Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 14/09/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 96 p. 136
Queridos hermanos sacerdotes, queridos hermanos acólitos,
queridos hermanos y amigos,
La fiesta de hoy es una fiesta preciosa, la Exaltación de la Santa Cruz. Su origen es un acontecimiento concreto, algo que pasó a comienzos del siglo VII. El imperio bizantino y el imperio persa llevaban siglos regularmente en guerra, y prácticamente cada pocos años hacían campañas el uno contra el otro, cuya frontera pasaba por parte de lo que hoy es Irak, por Mesopotamia. Y unos años la frontera avanzaba más hacia un lado, y otros hacia el otro. A comienzo del siglo VII, un emperador persa infundió de improviso una gran campaña expansionista, y conquistó Jerusalén, llevándose a la capital del imperio persa la reliquia de la Santa Cruz en Jerusalén. Eso causó una consternación inmensa en el mundo cristiano. En parte, y sobre todo, en las personas más sencillas, ya que hay un pasaje del Evangelio que dice: “Cuando el Hijo del Hombre venga, veréis aparecer su señal en el cielo”. La gente sencilla pensaba que la señal del Hijo del Hombre debía ser la Cruz, y mientras la reliquia de la Santa Cruz estuviera allí, no había mucho peligro de que vinieran las catástrofes y el fin del mundo. Y el hecho es que fue una consternación el haber perdido la reliquia de la Santa Cruz. Y un emperador bizantino, el Emperador Eraclio, también en una hazaña imprevista, y no siguiendo los modelos habituales por los que el imperio persa y el imperio bizantino se peleaban año tras año, haciendo algo parecido a lo que había hecho Alejandro, pero a través del Cáucaso, sorprendió a la capital del imperio persa y recuperó la reliquia de la Santa Cruz. Y eso fue una explosión tal de alegría en el pueblo cristiano, primero en Oriente (aunque el aquel momento no estaban tan separados Oriente y Occidente a como lo están hoy), y la noticia de que la reliquia de la Santa Cruz volvía a estar en Jerusalén corrió como la pólvora, y fue una gran fiesta. Y en memoria de aquel acontecimiento, surge la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
Nosotros cantamos a la Cruz, hacemos la señal de la Cruz, en un gesto que yo creo que tendríamos que recuperar, justo cuando más parece que uno tendría que pedir perdón por el hecho de ser cristiano. Y yo creo que no hay que pedir perdón por ello. ¡Si es lo más grande que nos ha sucedido en la vida! ¡Si es lo más grande y lo más hermoso que le ha sucedido a los hombres en la Historia! ¿Por qué vamos a avergonzarnos, y no recuperar la costumbre de hacer el gesto de la señal de la Cruz en público, al salir de casa, al pasar delante de una iglesia, como signo de que pertenecemos a un Pueblo redimido cuyo signo, cuya señal, es justamente de la Cruz?
Ese es el origen de la fiesta, pero no la causa. Aquel acontecimiento de comienzos del siglo VII fue la ocasión para esta fiesta, pero no la causa. Y la prueba es muy sencilla. Desde los orígenes cristianos, el signo más explicito de la presencia cristiana, en cualquier lugar del mundo, repetido cientos de miles de veces por todo el mundo cristiano, es, al principio, la Cruz rodeada de laurel, la corona de la victoria. Y esos signos se hacían ya en las catacumbas, cuando no es que el cristianismo fuese precisamente un motivo de gloria, o de honor, sino más bien lo contrario. Uno arriesgaba la vida por el hecho de ser cristiano, o el ser exiliado, o el tener que ir a trabajar en las minas, o a trabajos forzados. Y los cristianos utilizaban ya, o bien el crismón, el signo de Jesucristo, imitando más o menos la señal de la Cruz, o bien la simple Cruz rodeada de la corona de laurel. Luego, unas veces se rodeó de una corona de laurel, signo del emperador, y otras de una corona de flores, que representaba el inicio del Cielo, la fecundidad del paraíso. Otras veces se hicieron formas mucho más sofisticadas, pero siempre la Cruz, el triunfo de la Cruz, el signo de la Cruz triunfadora y el signo de Cruz gloriosa.
¿Por qué veneramos los cristianos la Cruz? ¿Por qué representa tanto para nosotros? ¿Por qué es como el signo de lo que somos? Porque representa el punto culminante de la Redención de Dios. Y por eso cantamos a la Cruz.
Dios, infinitamente poderoso, inefable, incapaz de ser contenido ni en nuestros pensamientos, ni en nuestras palabras, ni siquiera en nuestros sentimientos, incapaz de ser abarcado por nosotros de ninguna manera, salva la distancia infinita que hay entre Él y nosotros a través de la Redención en la Cruz. Como acaba de decir San Pablo, no tuvo como una cosa digna de ser retenida y de aferrarse a ella el hecho de ser igual a Dios, y asumió la condición de siervo, la condición de esclavos, pasando por uno de tantos. La Carta a los Hebreos dirá: “Se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado”.
La historia que leemos siempre en la liturgia es la historia de un Amor. La historia de un Amor que salva la distancia infinita que hay entre Dios y nosotros. La historia de una boda, la Navidad, la Encarnación, y su prolongación en los sacramentos de la iniciación cristiana, siempre ha sido percibido en la Iglesia como un acontecimiento nupcial: Dios que se enamora de su criatura, que ha creado a su criatura para poder unirse a ella, que nos ha creado a nosotros para unirse a nosotros y hacerse uno con nosotros, y que nosotros podamos participar de su gloria, de su vida divina, de su Amor sin límites. Dios salva la distancia para hacerse uno con nosotros. Ese es el cristianismo. El conocimiento de que Dios es así. De que Dios, para introducirnos en su vida divina, se acerca a nosotros y se hace uno con nosotros en la Encarnación.
Y la Cruz es, y eso es lo que la hace victoriosa, el culmen de la Encarnación. Porque el Señor se ha hecho realmente uno con nosotros, ha compartido nuestra historia, con sus mentiras, con sus males, fruto del pecado, del daño que nos hacemos unos a otros, con sus traiciones, con la soledad, hasta la muerte, y una muerte ignominiosa, como es la muerte en la Cruz, una de las más ignominiosas, como tortura, que los hombres han inventado jamás.
Pero, una vez que conocemos el hecho de la Encarnación, ¿qué significa eso? Significa que el Amor de Dios no se deja vencer por el mal. Imaginaos un amor nuestro, una amistad nuestra. Nosotros, ante las dificultades, o ante las torpezas, o los errores que comete la persona a la que queremos, o ante la indiferencia o el hecho de que no nos corresponda, o de que no nos quiera, habría algún momento en el que nos cansaríamos. La experiencia humana es que nos cansamos. O diríamos: “Yo quería mucho a esta persona, pero si ella no me quiere, se acabó”. Y en algún momento nuestro amor pone una barrera, pone un límite, no puede más. Y lo que significa la Cruz es que el Amor de Dios no conoce ese límite. “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron”. Y nosotros le hemos ultrajado, afrentado, y no Le hemos acogido como nuestro Salvador, aunque había pasado haciendo el bien. Y, sin embargo, el Amor de Dios no se deja vencer. Y la palabra más misteriosa de la Historia, la más terrible, y al mismo tiempo la más esperanzadora para nuestra vida, es: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Es decir, un Amor que no se deja vencer por nada. Y, como dijo el Señor antes de la Pasión, “no hay mayor amor que el dar la vida por aquellosa los que uno ama”. Y eso es lo que el Señor ha hecho por nosotros sin que nosotros lo mereciéramos, sin que podamos decir que es por nuestras virtudes, o por nuestras cualidades, o por cómo Le correspondemos. Él viene y nos escoge, sin nada que pudiéramos presentar como mérito ante Él. Al revés, habiéndole escarnecido, su Amor no se deja vencer.
Esa es la Cruz gloriosa. Esa es la victoria de la Cruz. Cuando los cristianos apoyan su vida sobre esa certeza, no tienen nada que temer en la historia. Y eso es lo que explica la victoria de las catacumbas. No la esperanza de que un día el mundo fuera cristiano, y de que los emperadores fueran cristianos y los cristianos no tuvieran que sufrir, sino que algo que es malo (porque la cruz es mala, también las nuestras, que siempre surgen de la miseria, o del pecado, o de las pobrezas, o de las torpezas, o de las heridas que el pecado ha dejado en nosotros), el Señor lo ha abrazado de tal manera que lo ha cambiado de significado. Y de ahí la lectura de los Números. El pueblo de Israel estaba siendo atacado por las serpientes, y le dice el Señor a Moisés: “Haz una serpiente de muerte, y lo que era signo de muerte, será signo de vida”. La historia del Libro de los Números es una historia muy extraña, de los comienzos de Israel, que recuerda prácticas que luego fueron abandonadas y superadas. Pero leída desde la experiencia cristiana es muy clara. La Cruz, es decir, el pecado más grande que los hombres hemos hecho en la Historia, el rechazo a la Vida, el elegir libremente la muerte, cuando la Vida estaba a nuestro lado y se nos daba, no ha sido capaz de destruir el Amor de Dios. No ha sido capaz. Al contrario, ha servido para que Dios se revele como verdaderamente el más grande.
Dios es el más grande. Y Dios es el más grande, precisamente, porque su Amor es infinito. Y en la Cruz de Cristo, allí donde Dios tendría más motivos para decir: “Me canso de vosotros, hasta aquí hemos llegado”, no sólo no lo dice, sino que Dios triunfa, porque su Amor vence a nuestro mal. La certeza de que el Amor vence a nuestro mal es la roca sobre la que se construye la vida cristiana. No un esfuerzo por obtener cualidades. No un esfuerzo por librarnos de la cruz. No un esfuerzo por conseguir merecer el Amor de Dios. La certeza de que el Amor de Dios, del cual nosotros, nuestra pobreza, es el objeto, no se deja vencer por nada. Esa es una roca aparentemente fragilísima, tan frágil que el Señor dio su vida, y tan frágil como su Iglesia sigue entregando y derramando su Sangre por quienes la odian. Sin embargo, ése es el punto de apoyo de Arquímedes más sólido que jamás ha existido en la Historia: la victoria indefectible, absolutamente fiel, del Amor de Dios sobre todo el mal del mundo. Ésa es nuestra roca. Y esa roca atraviesa los siglos, atraviesa las tramas siempre mezquinas de la historia humana y resplandece, y sigue resplandeciendo hoy, como una fuente de esperanza para los hombres, para nosotros, y para todo aquél que quiera acogerse a ese Amor. Basta con acogerse a Él y la vida, sencillamente, es bañada, acogida, abrazada en ese tesoro de Amor que hace renacer la esperanza en nuestro corazón.
Yo os invito a que, a la luz de esta pequeña y pobre consideración, caigáis de nuevo en la cuenta, que nos conceda el Señor caer en la cuenta del tesoro que es nuestra fe, del tesoro que es haber conocido a un Dios que es así. Porque ya no importa tanto lo que nosotros seamos. Cuando en la Confirmación se dice, en la oración de la imposición de manos, “Dios, que por tu Hijo Jesucristo y por el don del Espíritu Santo, rescataste a estos siervos tuyos y los libraste del pecado”, yo siempre pienso: “Estos pobres chicos, los que se van a confirmar, pensarán que es una mentira lo que se está diciendo”, porque quizá el día anterior tuvieron una bronca con su madre, o han suspendido porque son unos vagos, y ¡qué va a ser verdad que Cristo les ha librado del pecado!, y yo a veces se lo explico. Decir que Cristo nos ha librado del pecado no quiere decir que, como ya hemos conocido a Cristo, ya no tenemos ningún pecado. No. Es decir que el pecado, o nuestra pobreza, o lo que nosotros seamos capaces de hacer, ya no da la medida del valor de nuestra vida. Lo único que da la medida de lo que valemos es la Sangre preciosa de Cristo. Y eso significa que el más pobre, el más miserable, el más mezquino, el más pecador de los hombres es amado con un Amor infinito. Y el valor de su vida es un valor infinito.
Ése es el tesoro de nuestra fe. ¿Cómo no dar gracias por él? ¿Cómo no dar gracias por haber conocido un Dios tan desbordantemente grande? Verdaderamente, sí que no cabe en nuestros pensamientos, ni es una proyección de nuestra imagen de lo que es un hombre ni nada por el estilo. Sólo el Dios verdadero puede revelarse de ese modo, y puede imponerse, por así decir, por la imponencia de la verdad de su Amor, por la imponencia de la verdad de su gracia, no por el poder de la fuerza, sino por cómo la Belleza de ese Amor impone su verdad a nuestro corazón, suscita en nuestro corazón un atractivo, un deseo de esa Belleza que nos rescata de lo gris y de lo anodina que muchas veces es nuestra existencia porque parece que no existe el Amor para el que estamos hechos. Ser cristiano es haber encontrado ese Amor. Y la vida entera se ilumina, y se llena de colorido, justamente, por la victoria del Amor infinito de Dios sobre nuestra pobreza.
Vamos a darle gracias al Señor, y vamos a abrirle el corazón, puesto que ese Amor se nos da una vez más en la Eucaristía.