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La razón de la esperanza

Domingo IV de Pascua · Ciclo C

Fecha: 29/04/2007. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 731



Juan 10, 27-30: Dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno».


Charles Péguy
ha escrito, en su trilogía poética, que es una de sus obras maestras (El misterio de la caridad de Juana de Arco, El pórtico del misterio de la segunda virtud, El misterio de los Santos Inocentes, todos publicados en español en Ediciones Encuentro), algunas de las paginas más bellas y más verdaderas sobre la esperanza cristiana, sobre la esperanza teologal, esto es, sobre la esperanza verdaderamente humana, tan diferente en su misma naturaleza del optimismo, que siempre se mantiene (en uno mismo o en los demás) a costa de una cierta estupidez, de una cierta ceguera, de una cierta atrofia de la razón, de una censura. Charles Péguy es un grandísimo poeta cristiano francés de comienzos del siglo XX, tal vez uno de los poetas pensadores cristianos más grandes de todos los tiempos, comparable a San Juan de la Cruz, a San Efrén de Nisibe o a Dante. Sólo que Péguy habla a los hombres de hoy, habla a nuestro tiempo, nos habla a nosotros. Péguy era un convertido. Por un misterioso designio de Dios, y por amor a su mujer, que no era creyente y que no admitió nunca su propia entrada en la Iglesia, Péguy se mantuvo toda su vida en el umbral de la Iglesia, sin poder gozar de los sacramentos, y especialmente de la Eucaristía, de la que escribió, sin embargo, con tanto amor y tanta belleza. Oraba por la conversión de su mujer y por la de su hijo. Hacía peregrinaciones a Chartres desde París, a pie, para pedírselas a la Virgen. Murió, en los comienzos de la Primera Guerra Mundial, en 1914, sin haber visto que su oración hubiera sido escuchada. Apenas un mes después de su muerte, su mujer y su hijo eran recibidos en la Iglesia Católica.

Péguy fue un convertido del socialismo. Era el suyo un precioso socialismo del que él confesaba no haber tenido que renunciar a ninguno de sus ideales al hacerse cristiano, sino al revés, un socialismo en el que, profundizando en él, descubrió la Iglesia, a la que amó con toda su alma hasta su muerte. Era un socialismo “místico” y no “político”, en el sentido que el propio Péguy daba a estos dos términos o, para ser más precisos, político sólo en tanto que místico, político en la exacta medida de su mística. O, dicho todavía de otro modo (porque ciertas cosas hay decirlas muchas veces para que no se entiendan del revés), un socialismo no corrompido aún por la moral utilitaria y por la racionalidad de Max Weber, no corrompido por la necia idea de que la eficiencia es el criterio último de todo en la vida, capaz de pensar un concepto como el de bien común, y de trabajar y de luchar por él. Un socialismo, también, anterior al secuestro del socialismo por el ateísmo del pensamiento alemán, de ese tipo de socialismo que Marx llamaría utópico. “Utopico” significa propiamente “sin lugar”, “sin espacio”, y tiene en cierto sentido la connotación de lo que “no sucede”, de lo que no tiene realidad. Hoy tiene poco mérito decir que la utopía —en ese preciso sentido de “irrealidad”, hasta de falsedad y de engaño— está más del lado del socialismo marxista que de la Iglesia. En la Iglesia tal vez “sucede poco”, porque muchos cristianos somos muy poco cristianos, pero siempre “sucede” algo, y donde la Iglesia está viva y fresca, “sucede” un milagro permanente. La vida de la Iglesia es ese milagro. En realidad, en la Iglesia siempre “sucede todo”, porque sucede —en cada bautismo, en cada eucaristía, en cada vaso de agua dado en su nombre—, el don de Dios al hombre, y en ese don viene dada la plenitud humana, la humanidad cumplida, la comunión que conduce a los hombres a la fraternidad y a la socialidad perfecta. Y si ese “todo” no se percibe apenas, o no se percibe nada en nuestras vidas, no es sobre todo porque no somos buenos, o suficientemente exigentes, o incoherentes, sino porque tenemos tan poca fe, comprendemos tan poco lo que es el Cristianismo, que casi no somos conscientes del don que nos ha sido dado. Sí, hoy es mucho más evidente que en tiempos de Péguy que la utopía está del lado del socialismo marxista, totalmente weberiano él, más negocio que mística, y desde luego, hermano gemelo del capitalismo contra el que se suponía que iba a luchar (y con el que casi la principal diferencia que parece tener hoy es la de ser un capitalismo de estado). Sí, la utopía, en cuanto irrealidad, está mucho menos del lado de quienes se saben hijos de Dios que del de los hijos de la Ilustración, todos tan semejantes ya, todos igualmente incapaces de cumplir la promesa de una humanidad mejor.

Pero volviendo a Péguy, en alguna parte de El Pórtico del misterio de la Segunda Virtud, decía él que la fe es fácil, que haría falta estar ciegos para no creer. Y lo mismo la caridad, haría falta tener un corazón de piedra, incapaz de compasión. Lo difícil, lo realmente difícil, es la esperanza. Bueno, es obvio que demasiadas veces estamos ciegos, y demasiadas veces tenemos el corazón de piedra. Pero es verdad que la esperanza, una verdadera esperanza, es lo más difícil. ¡Y tanto! Es como una vida que nace. Es siempre un milagro. “Pero la esperanza no marcha sola. La esperanza no camina por sí misma. Para esperar, hija mía, hace falta ser feliz de verdad, hace falta haber obtenido, recibido, una gran gracia”.

Esa gracia, ese milagro, es la filiación divina. Esa gracia es Jesucristo, y la comunión de la Iglesia, en la que Jesucristo se nos da. Esa gracia es el poder vivir en las manos del Padre, descuidado como un niño que juega en una plaza bajo la mirada atenta de sus padres, en este mundo ajeno, y tantas veces hostil, pero que la experiencia de ser hijos convierte en una casa, en la que no hay extraños. Ese milagro de la vida de la Iglesia, del que se puede tener experiencia, del que tengo experiencia, inaugura aquí la vida eterna. Es él quien pone en movimiento la esperanza. Y es él quien hace razonables la fe y la caridad. Y la alegría.

“Nadie las arrebatará de mi mano”, dice el Buen Pastor. “Mi Padre, que me las ha dado, es más que todos, y nadie puede arrebatarlas de las manos de mi Padre”. ¡Qué fuerte! ¡Y qué gozo! Esta afirmación del Señor es una de las razones para esperarlo todo. Incluso que se haga la voluntad de Dios, que es “que todos los hombres se salven, y lleguen al conocimiento de la verdad”. Es verdad que la libertad humana es un misterio insondable, y Dios no interfiere con ella. Si el hombre no quiere, no quiere. Y Dios se ha sometido a esa ley, se ha querido someter a esa ley. Pero también es verdad que la libertad, cuando es verdaderamente libre, está hecha para el amor, y los recursos del Amor de Dios son infinitos. “Nadie puede entrar en casa del fuerte, a no ser uno que sea más fuerte que él”. Ese más fuerte ha venido. Ha entrado en casa del fuerte, y se ha llevado su ajuar. Ahora somos libres. ¿Quién podría arrebatarte lo que Tú has amado con un amor más fuerte que la muerte?


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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