Imprimir Documento PDF
 

Domingo XXV del Tiempo Ordinario

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 21/09/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 96 p. 142



Muy queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos,

Lo primero que tengo que hacer en esta Eucaristía de hoy es pediros perdón. Hace ya tres semanas que comenzaron las Eucaristías normales aquí, y seguimos sin tener un coro y un organista para celebrar esta Eucaristía solemne, que es la Eucaristía más importante de la semana, en la iglesia más importante de Granada. Y eso sólo tiene una explicación, y es nuestra desidia, empezando por la mía. Yo sé que el director del coro está enfermo, y gravemente enfermo, pero hay coros en Granada buenos, bellos, en tantísimos sitios, que el celebrar esta Eucaristía en la Catedral de la manera en que lo estamos haciendo es realmente una ofensa a vosotros, a quienes estáis aquí y a quienes seguís esta Eucaristía por televisión. Y por esa ofensa, yo tengo que pediros perdón. Y espero que sea la última Eucaristía que se celebra en esta Catedral en Domingo sin que haya un organista y un coro que canten con la dignidad que merece lo que estamos celebrando y el lugar donde lo estamos celebrando.

En segundo lugar, quiero saludar a los miembros, que han empezado a llegar ya a Granada, de dos congresos que se celebran esta semana en Granada. Un simposio internacional sobre estudios del cristianismo de tradición siríaca, una de las tradiciones más ricas, y más desconocidas en Occidente, de la Iglesia oriental junto con el mundo griego, puesto Medio Oriente en tiempos de Jesús era bilingüe, y se hablaba tanto el griego como el arameo. La tradición siríaca es de la que han nacido, en buena medida, el lenguaje, la expresividad, las imágenes, la Teología cristiana. Y el segundo congreso, que se celebrará al final de la semana, en parte con las mismas personas y en parte con otras, es un congreso de estudios árabes cristianos.

Son congresos internacionales que se vienen celebrando desde hace cuarenta o cincuenta años, cada cuatro años. El último se celebró en Beirut, y hay otros que se han celebrado en Washington, en Sydney, en Suecia, en Holanda… Y para una ciudad como Granada, tan conectada de tantas formas con el mundo del Oriente, yo creo que es un don de Dios. Se van a reunir unas 230 personas, en el Seminario Diocesano, con casi 200 ponencias, sobre aspectos concretos de la literatura árabe cristiana y de la literatura siríaca.

Yo sé que, para muchos de nosotros, oír hablar de una literatura árabe cristiana es casi un enigma, algo desconocido. Pero, ¿y si yo os dijera que hay una historia de la literatura árabe cristiana, escrita por un benedictino alemán allá por los años cincuenta, que prácticamente no hace más que listar las obras y los manuscritos que él ha ido conociendo, que ocupa seis volúmenes de más de quinientas páginas cada uno, con letra muy pequeña? A lo mejor os sorprendíais, como me sorprendí yo cuando lo supe. Y es que hay una grandísima tradición de literatura árabe cristiana. Desde el siglo IX, los cristianos de Oriente empezaron a utilizar el árabe para la liturgia, de forma que incluso muchos de los pensadores del mundo árabe han recibido su sabiduría, incluso su saber filosófico, o su saber médico, de las Iglesias y de las comunidades cristianas que existían previamente al nacimiento del Islam. Son, por tanto, por muchos motivos, unas Iglesias que nos son queridas, y que deben sernos queridas cada vez más. Debemos conocerlas cada vez mejor, y amarlas. Son hermanos nuestros. Y hermanos nuestros que tienen la experiencia de la relación con el Islam, de vivir como vecinos. No siempre como buenos vecinos, pero tratando siempre de vivir como cristianos en las circunstancias siempre complejas del Medio Oriente, que ha sido siempre un mundo muy agitado, y sin embargo esas comunidades se han mantenido a lo largo de los siglos.

Sé que hay varios miembros del congreso y del simposio participando hoy en esta Eucaristía. Y quiero saludar especialmente a dos sacerdotes. Uno es el Father Jacob, del sur de la India, de Kerala, donde en el siglo I, al mismo tiempo que llegaban los primeros cristianos a la provincia Bética, o a la Tarraconense, por ser uno de los puntos últimos de las caravanas de la seda y de las especias,  aparecieron comunidades cristianas que provenían del Golfo Pérsico, y llevaron consigo la tradición judía. De tal manera que, cuando los marineros portugueses llegaron a la India en el siglo XVI, se encontraron con varios millones de cristianos que hablaban, o bien el siríaco, o bien una lengua indígena mezclada con mucho vocabulario cristiano, el maleala, y cuyas comunidades habían estado establecidas allí desde los comienzos de la Iglesia. Esas comunidades hoy siguen vivas, y el Father Jacob ha creado un centro ecuménico en el sur de la India para el estudio de esa tradición siríaca. Y el Father Thomas, profesor de una universidad alemana, que también nos ha querido acompañar en esta Eucaristía.

Os digo esto para que recéis estos días. Pero que sepáis que Granada tiene una vocación especial de tender puentes con ese mundo del Medio Oriente, y nosotros los cristianos no podemos ser ajenos a esos puntes. Sobre todo porque tenemos hermanos, con tradiciones extraordinariamente ricas, bellas, teológica y litúrgicamente, de pensamiento, de ciencia, y son hermanos nuestros, y nosotros no los conocemos. Una muchacha árabe cristiana, que conocí hace muchos años, decía que, cuando venía a Occidente y le preguntaban: “Y tú, ¿cuándo te has convertido?”, respondía: “Yo estaba allí desde el principio, mi familia ha sido cristiana desde el principio, yo no me he convertido a nada, son otros los que se han convertido, pero yo no”. Y eso expresa el desconocimiento que tenemos de esas Iglesias.

En la Diócesis hay un pequeño centro, el Centro Internacional para el Estudio del Oriente Cristiano (ICSCO), que estamos tratando de poner en marcha, justamente para establecer, pacientemente, con mucha buena voluntad y con muy poquitos medios, lazos de unión y conocimiento mutuo entre esas comunidades del Medio Oriente y la nuestra.

Dicho esto, paso a comentar el Evangelio de hoy, que a mí me parece una de las muchísimas perlas que tienen los Evangelios. Es evidente que la conducta de este terrateniente que contrata a esos trabajadores en sus tierras no es la normal. Como  tampoco es la normal, o al menos para nosotros, la conducta del padre del hijo pródigo. No es, ciertamente, lo que haría un padre oriental del tiempo de Jesús. Pero cuando Jesús subraya esas diferencias, cuando pone de manifiesto esas parábolas, que chocan con nuestra mentalidad normal, está siempre queriendo revelar algo muy importante de quién es Dios, y del contenido general del Evangelio. “Mis caminos no son vuestros caminos”, decía el profeta, “ni mis juicios como vuestros juicios, ni mis pensamientos como vuestros pensamientos”. “Como dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, así distan mis pensamientos de los vuestros”.

¿En qué distan? ¿Qué es lo que define esa distancia inmensa, infinita, entre Dios y nosotros? Para la mentalidad dominante, en el pensamiento occidental (al menos desde Duns Scotto y de Guillermo de Ockham, cuando estaba la Modernidad en sus albores; algunos dicen que por influencia de la filosofía de Aristóteles, importada por los musulmanes en el pensamiento latino occidental), esa distancia viene definida por el poder: Dios, ante todo, es el omnipotente, el todopoderoso, el que tiene el poder de hacer todo. Pero, como hombres modernos, nos imaginamos que ese poder es el poder de un ingeniero, de alguien que fabrica cosas y, por tanto, el poder de hacer lo que quiera con su conocimiento y con su ciencia. El poder, en definitiva, de fabricar instrumentos. No olvidéis que una de las imágenes favoritas en el siglo XVII y en el XVIII, a la hora de imaginarse a Dios, absolutamente alejada de la tradición cristiana, por supuesto, es la imagen del relojero. Dios como un relojero. En el momento en que uno se imagina a Dios como un relojero, empiezan a surgir dificultades, porque no siempre el reloj funciona muy bien, y uno se imagina que el reloj tiene que funcionar muy bien.

Eso no está en la tradición cristiana. Eso es la tradición deísta: otra manera de percibir a Dios, marcada por una visión de Dios como el que tiene poder de hacer cosas, lo que quiere; un poder casi hasta arbitrario, entrando también en el orden moral. Nosotros no pensamos que los mandamientos de Dios nos hablan del bien y del mal. Más bien tendemos a pensar que las cosas que Dios ha dicho que son buenas o malas, lo son por capricho, como capricho de Dios: como si Dios quisiera probar nuestra obediencia, pero que, en realidad, no coinciden con las cosas que son buenas o malas por sí mismas, y que si hubiera dicho otras cosas que fueran buenas o malas, sería lo mismo. Mentira. No es así. Esa imagen de Dios genera expresiones del tipo “esto está bueno de pecado”, o “esto está de escándalo”. Son expresiones paganas, absolutamente no cristianas. Ni el pecado ni el escándalo son un bien. Nunca. Jamás. Es al revés. Si Dios nos ha puesto los mandamientos, si Dios nos ha marcado un camino, nos ha señalado una regla, nos ha indicado una dirección para la vida, es porque ésa es la vida buena humana.

Por tanto, la diferencia, el que los caminos de Dios no sean nuestros caminos, no tiene como núcleo el poder. O mejor, el poder supremo de Dios consiste en su misericordia.

Los fariseos entendían la justicia de Dios, creían que nuestra relación con Dios (y quizá todos los hombres tendemos espontáneamente a entender así nuestra relación con Dios) como son nuestras relaciones humanas a veces, como una relación comercial. Dios me manda, yo le obedezco, y como yo le obedezco me debe algo a cambio (me tiene que pagar por haberle obedecido), y nos enfadamos con Dios cuando nos creemos que Dios no actúa según esas reglas de la justicia humana del intercambio que hacemos entre nosotros.

¡Dios mío! Eso es no haber entendido nada de Quién es Dios. Eso es haberse imaginado a Dios proyectando (tendría razón Feuerbach, y todos los críticos de  la religión de los siglos XIX y XX) sobre Él nuestras imágenes, una proyección de lo humano. Ése no es el Dios que hemos conocido en Jesucristo. El Dios que hemos conocido en Jesucristo se alegra más por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión. El Dios que hemos conocido en Jesucristo va a buscar al desierto la oveja perdida, y deja a las noventa y nueve en el desierto, y va detrás de la que se ha extraviado, aunque le cueste la vida. El Buen Pastor es pastor de una manera tan distinta a como son los pastores humanos, que está dispuesto a dar la vida por sus ovejas. El Dios que nos ha revelado Jesucristo es el Dios que se entrega a Sí mismo para que nosotros vivamos. Como dice el pregón de la Pascua, “para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo”. Es un Dios que es Amor. Y justamente en su Amor, y en su Amor sin límites, muestra su omnipotencia.

Un dios que fuera sólo omnipotente, a la manera como nosotros nos imaginamos el poder humano (el poder de mandar, el poder de regir, de imponerse, de dominar sobre las cosas o sobre los demás) sería un dios demasiado humano, y no es creíble. No puede ser el Dios verdadero, justamente por ser tan humano, tan parecido a como los seres humanos nos imaginamos algo grande.

Sólo un Dios que es capaz de despojarse a Sí mismo de su propio Ser muestra su verdadera infinitud, su verdadera distancia con nosotros. Muestra el abismo infinito de su misericordia. La roca sobre la que se puede construir una humanidad preciosa, nacida justamente del Amor de un Dios que se entrega por sus criaturas, que se entrega por nosotros.

No obstante, cuando nosotros leemos este Evangelio, o las quejas del hermano mayor en la parábola del hijo pródigo, es casi inevitable que nos identifiquemos con él, porque esas quejas eran justas, nos parecen justas. Al igual que nos parecen justas las quejas de quienes han trabajado por la mañana. Y eso es una ceguera muy grande, porque todos somos el hijo pródigo alguna vez. Y, por lo tanto, cuando nos parecen justas las quejas del hermano mayor, es que nos estamos colocando del lado del hermano mayor, como si no nos hubiéramos ido nunca de casa. Y cuando nos parecen justas las quejas de quienes han trabajado desde por la mañana, es porque nosotros, en el fondo, pensamos que llevamos trabajando desde por la mañana, que nunca se nos paga nada más que lo que hacemos, cuando todo lo que hemos recibido es gracia y don. Cuando, como decía San Bernardo, y es una glosa preciosa al Evangelio de hoy, “nuestro único mérito, Señor, es tu misericordia”.

¡Cuántas gracias tengo que darte, Señor, porque no eres justo! O, mejor dicho, porque eres justo con una medida que no es nuestra medida. Gracias por tu misericordia, porque yo necesito tu misericordia.

Es verdad que muchas veces clamamos justicia contra otros, pero, ¡qué miseria! Y cuando yo necesite misericordia, ¿qué voy a hacer?

Recordad, y eso es otro rasgo del corazón del Evangelio, que a Jesús no le asusta nunca el pecado, la fragilidad humana (no condenó a la adúltera). Y en el Padrenuestro nos enseñó a decir: “perdónanos a nosotros, como también nosotros perdonamos”. Puesto que la salvación viene de la misericordia, la única condición que el Señor nos pone es que nosotros aprendamos de Dios a perdonar. Así seremos hijos de Dios. Así viviremos como hijos de Dios. No cuando clamamos justicia. No cuando nos consideramos a nosotros mismos como detentores de una justicia capaz de juzgar a nadie, sino cuando pedimos misericordia para nosotros mismos, y consideramos a todos los hombres, o como hermanos, o como potenciales hermanos, tan necesitados de misericordia como lo estamos nosotros.

Vamos a darle gracias al Señor porque no es justo. Pero no es justo de una manera que es nuestra única esperanza. O, mejor dicho, porque su justicia coincide con su misericordia. Porque su justicia es su misericordia.

No estoy diciendo nada que no esté en el Nuevo Testamento, no os engañéis. No es ninguna genialidad ni ninguna originalidad de nadie. En la Primera Carta de San Juan, San Juan les dice a los destinatarios: “Hijos míos, no pequéis. Pero, si alguno peca, justo es el Señor para perdonarnos nuestros pecados”. Es exactamente la mejor definición de la justicia de Dios que hay en el Nuevo Testamento. Repito, su justicia y su misericordia coinciden.

Le damos gracias al Señor por esa misericordia, que es nuestro único mérito y nuestra única esperanza.

Palabras antes de la Bendición final:

¿Sabéis otra consecuencia de relacionarse con Dios como si uno estuviera comerciando con Él, como los fariseos, como en las quejas del hermano mayor, o en los que están trabajando desde por la mañana? Que nunca hay gratitud para con Dios, que es la actitud fundamental del hombre: la gratitud y la súplica. En ese tipo de relación nunca se tiene gratitud, cuando todo lo que hemos recibido lo hemos recibido como regalo gratuito del Señor.

arriba ⇑