Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 17/10/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 96 p. 173
Muy queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos,
Cuando me acercaba por el pasillo central, antes de comenzar esta Eucaristía, Paloma se ha acercado muy preocupada diciendo: “No sé las personas que van a venir”, porque faltaban pocos minutos para empezar y había ocho personas en la Catedral. Y yo le he dicho que en Belén había cinco, José, María y los tres Reyes Magos, y después vinieron los pastores, y después otros, y ahora estamos nosotros aquí. Y en la Cruz tampoco había mucha gente. No es una cuestión de número. Y el que pueda haber menos que otros años puede deberse a muchos factores, y lo digo por si alguno más tiene la preocupación que tenía Paloma. Estamos a diecisiete de octubre, es muy tarde para comenzar el curso, y todo el mundo está ya con la cuarta metida y más, casi terminando el trimestre, o a mitad del trimestre, y ha habido muchas inauguraciones de curso en muchos lugares, y algunos de vosotros habéis participado en al menos una o dos de ellas; y una más, y además la última, hace que pueda ser comprensible. No importa. Otro año trataremos de hacerlo más a principio de curso, como hacíamos años anteriores, y no pasa nada.
Lo importante es que, quienes estamos aquí, podamos vivir este momento. No sólo porque la Eucaristía es siempre el centro de la jornada, y lo que sostiene la jornada, y lo que hace que la vida tenga sentido. No sólo el trabajo como educadores, o como maestros, o como profesores, sino también la vida misma, y vuestros matrimonios, y vuestra paternidad o vuestra maternidad, y vuestros hijos, y vuestro respirar… Todo tiene sentido gracias a que Cristo es un don permanentemente disponible para nosotros, y con su vida, con su Espíritu, nos alimenta, nos sostiene, y nos permite vivir en la acción de gracias en cualquier circunstancia.
En una Eucaristía de este tipo, como en la de otros años, los pensamientos son necesariamente similares. Damos gracias a Dios por la posibilidad de educar, por participar en esa preciosa misión que, de algún modo, es la misión de Dios, o mejor dicho, primariamente es la misión de Dios, y es la misión primaria de la Iglesia, y es la misión primaria de los padres en el orden de la Creación. Es decir, darse y dar de lo que uno es, de lo que uno sabe, de lo que uno tiene, de lo que uno ama; dar de la propia sustancia de uno mismo para que otros puedan crecer. En eso consiste la educación.
Pero eso es lo que el Señor ha hecho y hace por nosotros. A mí me conmueven mucho, y me conmueven cada vez más, como una síntesis de lo que fuera la experiencia cristiana y del cristianismo, esas palabras del Pregón Pascual: “Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo”; y “¿De qué nos hubiera servido haber nacido si no hubiéramos sido rescatados?” En esas dos frases, Dios se revela como el más grande y como el más poderoso, porque es capaz de darse a Sí mismo para que nosotros, que valemos infinitamente menos que Dios, podamos crecer, y podamos crecer hasta alcanzarle a Él. Ese es el Ser de Dios.
En un lenguaje muy humilde, hay un escrito que se conserva de la alta Mesopotamia, en la frontera con Persia, que es el discurso de inauguración de curso de una escuela cristiana en el siglo VI (hoy es un pueblo que está en la frontera de Turquía con el norte de Irak), que se titula “La causa de la fundación de las escuelas”, y que describe toda la historia humana como una historia en la que el primer enseñante, el primer maestro, fue Dios, que les enseñaba a Adán y Eva en el Paraíso a nombrar las cosas, a reconocerle a Él… Y luego va describiendo toda la historia sagrada como una sucesión de escuelas, desde el origen del mundo hasta el momento en que se realiza esa lección inaugural. (…)
La misión de educar es inherente a la misión de la Iglesia. Damos gracias, por lo tanto, de poder participar, cada uno en nuestra medida, desde sitios diferentes, espacios educativos distintos, a edades distintas, pero todos ellos con ese mismo denominador común, con esa constante que nos descubre la fe cristiana: educar no es simplemente ayudar a unas personas a entrenarse para el mundo el mundo laboral o profesional, sino, ante todo, partiendo de esa noción de que somos imagen de Dios, dar de uno mismo, de la propia sustancia, para hacer que otros crezcan; y que otros crezcan con capacidad de afrontar la vida con sabiduría, con verdad, con certezas capaces de sostener la vida.
Soy consciente, y será la otra dimensión de nuestra Eucaristía, de que educar es, probablemente, la tarea más difícil del mundo contemporáneo. Y no sólo la más difícil, sino que, por el contexto cultural en el que estamos, y por algunas otras causas que puedo señalar ahora y que vosotros conocéis tan bien como yo, es casi una actividad “imposible” (entre comillas). Porque, a partir de los supuestos culturales en los que vivimos, donde, por ejemplo (por no señalar más que una cosa), se identifica el comportamiento racional del hombre con el comportamiento según sus intereses, y sus intereses más inmediatos, eso, ya de entrada, hace casi imposible educar. Si el “yo” se considera, por otra parte, definido sólo por su libertad, ¿en virtud de qué se pueden luego aplicar todas esas cosas que estudiáis en pedagogía sobre técnicas de motivación?, es decir, ¿en virtud de qué se puede motivar a una persona a que haga los sacrificios y a que asuma las disciplinas que entraña el apredizaje? Si el niño se pusiera a preguntar: “Y ¿para qué?, y ¿para qué?, y ¿para qué?”, muy fácilmente nuestra cultura hay un momento en el que no tiene respuesta. Y si no hay respuesta para los últimos “para qués”, toda la cadena anterior de “para qués” se queda como colgada en el vacío, y no hay manera razonable de sostener ese esfuerzo, ese trabajo que significa el aprendizaje. Porque los intereses inmediatos se acaban en un momento determinado, o son limitados, o necesitan fundamentarse en algo más grande, y si esa fundamentación falta…
Yo creo que esa es la razón profunda de la crisis de la educación, porque no es una crisis limitada a nuestro contexto: es semejante a la crisis de la economía, al caos cultural en el que estamos. Y yo creo que el último eslabón que hay en esas dificultades es el eslabón político. Y por supuesto que soy conciente de que la política determina aspectos importantes de la vida, tanto de los alumnos como de los profesores, como de los espacios educativos. Pero las cosas que suceden en la política son siempre derivadas de otras. Son mucho más importantes siempre las cosas que suceden en el ámbito de la cultura. Porque los políticos no hacen más que seguir lo que está en el ambiente, y de manera bastante superficial. Por supuesto que pueden crear enormes dificultades, todos sois conscientes. Está el tema de la Educación para la Ciudadanía. Está el tema de las Ciencias para el Mundo Contemporáneo, tan grave o más que el de la Educación para la Ciudadanía, puesto que en esas supuestas ciencias, donde se define qué es una ciencia y qué no lo es y, por lo tanto, qué tendría que quedar fuera de la escuela, se excluye cualquier conocimiento basado en la tradición; cuando, además, el conocimiento científico también es un conocimiento basado en la tradición, y es mucho menos apodíctico de lo que los científicos tienden a suponer, por ejemplo.
Con sólo ese presupuesto, ya se transmite todo un mundo de presupuestos sobre qué es la vida, qué es la verdad, qué es ser hombre, o qué es ser mujer, cuáles son las relaciones entre hombre y mujer, qué es la familia, qué es el cuerpo…, toda una serie de contenidos que están en contradicción explícita con lo que nosotros sabemos por haber conocido a Jesucristo, y con lo que nosotros sabemos con una certeza incomparablemente más grande que la que nos puedan dar los libros de texto sobre estas materias, por una razón muy sencilla.
Mirad, la experiencia de la Iglesia tiene en su haber muchísimos tropezones, muchísimos pecados, muchísimas miserias, pero si uno mira a lo que es verdadero y grande en la experiencia cristiana, esa experiencia produce una humanidad tan bella que no tiene comparación ni parangón alguno en la historia humana. Mientras que el tipo de humanidad que produce esa ideología del positivismo moderno que excluye totalmente del ámbito del saber todo lo que no sea conocimiento positiv (y que excluye, por lo tanto, cualquier presencia de lo religioso, cualquier espesor de la realidad que pueda ir más allá de lo medible y de lo cuantificable), de momento no ha producido más que un par de guerras mundiales y poco más, y millones y millones de muertos, que dejan a las cruzadas y a la inquisición, y a otros pocos puntos de retórica que se pueden señalar ahí, al nivel de novicias de ursulinas comparado, por ejemplo, con lo que ha sido la II Guerra Mundial, o lo que ha sido en China la revolución cultural, con setenta millones de muertos, que se dice pronto. Pensad en setenta millones de personas sacrificadas, asesinadas, como si no sucediera nada… No daría la vida humana para pensar ese número rostro a rostro, poniendo a cada rostro una familia, una historia, un corazón humano. Esa es la verificación histórica de los frutos de un determinado tipo de educación.
Por lo tanto, no soy ingenuo con respecto a las dificultades que podemos tener delante, y al tipo de cosas al que hemos de resistirnos (mediante la objeción de conciencia, o mediante otras posibilidades legales, o mediante otras formas legítimas de resistencia) a la imposición de un pensamiento único y de una cultura única que no estamos nadie obligados ni a sostener, ni a creer, ni a admitir, ni a defender.
De ese mismo sustrato cultural nacen otras dificultades, que no provienen del mundo de la política, sino que provienen, evidentemente, del tipo de sociedad en la que estamos. Hablando con vosotros, se os oye destacar muchísimas veces, por ejemplo, la falta de cooperación de los padres. Pero es que los mismos padres no saben muchas veces qué hacer con sus hijos. A partir de las premisas de la cultura en la que se vive, saturada de publicidad, no saben realmente qué hacer, tiran la toalla, y ¡claro que tiran la toalla!, como a veces la tiran también los educadores, porque se hace demasiado difícil. Yo he oído, más de una vez y más de dos, a profesores de materias en las que cabría un interés, como puede ser inglés o sociales, decir: “Yo, de los cincuenta minutos que tengo de clase, me paso cuarenta haciendo callar o manteniendo el orden en la clase, y tengo diez minutos para enseñar”. Es evidente que eso es un desgarro permanente en el corazón de un profesor, como para desanimarle. Y no es extraño que, cuando se leen ciertas estadísticas en revistas de educación, uno se da cuenta de que el gremio de educadores es uno de los gremios más castigados en nuestra sociedad, porque resulta muy duro querer transmitir algo y sentirse impotente ante un mundo que va en otra dirección. A quien le interesa, le interesa poco ese don, o no es capaz de acoger o de recibir ese don que uno hace.
No hace mucho, una profesora empleaba de manera habitual la palabra “trogloditas” para referirse a sus alumnos. Era como los percibía, y probablemente la designación no está tan alejada de ciertos análisis críticos mucho más sesudos y profundos de los que yo soy capaz de haceros aquí, pero que han hecho personas como Lewis, el autor de las Crónicas de Narnia, por señalar simplemente uno. O Finkielkraut, el estudioso judío superviviente a los campos de la guerra mundial que, ya por los años cincuenta, consideraba que un perro que les esperaba cuando salían de las barracas del campo de concentración por la mañana y les acompañaba hasta por la noche y luego desaparecía en el bosque, era el último kantiano que quedaba en Alemania y el ser más civilizado que ellos podían encontrar en el campo de concentración. Es muy fuerte, pero estoy hablando de un pensador conocido, que tiene obras traducidas a todos los idiomas, y que no es cristiano, que es un judío.
Sabiendo todo eso, le pedimos al Señor poder afrontar la realidad que tenemos delante, sea la que sea, con un corazón grande y generoso, magnánimo. Para eso necesitamos la gracia de Jesucristo, que Él nos sostenga, que Él nos afirme en nuestra vocación. Porque yo estoy convencido de que educar es una vocación. Y también os digo, en Auschwitz, uno de los campos de concentración más terribles del mundo nazi, pudo florecer la humanidad más bella, por ejemplo en una figura como la de san Maximiliano Kolbe, y en muchas otras figuras de las que se saben apenas pequeños rasgos. En la situación más adversa (¡no estoy diciendo que estemos en Auschwitz, en absoluto!), tengamos las dificultades que haya por delante, si uno tiene una razón suficiente para dar la vida, si uno tiene una razón suficiente para amar a las personas que tiene delante (y esa razón nos la da la Eucaristía, nos la da la Presencia de Cristo, no hay otra, y nosotros tenemos esa razón), uno es capaz de educar por cualquier resquicio, en cualquier circunstancia, porque uno es capaz de darse. A lo mejor los chicos que tenemos en nuestras clases no son el número uno del premio nacional de bachillerato en química o en inglés, qué sé yo, pero eso no nos impide amarles. Hay una cosa que está siempre en nuestra mano, que es querer a quien tenemos delante, que es poder quererlos como somos queridos. Y yo creo que ésa es la primera clave para poder educar.
Tengo la imagen de una profesora que enseñaba en un barrio extremo, donde las familias estaban absolutamente desestructuradas, donde la violencia hacia la mujer, hacia la madre, aparecía en dibujos de niños de ocho años, unos dibujos absolutamente brutales. Evidentemente, esa profesora no podía pensar en que sus alumnos llegasen a ser premios nóbel, o cualquier otra cosa de ese tipo, pero ella podía amarles, podía quererles, y mientras les estaba queriendo, y buscando formas de llegar hasta ellos, de despertar un poco su humanidad, de hacerles apreciar la belleza de un paisaje, o la belleza de un cuadro, o la belleza de algunos sentimientos que también estaban en su corazón, a pesar de toda la destrucción en la que vivían, estaba comunicándoles lo mejor de sí misma y estaba haciendo que esos chicos pudieran crecer en su humanidad. Eso es educar, y eso nos es posible siempre.
Parte del problema de la impunidad con que se nos imponen ciertas cosas es porque, delante de los legisladores y de quienes gobiernan nuestra sociedad, no existe ningún sujeto vivo, despierto, que sabe lo que hay que hacer. Y parece que esperamos siempre que sean otros, las autoridades, quienes nos den resuelto el problema. No es un problema español. Ya el poeta Thomas Eliot, en una obra bellísima, y llena de sugerencias, que se llama Los coros de la roca (que fue una obra de teatro, un musical, que compuso para su parroquia, donde estaban construyendo una nueva iglesia), que habla sobre la construcción de la Iglesia, y sobre la situación del mundo contemporáneo, en un momento dice: “El hombre moderno ha deseado siempre buscar sistemas que sean tan perfectos que le ahorren el riesgo de tener que ser bueno”. Eso es una enfermedad de nuestras sociedades: descansamos en los sistemas, descansamos en los protocolos, en las reglas que funcionen, en técnicas y en procedimientos que funcionan automáticamente, exactamente igual que echamos la moneda en la máquina y nos sale la cocacola. Y queremos que nuestras relaciones humanas, en esa relación fundamental, que es la relación educativa, funcione del mismo modo. Imposible. No es así.
A lo que estoy tratando de apelar es a que, donde hay un corazón humano despierto y, por tanto, deseoso de cumplir su vocación como ser humano, de su propia humanidad, hay un deseo de darse y de comunicarse que encuentra siempre resquicios en la persona. Y, luego, las personas son libres. Unos te recibirán y otros no te recibirán, pero siempre habrá alguien que escucha, alguien que abre su corazón, alguien que reconoce en ese amor aquello para lo que uno está hecho, y en ese momento se establece la relación educativa. Y eso es insustituible. No hay sistema, no hay legislación, no hay universo pedagógico ni claves pedagógicas que puedan suplir eso. Esa relación es la que hace crecer a las personas. Esas relaciones son las que nos han hecho crecer a nosotros hasta donde estamos, y eso es insustituible. Cuando eso se da, hasta en el ambiente más adverso, surge la relación educativa. Y quien ama esa relación, porque esa es nuestra vocación como educadores, la cuida lo mejor que sabe, lo mejor que puede, lo mejor que nos permiten las posibilidades. Y cuando estamos haciendo eso, estamos educando. Cuando estamos amando, estamos educando. Y cuando no amamos, aunque funcionen perfectamente, aparentemente, todas las cosas, a lo mejor cumplimos el expediente, pero no sé si a eso se le puede llamar educar.
Perdonadme. Esto no parece una homilía. Es casi una conversación con vosotros, en la que, por desgracia, sólo hablo yo, pero no quería dejar de poner una especie de marco a los motivos que tenemos para darle gracias al Señor, para acoger el don que Él nos hace, misterioso, en el sacramento de Sí mismo y de su vida, como Algo que nos acompaña y nos sostiene en nuestra misión. Y para recordar que, por muy difíciles que sean las circunstancias, por muy adverso que sea el contexto en el que realizamos nuestra misión, esa misión vale siempre la pena. Y esa misión consiste en algo muy sencillo que está al alcance de nuestra mano, porque querer está siempre al alcance de la mano. Querer no es nunca difícil. No es nunca una cosa complicada, para la que uno necesita hacer cursos especializados. Basta con abrir el corazón y con querer comunicarlo. Es verdad que, cuando uno lo abre y se comunica, a veces ese corazón también es herido, pero son heridas de las que uno no se avergüenza jamás, os lo aseguro.
Vamos, pues, a darle gracias al Señor, y a pedirle con mucha sencillez que en el trabajo de este año, en nuestra vida, y en las circunstancias que estáis cada uno, que cada uno sabéis cuáles son, el Señor nos sostenga y nos aliente, y nos dé vitalidad y energía, nos renueve su gracia de tal manera que nosotros podamos entrar cada mañana en el aula, o en la escuela, con la alegría de saber que somos unos privilegiados, porque Cristo entra con nosotros, y porque nuestra única misión es poder comunicar a Cristo queriendo a las personas que tenemos delante tal y como Cristo nos quiere a nosotros.
Antes de la entrega del catecismo Jesús es el Señor
Ahora yo haré entrega a algunas personas del nuevo catecismo de la Conferencia Episcopal, Jesús es el Señor, y haré entrega como un instrumento. La fe de la Iglesia es nuestro tesoro más precioso. No se trata de echar sermones en clase de matemáticas, si sois profesores de matemáticas, o de física. Pero la tradición y la fe de la Iglesia, que está compendiada en el catecismo, nos permite a nosotros mirar a quienes tenemos delante como somos mirados por Dios, es decir, con el Amor incondicional, fiel y eterno con el que somos amados por Dios. Y esa posibilidad hace de la fe de la Iglesia el tesoro más grande, también para el que enseña matemáticas. Porque no hay una manera de enseñar matemáticas cristiana, pero hay una manera cristiana de ponerse delante de los alumnos. No hay un tornillo cristiano, o un coche cristiano, pero hay una manera de ponerse ante el trabajo, y de ponerse ante los compañeros de trabajo, que es específicamente cristiana. Ésa es la que nos enseña, y la que nos da como gracia, la comunión de la Iglesia.
Antes de la Bendición final
Terminamos con la Bendición, y con un pensamiento que yo me había dejado en la homilía. Si ese darse uno mismo para que otros crezcan es el contenido último de la tarea educativa, la tarea educativa no se reduce a las aulas, ni siquiera a espacios como la escuela, o las instituciones llamadas educativas. Eso significa que toda relación humana es educativa. Dios nos ha puesto cerca unos de otros para que establezcamos relaciones, y para que en esas relaciones crezcamos. Toda relación humana es para facilitar que crezcamos y que otros crezcan. Toda relación humana debe tener como contenido esa donación que Cristo nos da, y eso es lo que hace posible un mundo humano. Pero, la relación del matrimonio, es educativa, es para que crezcan los dos, para que en la donación mutua se pueda se pueda crecer como personas; la relación de padres e hijos, por supuesto, esa es evidentemente educativa; pero también los amigos, toda relación humana. Por lo tanto, igual que no hay ámbitos especiales para lo religioso, aunque nos reunamos en la iglesia para celebrar la Eucaristía, sino que lo religioso es la vida entera; de la misma manera, si hemos aprendido de Cristo lo que significa vivir, todas nuestras relaciones son educativas.