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Denominación de origen

Domingo V de Pascua · Ciclo C

Fecha: 06/05/2007. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 732



Juan 13, 31-33a.34-35: Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él. (Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará). Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros».



A Jesús parecen gustarle ciertos equívocos, como procedimiento para poner de manifiesto el carácter paradójico de nuestra percepción de la realidad, y por tanto, su hondura, su espesor insondable, su condición misteriosa. En realidad, se trata de provocar nuestra razón, nuestro pensamiento. La realidad no es, por lo general, lo que parece ser. A veces es lo contrario. A lo que el Señor provoca nuestro pensamiento siempre es a ver las cosas como Dios las ve, a purificar una mirada demasiado acostumbrada a juzgar sin tener en cuenta muchos factores. En las primeras frases del Evangelio de hoy, el protagonista es el verbo “glorificar”, en voz pasiva, esto es, “ser glorificado”. Cuando en los Evangelios se usa así la voz pasiva, sin sujeto agente, el sujeto es Dios, como aquí lo aclaran sin duda las frases siguientes: “Ser glorificado” significa “Dios lo glorifica”. Lo que iba a suceder tras la cena pascual de Jesús con sus discípulos era, humanamente hablando, y a los ojos del mundo (que incluiría la mayoría de los mismos apóstoles, y los discípulos con los que Jesús se encontraría unos días después, camino de Emaús), el fracaso de la misión de Jesús. Lo que venía después de aquella maravillosa cena con tus amigos, la última, era tu oración en el huerto, tu pavoroso sumergirte en la soledad humana, y el prendimiento y el juicio, y los ultrajes, y la cruz. ¿A eso lo llamas, Señor, “ser glorificado”?

Y, sin embargo, lo era. Eras Tú quien tenías razón. Tus enemigos pensaban desembarazase de Ti, y acabar contigo. Ese anuncio del Reino, que llegaba Contigo, y ese perdonar pecados, y abrir a los hombres a una esperanza que no coincidía con los cálculos políticos de los sacerdotes y del grupo influyente de los fariseos, se cortaría para siempre. Los mismos discípulos, una vez que Te habían visto muerto, estaban ellos mismos muertos de miedo. Sencillamente, porque para la mirada humana, la muerte es siempre lo último, tiene siempre la última palabra. Tras la muerte, sólo queda el silencio, o a lo sumo, la memoria, la nostalgia. Pero además tu muerte había sido sancionada por la suprema autoridad religiosa del judaísmo, el Sanedrín. ¿Qué esperanza podría quedarle a nadie?
 
Tu resurrección, sin embargo, fue “la revancha” de Dios. Dios Padre Te justificó, vendría a decir San Pablo, allí donde los hombres Te habían condenado. Sólo Dios podía hacerlo. Y lo hizo. Salió en tu defensa, se puso de tu parte, para asombro de la creación entera, cuya experiencia histórica sólo llegaba hasta la muerte, terminaba en la muerte. El Padre, sin embargo, “rasgó el velo”. El del templo, y el de los cielos. El cielo se rasgó, y Te abrió paso, y esa entrada ya no se cerraría jamás. Por ella ahora el cielo desciende a la tierra todos los días, porque Tú has dejado tu Espíritu Santo en este mundo, y se lo has dado a tus amigos. ¡Pues estaría bonito! ¡Como que Tú ibas a dejar que la muerte fuese más fuerte que tu amor por los hombres! El cielo, desde Ti, ya no se separará jamás de la tierra. Y luego Tú nos arrastras Contigo, hasta el banquete de tu palacio real, hasta el trono de tu gloria. “Subiste a lo alto llevando cautivos”, decía un Salmo. Y los primeros cristianos lo aplicaban a Ti. Has llenado el cielo de hombres y mujeres “de toda raza, lengua, pueblo y nación”, una “multitud inmensa, que nadie podría contar”. Sí, eras Tú quien tenía razón. Es que nosotros no sabemos ver mucho más allá de nuestras narices.
 
Pero no es sólo que el Padre Te haya glorificado, y como premiado, como si lo hiciera desde fuera, con tu resurrección (y con la nuestra). Ni tampoco era sólo que la resurrección viniese a ratificar tu pretensión de ser Hijo de Dios, esto es, todo lo que Tú habías dicho y prometido, acerca de Ti mismo y acerca de nosotros. Porque en el evangelio de hoy no dices sólo que Tú ibas a ser glorificado, sino también que el Padre iba a ser glorificado en Ti. Tu muerte, en efecto, ya llevaba en sí misma el signo de la victoria. Era ya tu victoria. Porque era la victoria del Amor, de tu Amor divino sobre el odio, sobre el pecado, sobre aquel pecado y sobre todos los pecados de la historia. Tu plegaria, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, ya destrozó las puertas del abismo, y desgarró las entrañas de la muerte. Sí, eras Tú quien tenía razón.

En otra ocasión habías dicho también esta palabra misteriosa: “Dichosos vosotros, cuando os injurien, os persigan, y digan de vosotros toda clase de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielos”. Ahora se entiende. Es que esto es parecerse a Ti. Y esa es nuestra denominación de origen.


†Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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