es acogida en una nueva familia. Nuestra carne, desde la Pascua, y ya para siempre, “forma parte de Dios”, Dios no podría ya nunca verla como algo extraño.

Un nombre que los primeros cristianos usaron también para describir este acontecimiento único (la sola cosa que se le parece es la Creación), es el nombre de “Pascua”. Lo tenían en su vocabulario, era la fiesta más grande de la memoria de Israel, porque era lo más grande que Israel había vivido en su historia, cuando fueron liberados de Egipto. Aquello no era nada en comparación con la “locura de Dios” en Cristo. Pero servía de algún modo para expresar lo que significa celebrar los acontecimientos que los cristianos celebramos en estas semanas. Uno de los significados de la palabra “Pascua” es “paso”. La Pascua es el paso del Señor por nuestras vidas. Un paso que nos arrebata en su torbellino de amor, y que nos da la vida. Nos da la vida y la conciencia del valor de la vida, la libertad de los hijos, la herencia que Adán había querido arrebatar, y para la que nuestro corazón esta hecho. Nos da a Dios, nos da el vivir de su vida, nos da el poder ser nosotros plenamente, sin renunciar a nada.

Cada año la Iglesia nos ofrece la oportunidad de recordar y de vivir que Cristo pasa. Pasa siempre. Su paso de una vez no terminó en aquella vez (sólo las cosas más pequeñas y vacías terminan donde terminan), sino que sigue vivo para siempre. Aquél acontecimiento es tan grande que ha abrazado la historia humana entera. Por eso es siempre contemporáneo. Por eso la vida entera no basta para festejarlo. En la Iglesia, Cristo está con nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo”. En la comunión de la Iglesia, aquel don que Cristo me hizo, de una vez por todas, de su vida, y que constituye “el centro del cosmos y de la historia”, se me ofrece de nuevo. En el bautismo, y en cada Eucaristía, el Cielo pasa a nuestro lado. Se nos ofrece, se nos da, de nuevo, a nuestra pobre carne mortal.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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