Iglesia de la Cartuja
Fecha: 06/10/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 96 p. 154
Muy queridos hermanos sacerdotes,
D. Blas, Vicario de Pastoral,
D. Pablo Domínguez, Decano de la Facultad de Teología de San Dámaso,
los dos nuevos formadores del Seminario, Antonio Jesús y José Antonio,
y demás profesores que nos acompañan,
Es muy fácil dar gracias a Dios en una tarde como esta. A mí me es muy fácil. Es una alegría muy grande, y algo que deseaba desde el principio de mi ministerio: poder celebrar el comienzo de curso de las realidades educativas de la Diócesis, que son extraordinariamente ricas, aunque sean pequeñas la mayoría, con un acto académico, y compartir juntos nuestra alegría, nuestra gratitud al Señor y nuestra súplica.
La alegría y la gratitud al Señor son fáciles de experimentar por muchos motivos. Están aquí los seminaristas de los dos Seminarios Mayores. Yo ayer pensaba que, junto con los del Seminario Menor, que no nos acompañan en este acto, son cuarenta los seminaristas que tenemos en la Diócesis, y eso es una esperanza grande y un regalo del Señor. Está la Escuela de Magisterio “La Inmaculada”, que es una realidad bella, espléndida, y quiera el Señor que sepamos educar en ella a aquéllos que, en unas circunstancias culturales y sociales nada sencillas, sino más bien muy confusas, han de educar a muchos niños en las escuelas, públicas o concertadas, pero en todo caso, contribuir a la transmisión de la fe, de la vida nueva y de la esperanza que Cristo hace surgir del don del Espíritu, de la experiencia de la Iglesia. Están las cuatro realidades instaladas en el Seminario, el Instituto de Teología “Lumen Gentium”, para la formación de los candidatos al sacerdocio, que ya tiene dos años de andadura, tiene su reconocimiento por parte de la Santa Sede para poder estar afiliado a la Facultad de San Dámaso y, por lo tanto, poder conferir el primer grado académico, el bachillerato en Teología; el Instituto de Filosofía “Edith Stein”, que nació un poco antes, y es pequeño en su realidad pero cargado de promesas, y que yo considero especialmente importante para la misión que la Iglesia tiene en una ciudad universitaria como Granada. El Centro Internacional para el Estudio del Oriente Cristiano, que quizá en su día le corresponderá estar instalado en Sacromonte, vinculado al nacimiento y a los orígenes del Sacromonte, pero que responde a una vocación granadina especial, que es la de servir de gozne o bisagra entre dos culturas: el mundo oriental, también el mundo oriental cristiano (los libros plúmbeos son una creación de la tradición cristiana árabe, no cabe la menor duda, y por lo tanto nos vinculan con todos aquellos hermanos nuestros que en el mundo del Medio Oriente, desde los orígenes de la Iglesia, han tenido que ver con nosotros, y han tenido una relación muy estrecha en todo el tiempo, que duró probablemente hasta el siglo XIV ó XV, en que el Mediterráneo dejó de ser una autopista, pero que hasta entonces era justamente el Mar de En Medio, la gran vía de comunicación entre Oriente y Occidente, cosa que en la Modernidad no se ha dado, y sin embargo tenemos necesidad de que se vuelva a dar, y Granada es un lugar especialmente adecuado para ello). Y el Centro Balthasar, donde queremos poner la atención sobre algunos de los teólogos, básicamente Henri de Lubac y Hans Ur von Balthasar, que más han contribuido a la renovación de la Teología, en torno al Concilio Vaticano II y a lo largo del siglo XX. Y, por último, está la realidad de los colegios del Patronato San Juan de Ávila, donde el Señor nos concede la gracia de educar a muchos niños y adolescentes, y donde, de nuevo, la súplica inmediata, igual que en las demás cosas, y también especialmente en la Escuela de Magisterio, es: “Señor, este tesoro que Tú nos confías, que son los niños o los jóvenes, que sepamos devolverles el gusto por la vida que brota de la experiencia de la Iglesia”.
Y así se pasa inmediatamente de la acción de gracias a la súplica. Es verdad que no sabemos pedir lo que conviene. Tiene que ser el don del Espíritu Santo quien nos enseña a desear lo que verdaderamente necesitamos, y a pedir lo que es para nuestro bien. Y las lecturas de hoy nos ponen ante nuestros ojos dos maneras de entender la vida: una que conduce a la destrucción y a la división, y otra que conduce a la vida humana a la plenitud. La primera está representada por ese esfuerzo de los hombres por construir una torre que llegase hasta el cielo, esfuerzo que no es difícil de reconocer en algunas de las pretensiones de nuestra cultura: hacer del hombre un dios, la vieja historia de Prometeo, pretender arrebatar el fuego a los dioses, tener los secretos de la vida y de la muerte, ocupar nosotros el lugar de Dios. Y, en la medida en que caminamos por ese camino, o nuestros esfuerzos y nuestras fatigas se orientan en esa dirección, haremos verdad aquello que decía De Lubac, y que tantas veces repitió Juan Pablo II: “Es posible construir la ciudad de los hombres, es posible construir una cultura a espaldas de Dios. Pero una cultural a espaldas de Dios se vuelve, necesariamente, una cultura contra el hombre”. Y lo vemos delante de nuestros ojos.
Antes, hace veinte o treinta años, quizá era necesaria más perspicacia para ver esto. Pero ahora mismo es algo tan patente, que sólo el hecho de la velocidad a la que vivimos, la cantidad de solicitaciones que nuestra inteligencia tiene de mil fuegos artificiales aparentes nos oculta el dolor de la realidad. Pero el dolor de la realidad es que, sencillamente, a los hombres les resulta cada vez más difícil amar la vida, vivirla con gusto, sentir aprecio por la vida, y sentir incluso que no es una utopía pensar en una plenitud, en una alegría verdadera, que brota del fondo del corazón y que toca todas las cosas en las que el hombre se implica.
Esa es la perspectiva de la torre de Babel, que termina, además, en división, en violencia. El episodio de Babel consuma, de algún modo, la historia del pecado que nos narra el Libro del Génesis, de la primera caída, que inmediatamente después de la ruptura con Dios genera el primer asesinato, hasta esa división de los hombres en diferentes reinos y culturas, en las cuales los hombres luchan unos contra otros.
Frente a esa visión de un mundo construido por los hombres, y en el que uno tiene que afirmarse a sí mismo contra los demás, aparece la experiencia cristiana en el Evangelio: “El que tenga sed, que venga a Mí y beba, porque, como dice la Escritura, de sus entrañas brotarán torrentes de agua viva”. Esa sed es nuestra sed como personas, como seres humanos. Es nuestro deseo de ser felices, nuestro deseo de verdad, nuestra necesidad de ser amados. Nuestra urgencia de ser tratados con misericordia, con respeto, con afecto.
Esa es la sed que Jesucristo sacia con un desbordante don, que es el don de su Espíritu que nos hace hijos de Dios, y que nos permite vivir la vida con una cierta despreocupación respecto al poder o al espacio que podemos dominar nosotros, porque el don que se nos da es tan grande que nos permite relajarnos, vivir descuidados, vivir lo que San Pablo llamaría “la libertad gloriosa de los hijos de Dios”, que no es más que lo que el Señor decía en el sermón de la montaña, cuando hablaba de las aves del cielo o de los lirios del campo. Es decir, la certeza confiada de la paternidad de Dios experimentada porque somos hijos. Porque Dios nos ha entregado en Jesucristo su vida, nos permite vivir con la vida de hijos.
Eso no nos libra de nuestras limitaciones, de nuestros defectos, incluso de nuestros pecados, de nuestras miserias. Pero, ciertamente, esas miserias, o esos pecados, dejan de ser lo que determinan últimamente el valor de nuestras vidas. Sólo el don infinito de Dios define lo que es una vida humana, y la vocación, la meta, la plenitud de una vida humana. Y ese Amor infinito nos es dado gratuitamente en Jesucristo con el don de su Espíritu, y está disponible para todo el que tenga sed. A la luz de ese don brota, surge, florece una humanidad bonita. Es justamente la humanidad que nosotros podemos proponer a todos los hombres, en cualquier cultura, en cualquier circunstancia, en cualquier situación, porque todo ser humano tiene esa sed que, aunque probablemente cada cultura definiría de un modo diferente, y articularía de un modo distinto, sin embargo caracteriza a todo hombre.
Sólo subrayo dos rasgos de esa novedad que, si hemos encontrado a Cristo, tienen que caracterizar nuestro modo de vida, el modo con el que nos relacionamos con la vida entera, y también nuestra misión de enseñar, o de educar. Uno es esa mirada sobre el hombre que está siempre dispuesta a no dejarse determinar por una perspectiva parcial, sino que es capaz de reconocer en todo ser humano que tiene delante la imagen de Dios o, dicho en un lenguaje más propio de la tradición cristiana, un sagrario que, o tiene la Presencia del Señor, o está hecho para tener esa Presencia y, por lo tanto, es siempre merecedor de gratitud, de afecto, de respeto. Este es un rasgo propio de la tradición cristiana en lo que tiene de mejor, no en las formas deterioradas de la tradición que llegan cambiadas a nosotros, sino en lo que tiene de más verdadero y de más auténtico, en lo que uno puede reconocer al Dios verdadero. Un cristiano que se sabe redimido por el Amor infinito de Cristo, de entrada no puede sino mirar a todo ser humano con un afecto grande, con un reconocimiento del valor sin límites de su vida, del valor sagrado de su vida, sea quien sea, piense como piense, sean cuales sean sus méritos o sus defectos.
Un cristiano no quita jamás de sí esa perspectiva que mira al hombre en función de su vocación, de la plenitud a la que está llamado en Cristo. Y que, por lo tanto, ve en cualquier hombre, en cualquier circunstancia, alguien digno de respeto y de amor, alguien amable, digno de ser amado; y un compañero de camino, sean cuales sean las diferencias que pueda haber como punto de partida. Juan Pablo II (me habéis oído citar ese pasaje muchísimas veces) decía: “El profundo estupor ante la dignidad de la persona humana se llama Evangelio, se llama también cristianismo”. Hay un modo de tratar al ser humano específicamente cristiano. Y ese modo está hecho del reconocimiento del misterio que toda persona es, y de un afecto grande por su bien, por su vocación, por su plenitud: por esa plenitud que es accesible en Cristo, que nos ha sido dada por el don del Espíritu como posibilidad, y que nosotros quisiéramos comunicar a otros como un regalo precioso que hace posible la alegría, la libertad, la esperanza.
El segundo rasgo es, sencillamente, un amor gratuito a la verdad, que sólo se da, también, cuando nuestra vida es objeto de un don rebosante. Porque, cuando pensamos que los bienes de la vida son escasos, cuando pensamos que no hay nada más que esta vida (y lo pensamos aunque no lo hagamos conscientemente, por el contexto en el que vivimos, y porque nos dejamos arrastrar por sus categorías muchas veces), entonces uno tiene que arrebañar, competir con los demás por unos bienes que son escasos. Y eso hace que el ser humano sea menos libre, y que tenga menos capacidad de gratuidad para con los demás, y de gratuidad para reconocer el bien último de su propia vida.
En cambio, cuando uno tiene la vida garantizada (y eso es lo que nos da la redención de Jesucristo), cuando vive como si jugase con las cartas marcadas, porque sabe que la última palabra en nuestra historia la tiene el Amor de Dios, uno tiene la libertad suficiente como para buscar la verdad, aunque fuera al precio de la propia vida. Para buscar la verdad, la belleza, el bien no en función de intereses, no porque la verdad me das más poder, o tiene tal utilidad, sino por sí misma, de una manera gratuita, incluso más allá de las necesidades inmediatas de la vida que hace, sin embargo, que lo humano sea humano, porque es ese “más allá” lo que nos distingue de las especies animales. Es la posibilidad de perdonar, de hacer promesas, de amar la verdad, de amar el bien, de amar la belleza en cuanto que belleza, y de adherirnos a ellos por encima de los intereses más allá (y a veces en contra) de los intereses inmediatos. Eso distingue la historia de los hombres de la historia natural. Y, por eso, el encuentro con Jesucristo no nos añade, por decir de alguna manera, aderezos piadosos a nuestra condición humana. El encuentro con Jesucristo nos permite vivir nuestra condición humana en plenitud. Lo que Jesucristo nos da es, justamente, la posibilidad de ser hombres y mujeres de una manera plena, sin censurar nada de lo que constituye nuestra humanidad: la razón, la libertad, el afecto, alcanzan su plenitud en Jesucristo.
En Cristo nos es dado vivir de una manera adecuada, justa, verdadera, plena. Y esa es la verificación de que Jesucristo es la Palabra de Dios, de que Jesucristo nos revela al Dios verdadero. Sabemos que es el Dios verdadero porque produce en nosotros la humanidad que anhelamos, nos da la posibilidad de vivir esa humanidad de una manera plena, sin censurar nada que sea constitutivamente humano. Sólo arranca de nosotros el mal. Sólo nos libera del poder del mal. Pero no añade nada a nuestra humanidad. Nos permite, sencillamente, vivirla, y vivirla hasta el fondo, en plenitud.
Desde cada una de las instituciones que he mencionado al principio, si el Señor nos concede ser fieles a este don que Él nos hace de poder dedicar nuestro tiempo a la búsqueda de la verdad y a comunicar esa verdad a otros, se nos da la posibilidad de experimentar esto mucho más a fondo. Y eso es un don: un don especial. Por eso, de la súplica volvemos a pasar a la acción de gracias. Se nos da la posibilidad también, y especialmente, de ayudarnos unos a otros en ese camino de la búsqueda de la verdad y de la comunicación de la verdad, de la búsqueda del bien y de la belleza y de la comunicación del bien y de la belleza.
A mí me parece que, en este mundo que se descristianiza tan radicalmente, y que aparentemente rechaza el cristianismo, es imprescindible que, en nuestro trabajo sencillo, cotidiano, en nuestras relaciones con los hombres, en nuestro estudio, en nuestras publicaciones, resplandezca la belleza que Cristo hace posible, la belleza de ser cristianos, la belleza de vivir en la Iglesia, la belleza de estar en comunión unos con otros, la belleza de poder querernos bien, a pesar de nuestros defectos, y de querernos lo más posible, de la mejor manera posible. Y eso es lo que el Señor nos da como don. Es nuestra humanidad lo que el Señor nos da como don cuando nos hace hijos Dios, partícipes de su filiación divina.
Por eso, no podemos más que darle gracias a Dios, y suplicarle: “Señor, permítenos vivir esto, permítenos vivirlo hasta el fondo, permítenos gozar del don que Tú nos haces más y más. Permítenos desearlo, adherirnos más a él, vivirlo con más verdad, con más autenticidad humana, para que resplandezcas más Tú, tu Amor, y el Bien que Tú eres para nosotros y para todos los hombres”. Que así sea en este curso para todos, cada uno en su misión. Que la Virgen Inmaculada, en quien la plenitud de la gracia, la llena de gracia, ha realizado la humanidad más acabada y más bella que se ha dado en la historia, sea para nosotros reflejo de nuestra propia vocación y, al mismo tiempo, intercesora, mediadora, Madre amorosa que con paciencia nos conduce a la plenitud de Cristo, es decir, que Cristo sea todo en nosotros y en todas las cosas que hacemos. Que así sea.