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Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 12/10/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 96 p. 168



Muy queridos hermanos sacerdotes,
muy queridos hermanos y amigos,

Situado el Evangelio que acabamos de escuchar en el contexto del ministerio de Jesús, repite uno de los pensamientos que tuvo que expresar de más formas y con más frecuencia, especialmente dirigido, como dice ahí, a las autoridades religiosas del mundo en el que Él vivía: los sumos sacerdotes, los escribas, los fariseos, los maestros de la Ley. Y el pensamiento es, en el fondo, muy sencillo: frente a Dios, en la presencia del Señor, no hay privilegios de casta, o de oficio, de ningún tipo. De alguna manera, Jesús viene a decir en esta parábola (con otros matices y otras implicaciones) algo parecido a lo que indicaba cuando decía: “No todo el que dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en el Cielo”.

El ser humano tiene una tendencia (y probablemente es algo que tenemos los seres humanos de todos los siglos) a hacernos valer de un status, y eso nos sirve en algunas relaciones humanas. Pero, cuando tratamos de hacernos valer de un status delante de Dios, eso falsea radicalmente nuestra situación ante Dios. Por el hecho de ser, como se dice a veces, muy católico (eso es una gracia), pretender que eso me sirva como un escudo que me protege, por así decir, frente al ardor del celo de Dios, no funciona. Porque, al final, Dios lee el corazón y las entrañas, no el exterior de las apariencias. Y si nuestro corazón está lejos de Dios…, pues está lejos de Dios, y a Dios no Le engañamos. Si en nuestra vida pesan más, y son una mayor causa de alegría o de tristeza, cosas de este mundo, como el aprecio de los demás, o la consideración humana, o el que otras personas le tengan a uno como referencia, eso se convierte en un obstáculo en nuestra relación con Dios.

Ante Dios todos somos mendicantes. Ante Dios somos nada. Somos hijos de Dios, pero lo somos como gracia; al igual que somos cristianos, lo somos por gracia. Sólo cuando el cristianismo ha sido reducido de una manera indigna al moralismo al que lo hemos reducido muchas veces, el ser cristiano parece que es un timbre de gloria frente a los demás. No. El ser cristiano es una gracia. Y el antiguo catecismo nos lo recordaba en la primera frase: “Soy cristiano por la gracia de Dios”. Y si lo soy por la gracia de Dios, significa que no tengo ningún mérito en serlo, que no puedo usar ese ser cristiano, o esa condición de cristiano, como un instrumento para juzgar a los demás, o para juzgar al mundo, o para sentirme por encima de aquellos que no tiene fe, o de aquellos que no se comportan de acuerdo con la fe que dicen tener. La elección de Dios y la gracia de Dios no sirve nunca para ponerla como entre Dios y nosotros como algo de lo que pudiéramos presumir o por lo que pudiéramos reclamarle algo a Dios. Cuántas veces hacemos el bien y Le pasamos a Dios recibo, como si por hacer el bien Dios recibiera algo de nosotros, o Dios nos debiera algo, cuando el hecho de hacer el bien lo hacemos por su gracia, evidentemente. Y también porque Él nos muestra el camino del bien. Y es un camino que coincide con el de nuestro corazón. Pero sólo su gracia nos da siempre la fuerza para poder hacer el bien, para poder vivir de acuerdo con lo que desea nuestro corazón. Por lo tanto, nunca se Le puede pasar a Dios factura. En el momento que hacemos eso, caemos en aquello que Dios vomita, y es el fariseísmo, el orgullo mentiroso, el jugar con Dios a las apariencias.

Esa fue la historia de las autoridades religiosas judías. Ellos se creían con derechos delante de Dios. Y cuando Jesús puso al desnudo el corazón humano, que todo se juega en la relación con Dios, eso produjo en ellos el odio que condujo a Jesús a la pasión y a la muerte. No eran dignos del banquete de bodas. En el fondo, su corazón no estaba en el banquete de bodas, y se terminaron yendo, uno a sus tierras, otro a sus negocios o a lo que fuera. No valoraban aquello a lo que se les había invitado. Y el Señor dijo: “Hay que ir a los caminos, a llamar a los lisiados, a los que no se consideran dignos de nada”. Y eso es lo que hizo Jesús en su propia vida. Al ver que los suyos no Le recibían, su grupo de seguidores estaba compuesto por pecadores, publicanos, personas que todo el aparato de poder religioso del mundo judío consideraría indignas. Tan indignas que, por ejemplo, no entrarían jamás en la casa de un publicano ni de su familia. Un judío jamás entraría en una casa así, para no contaminarse.

Y, sin embargo, Jesús entraba, se hospedaba en la casa de los publicanos, llamaba a los pecadores a ser discípulos suyos, perdonaba los pecados, y encontraba en ellos un corazón sencillo y una gratitud que no encontraba en los justos. Los violentos que arrebatan el Reino de los Cielos son esas personas que, según las categorías del mundo judío, no tenían derecho a estar allí, pero que entendieron el mensaje de Jesús, y creyeron en Él, y escucharon su Palabra, y Le acogieron en sus vidas. Y sus vidas cambiaron ante ese encuentro con Jesús. Y cambiaron radicalmente, de arriba abajo.

Quisiera explicar un detalle del Evangelio, y es aquél que luego entró y se le recrimina el no tener traje de bodas. El traje de bodas, tal y como ha sido la interpretación cristiana desde el primer momento y de manera unánime, significa la penitencia. Sólo hay un requisito para acercarse a Dios. No es el ser justo, no es el no tener pecados, el no tener defectos, el poder presumir, como presumía aquel fariseo delante de Dios: “Yo te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás: cumplo todos los mandamientos, pago el diezmo del comino y de la menta”. Las leyes más pequeñas las cumplía todas escrupulosamente, pero su corazón estaba lejos de Dios. Mientras que el pobre pecador, al final del Templo, decía: “Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador”. Y aquel corazón, que gritaba al Señor desde su pobreza, encontró misericordia, y fue acogido por la misericordia y el amor infinito del Señor. Mientras que el hombre que se presentaba al Señor reclamando la paga por lo bien que se había portado, no encontró abierto el corazón de Dios. Porque el único obstáculo que nosotros ponemos a la gracia de Dios es justamente nuestro orgullo, el pensar que no necesitamos de esa gracia, el pensar que no somos pobres, el pensar que nosotros podemos salvarnos a nosotros mismos con nuestro esfuerzo y nuestra voluntad.

El pecado no es un obstáculo al Señor. Si nuestra pobreza se acerca a Él suplicándole misericordia, nunca lo será. Al contrario: el reconocimiento de los pecados, la petición de perdón, ése es el traje de bodas, ése es el único requisito que es necesario para entrar en el banquete del Señor.

Que el Señor nos conceda ese corazón sencillo, humilde, que no se pavonea delante de Dios, que no trata de presumir delante de Dios ni delante de los hombres (que eso lo hacemos con más facilidad), sino que reconoce su pobreza, la necesidad que tenemos de la gracia.

Nosotros tendríamos que dar gracias al Señor por la parábola, porque nosotros somos los que hemos sido llamados por los caminos. Nosotros no estábamos en la Alianza del pueblo judío. Nosotros somos la Iglesia de los gentiles, que ha conocido a Jesucristo, y que ha reconocido en Él al Salvador del mundo, al Esperado de las naciones. Nosotros tenemos que dar gracias de que aquello no ha sido para una casta, para unas personas que se consideraban a sí mismos los dueños de las promesas de Dios y de la Alianza, y que alejaban a los demás a base de considerarse dueños de ese tesoro que Dios había puesto en sus manos.

Una reflexión inmediata que provoca el Evangelio, y que la provoca espontáneamente un día como hoy, día de la Virgen del Pilar, Patrona de la Hispanidad y, aunque sea una celebración más civil, también Día de la Hispanidad, es que nosotros hemos recibido una tradición preciosa. Aunque en la historia de la Iglesia haya miserias y pecados, que los hay, lo mismo que fuera de ella, en esa tradición no ha faltado jamás la gracia de la Presencia de Cristo, el perdón de los pecados, la vida nueva que Cristo genera, la santidad. Y la santidad no es más que una humanidad completa, cumplida, una humanidad bella, florecida por la Presencia de Cristo. Y eso no ha dejado de estar en la Iglesia jamás, ni deja de estar en nuestro tiempo.

Pero es inevitable escuchar esta parábola y preguntarnos: “Señor, ¿somos nosotros de aquellos que convierten el tesoro que hemos recibido, como hicieron los judíos, en una posesión nuestra, algo que nosotros dominamos y de lo que echamos, de alguna manera, a los demás? ¿O somos nosotros instrumentos Tuyos que abren el tesoro de Dios para todo aquél que llega con la única condición que Dios pone, con el traje de bodas, es decir, con un corazón contrito?” “Un corazón contrito y humillado -decía el salmo- Tú no lo desprecias”. Que el tesoro que nosotros hemos recibido, que es la tradición cristiana, lo podamos pasar, porque es un tesoro de humanidad bonita, es un tesoro de verdad para la vida, de gozo para la vida, es una fuente inagotable de alegría y de esperanza. Que se lo podamos pasar a los hombres de nuestro tiempo, a nuestros hermanos, a nuestros compañeros de camino. Que podamos invitarles al precioso banquete al que nosotros mismos hemos sido invitados, a la comunión con el Padre, y el Hijo y el Espíritu Santo y, por tanto, a la vida de comunión con Dios.

Y, al mismo tiempo, no es posible reflexionar en la realidad que vivimos, y escuchando este Evangelio, y celebrando una fiesta como la que hoy celebramos, sin pensar también en la responsabilidad que tenemos de cara al futuro, de cara a nuestro mundo, al momento en que vivimos. Es un momento de crisis (no voy a detenerme en ello, ya nos hablan los medios de comunicación todos los días), pero no cabe duda de que detrás de esa palabra, en parte tabú y en parte mágica, hay un montón de sufrimiento humano, de heridas, de dolor, de miles de personas que se quedan sin trabajo, situaciones a veces verdaderamente muy desesperadas. Una crisis económica refleja siempre una crisis social y una crisis cultural: es fruto de esas otras crisis. Pero una crisis es también una llamada a las reservas de humanidad que existen en nosotros. Es un reclamo de humanidad para todos, para sacar de las reservas que haya de esa humanidad más grande que alivia el sufrimiento, que acoge a las personas que viven doloridas, que tiene los brazos abiertos, como el Señor, para nuestra común humanidad, para aquellos que participan del camino con nosotros. Si es verdad, como dicen,  que estamos sólo en el comienzo, vamos a tener mucho tiempo y muchas posibilidades de ejercer esa humanidad. Lo que yo quiero recordar es que la Presencia de Cristo en medio de nosotros, la gracia de Cristo, es una fuente inagotable de esa humanidad, que vamos a necesitar más que nunca, justamente, en los momentos difíciles que, según dicen, nos esperan vivir.

Que sepamos acogernos a esa fuente inagotable de gracia, de misericordia, de amor. Y que nosotros, que hemos recibido de esa fuente, sepamos comunicarla a los demás de una manera generosa y magnánima, grande de corazón, y grande por la certeza y por la experiencia del Amor con que el Señor ha amado nuestra propia pobreza. Que así sea para todos nosotros. Que así sea para todos los cristianos, y así nos sostenga y nos aliente el Seños a vivir de este modo.

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