Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 19/10/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 96 p. 161
Muy queridos hermanos sacerdotes,
acólitos,
hermanos y amigos todos,
Dejadme primero recordar el sentido que tiene esta Jornada Mundial, que es el DOMUND, que nos recuerda a todos nuestra vocación misionera y, al mismo tiempo, la necesidad de sostener y de ayudar a quienes, a lo largo y a lo ancho de toda la geografía del mundo, están dedicados a extender el Evangelio.
Cuando lo que nos ha sucedido es tan grande, cuando el encuentro con Jesucristo es realmente una experiencia, y una experiencia que ilumina la vida, no es posible no desear comunicarlo a otros. Por eso, la condición de misioneros es algo que está inscrito en nuestra condición de cristianos. No es una especie de añadido, ni una obligación. Es una exigencia del corazón que, ciertamente, no se puede evitar. Porque uno percibe hasta qué punto el encuentro con Jesucristo nos permite ser nosotros mismos, nos da, junto con la condición de hijos de Dios, la posibilidad de una esperanza que no defrauda, que no está construida sobre la necesidad de olvidarse del dolor o del mal que hay en nosotros, o alrededor de nosotros, en el mundo, la posibilidad de una vida humana en plenitud, la posibilidad de amar la vida y de amar a las personas. Y eso es tan precioso y tan grande, que uno no puede evitar desear comunicarlo a aquellas personas a las que uno ama, y de desear que pudiera llegar a todos los hombres, para que todos pudieran participar de nuestra alegría.
La misión, como quizá pudo ser en otras épocas de nuestra historia, no está lejos de nuestras fronteras. La misión la tenemos ahora mismo en casa, en la puerta de al lado, en la mesa de oficina, en el lugar donde trabajamos o con los vecinos con los que vivimos, con los parientes, con la misma familia. Pero tampoco podemos olvidar que la Iglesia tiene la misión de llevar a todos los hombres el anuncio de la buena noticia, el Amor de Dios que nos rescata del pozo de nuestra soledad, de nuestra miseria, y nos permite vivir gozosamente.
Por eso, yo os rogaría que en este día, y no sólo en este día, sino con frecuencia, oremos por las misiones. La presencia de la Iglesia en muchos lugares del mundo es casi la única presencia verdaderamente humana y plenamente humana. Muchas veces, en los momentos de peligro, en los momentos de dificultades o de catástrofes, las únicas personas que quedan allí son precisamente los misioneros.
Recuerdo perfectamente una tarde, era la tarde del primer domingo de adviento, hace unos años, cuando estaba la situación en la República del Congo tan complicada, y lo seguíamos por las noticias que llegaban a través de los medios de comunicación. Yo conocía a una persona que estaba en Kinshasa, y la llamé, y por el teléfono se oían las metralletas, y me dijeron: “Tenemos a los guerrilleros a tres manzanas de nuestra casa. Acabamos de consumir al Santísimo para que no sea profanado. Pero nos quedamos aquí, en las manos de Dios, porque éste es nuestro pueblo, por el que hemos dado nuestra vida”.
Y os podría contar cientos de anécdotas de ese tipo. Y cualquier misionero os podría transmitir algo de la belleza y de la preciosidad de su vida. Tanto que, cuando sacerdotes misioneros, o religiosas, o laicos, vuelven a veces a nuestra tierra, les invade una tristeza muy grande. Primero, al ver cómo estamos nosotros, y dicen que nosotros somos más pobres que aquéllos, que vivimos peor, con toda nuestra tecnología y nuestro progreso, y todos los bienes de consumo de que disponemos. Y, al mismo tiempo, sienten una nostalgia enorme por aquella vida que, una vez que les ha tocado el corazón, tiene tal belleza que no pueden sino echarla de menos. Y sólo los problemas de salud les impiden volver. Aunque también os podría contar un caso, muy reciente, de una misionera, seglar, que se fue hace unos años a Nicaragua, a la que le acaban de detectar un cáncer de mama bastante importante, que lo tiene bastante extendido, que ha dicho: “Si ésta es mi familia, si éste es mi pueblo, ¿qué hago yo volviendo a España? ¿Para que me puedan dar unos meses más de vida? No merece la pena. Prefiero morir junto a esta gente testimoniando que, cuando yo les he dado mi vida, se la he dado para siempre, como una esposa a un marido, o un marido a una esposa”.
Esos testimonios son las joyas de la vida cristiana, el tesoro de la Iglesia, y existen. Por eso, no dejéis de orar por ellos.
Yo he sido profesor de Historia del Cristianismo Antiguo, y siempre me ha llamado la atención que en los primeros siglos cristianos no había congregaciones misioneras, no había personas dedicadas a la misión, como si eso fuese una profesión particular. Los cristianos eran la misión. La vida de los cristianos tenía la belleza y el atractivo suficiente como para hacer que otros se acercasen y deseasen participar de esa vida. Y yo creo que en los tiempos en que vivimos nos toca redescubrir eso.
Ya lo decía Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio, justamente referida a la misión de la Iglesia: en el mundo en el que estamos, todo cristiano es un misionero. Y no puede ser de otra manera. Si lo que nos ha sucedido es tan precioso, cómo no comunicarlo. Por supuesto, sin tratar de manipular, o de hacer cálculos o estrategias como para influir en otros de unas maneras que no son propias del Dios que se nos ha revelado en Jesucristo como Amor sin límites. Y eso significa con una paciencia sin límites. “Sólo el amor es digno de fe”, por recordar uno de los títulos importantes de la Teología católica del siglo XX. “Sólo el amor es digno de fe”. Sólo el amor es misionero. Sólo una pasión por la vida de los hombres es capaz de hacer percibir algo de la Belleza extraordinaria, y sobrenatural, y por eso, justamente, aquella Belleza para la que nuestro corazón está hecho, que llega junto con la Presencia de Jesucristo, con la gracia de Jesucristo. Que el Señor nos conceda a todos vivir la misión así.
Y dos palabras muy breves sobre el Evangelio que acabamos de escuchar, que a mí me parece que tiene una enorme actualidad. En primer lugar, el contexto del mundo en el que Jesús vivía es quizá imprescindible para comprender su enseñanza. Jesús vive en Judea y en Galilea, territorios que en ese momento formaban parte del Imperio Romano. Pero no podemos entender el entorno de Jesús sin comprender que en aquel tiempo había grupos muy influyentes en el mundo del judaísmo, para los que la presencia romana admitida en Palestina era, sencillamente, un acto de blasfemia, de ofensa suprema a Dios, puesto que el pueblo de Israel pertenecía a Dios, en virtud de la Alianza, y sólo Dios podía tener autoridad sobre él.
En ese sentido, uno de los puntos problemáticos, en ese contexto, era el tema del tributo. Pagar el tributo a una autoridad extranjera implicaba el reconocimiento de que esa autoridad extranjera tenía un poder sobre el pueblo de Israel, que era el pueblo de Dios, sobre el que sólo tenía autoridad Dios. Por lo tanto, si Jesús hubiera respondido que había que pagar el tributo, se le podría desautorizar fácilmente ante esos grupos, de los que formaban parte los partidarios de herodes, los herodianos, que en otros lugares se conocen por el nombre de esenios, y entre los cuales había ciertos grupos pertenecientes a un judaísmo muy radical que pensaban incluso que era legítimo matar a los ocupantes con tal de liberar a la tierra de Israel. El grupo más radical, en ese sentido, eran los celotas. Y, probablemente, los dos ladrones que crucificaron junto a Jesús pertenecían a ese grupo de celotas, que asesinaban a cualquiera que colaborase con los romanos, por colaboracionismo, por contribuir a una blasfemia institucional admitida.
En cambio, si Jesús decía que no había que pagar el tributo, era fácil denunciarle ante las autoridades romanas, ante el procurador romano de Judea, o ante el gobernador de Siria, diciendo: “Aquí tenemos a un sedicioso que no acepta la autoridad del César”.
Los judíos, por estar en una provincia de las conflictivas, no tenía el derecho de la pena de muerte y, por tanto, necesitaban presentar ante las autoridades romanas los delitos de una manera creíble para poder ejecutar una pena de muerte. Y, de hecho, a Jesús, en el momento de su condena, le presentaron como enemigo del César, porque se hacía a Sí mismo Rey.
Este marco es el mismo de la adúltera. En el problema de la adúltera, lo que dice la Ley está muy claro, pero el problema es un problema político, no de un juicio moral, y todo el mundo en tiempos de Jesús lo entendía: “¿Tú qué dices? ¿Que cumplamos la Ley de Dios y que la apedreemos, o que no la apedreemos y, entonces, enfrentas la fe judía con el hecho de la autoridad romana que nos impide realizar una pena de muerte?” Y en aquel momento Jesús encontró la respuesta que todos conocéis. Y en la cuestión del tributo, responde diciendo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Sobre esa frase se han escrito verdaderos ríos de tinta, tratando de explicarla, y se puede explicar de muchas maneras. Yo quiero sólo subrayar dos verdades que me parece que tienen actualidad, y que nos pueden servir a nosotros hoy en nuestra vida cristiana. Las dos son muy sencillas, y pertenecen al abecedario de la fe, pero justo por eso, necesitamos tal vez recordarlas.
La primera es, sencillamente, que el César nunca es Dios. Parece una obviedad, o una perogrullada, y sin embargo es necesario recordarlo. El César nunca es Dios. El César tiene una autoridad limitada, confinada a ciertos ámbitos de la vida de los hombres, pero nunca es Dios. Cuando hoy la mayor parte de los gobernantes del mundo se distancian de cualquier tradición creyente, y algunos se profesan absolutamente no creyentes, o ateos, no tendría que ofenderles que los cristianos recordemos que los césares no son Dios, que los emperadores y las autoridades de este mundo no son Dios. Y forma parte de la fe cristiana el reconocer y el saber que no son Dios. Y, por tanto, el no darles nunca el honor que sólo debemos a Dios, y el poder que sólo le corresponde a Dios.
Y eso es actual y es importante. Porque, precisamente en un mundo que ha perdido la conciencia de Dios, que ha perdido su sentido religioso, que lo tiene nublado, oscurecido, justamente en un mundo así, los césares vuelven a querer ser dioses. No lo son porque se atribuyan como los emperadores romanos títulos propios de las divinidades, o como hacían los reyes persas y otros; pero lo hacen atribuyéndose unos poderes sobre sus súbditos que sólo corresponden a Dios.
Y el siglo XX, si queréis, el siglo del triunfo cultural del ateísmo, ha visto destrucciones y masacres como no ha conocido la Historia. Un pensador como Bernanos decía que tal vez las masacres y las destrucciones que presenciaba (lo decía justamente durante la II Guerra Mundial) sólo son comparables a esas grandes migraciones de la Prehistoria de las que sabemos tan poco. Y es posible.
Hace poco leía yo que el número de muertos causados por Mao Tse-Tung en China rondaba los setenta millones de personas. Pero si uno mira lo que ha significado la II Guerra Mundial, no sólo los seis millones de judíos, sino de muertes y de destrucción; si uno cuenta en cantidades numéricas la realidad que nos desvela apenas aquella primera obra en Occidente de Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, uno se da cuenta de que el siglo XX, lejos de haber sido un siglo de progreso, y de paz, y de prominencia, ha sido un siglo de unas enormes destrucciones, causadas por seres humanos que, precisamente porque no creían en Dios, podían endiosarse a sí mismos; precisamente porque el mundo contemporáneo y la ciencia pone en manos de los poderosos del mundo tales medios de dominio de las conciencias y de dominio de las vidas y de las propiedades de los seres humanos, se han hecho dioses a sí mismos.
Cuando un Gobierno, cuando una administración del Estado trata de definir las cosas, de poner nombres a las cosas, eso sólo Le corresponde a Dios. Cuando se trata de definir lo que es el cuerpo humano, o lo que es el matrimonio, o cómo tienen que ser las relaciones humanas, o cuándo empieza la vida y cuándo termina la vida, o cuándo es lícito acabar con una vida humana llamándola simplemente de otra manera, uno está atribuyéndose competencias que sólo corresponden a Dios. Y los cristianos, justo por la experiencia que tenemos del conocimiento de Jesucristo y del conocimiento de Dios, sabemos que ningún César es Dios, sea quien sea, pretenda lo que pretenda. Y a nadie le damos el poder de definir el mundo, de definirnos a nosotros mismos, o de definir la realidad, ni el poder de disponer de nuestro corazón, y de nuestra conciencia, y de nuestra memoria, y aquello que nos constituye como personas, que no recibimos de las Administraciones del Estado, que recibimos exclusivamente de Dios, y por lo cual sólo Le damos gracias a Dios, y a nadie más.
Recordar, por tanto, que el César no es Dios, es algo menos ingenuo y menos “piadosillo” de lo que da la impresión a simple vista.
Y la segunda verdad que el Evangelio nos recuerda, y no es menos importante, ni menos actual, es que, sean cuales sean las circunstancias de la vida (que a veces son fáciles, agradables, porque la vida de los cristianos transcurre en tiempos de bonanza y de paz, y ¡bendito sea Dios cuando eso es así!; pero otras veces las circunstancias son difíciles), no hay circunstancia en nuestra vida que nos impida dar gloria a Dios con nuestras vidas. Porque no es la libertad exterior, o la libertad de movimientos, u otros tipos de libertades sociales que podamos tener, las que determinan la libertad profunda de nuestro corazón. Uno de los casos más llamativos de eso es la vida de san Maximiliano Kolbe, que entrega su vida a cambio de la de un padre de familia en el campo de concentración de Auschwitz: el símbolo mismo de la carencia de libertad en el mundo contemporáneo. Y en ese lugar, que es el símbolo de la absoluta privación de libertad, la libertad cristiana puede florecer como una flor de montaña, con la misma frescura, con la misma verdad, con la misma belleza.
Nadie dispone de nuestro corazón. Y porque nadie dispone de nuestro corazón, siempre podemos dar gloria a Dios. En circunstancias más difíciles, será de una manera. De hecho, cuando las circunstancias se ponen más difíciles, es siempre un reto para que pueda resplandecer más nuestro amor por los hombres como el Amor de Dios por nosotros. Fue la Cruz el lugar supremo de la Revelación de Dios, no la creación del cosmos o del big bang. Porque en la Cruz el Amor de Dios se revela más poderoso que toda la mezquindad acumulada de toda la Historia humana, y mirad si esa mezquindad no es un océano aparentemente inabarcable: una gota de agua en la palma de la misericordia y del Amor infinito de Dios. Todo el mal del mundo, toda la historia de miseria humana, una gota de agua en la palma del Amor infinito de Dios. Y en la Cruz Dios se revela como Amor incondicional y sin límites.
Perdonadme, mis queridos hermanos, pero no sé yo ser breve. Vamos a darle gracias a Dios por el regalo inmenso que significa la pertenencia a este Pueblo que es la Iglesia, el don de la fe en esta pertenencia, la alegría de ser hijos de Dios, la libertad gloriosa de los hijos de Dios, para la que Cristo nos ha rescatado, y nos rescata todos los días, con el don de nuevo gratuito de su Vida, de su Amor, de su Cuerpo.