Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 26/10/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 96 p. 182
Queridos hermanos sacerdotes,
bienvenido también el párroco de Gerena, que está acompañando al grupo de fieles que han venido con él,
queridos hermanos y amigos,
En la oración de la Eucaristía de hoy (y en todas las oraciones de la Misa, sobre todo en las del tiempo ordinario), Le hemos pedido al Señor que Él haga lo que nosotros estamos llamados a ser, puesto que nosotros no sabemos hacerlo, ni podemos hacerlo; que Él nos conceda lo que nos pide que hagamos, que Él nos ayude a crecer en aquello en cuyo crecimiento consiste nuestra plenitud, nuestra vida. Y en la de la misa de hoy, Le pedimos una cosa muy sencilla: “Para poder alcanzar tus promesas, concédenos amar tus preceptos”.
Los preceptos del Señor son el camino por el que Él nos conduce hacia la vida. La vida es Él. Pero la vida es, al mismo tiempo, nuestra plenitud. La vida es, al mismo tiempo, la realización de los deseos más profundos, más verdaderos de nuestro corazón. Lo que ocurre es que, siendo cristianos de tradición, y de muchas generaciones, nos hemos acostumbrado a los preceptos de Dios, y no vemos la originalidad que tienen los preceptos, las leyes que el Señor nos pone como camino hacia nuestra salvación, hacia la plenitud de nuestra vida. Y no nos damos cuenta de lo original, de lo inaudito que es el que el Señor diga que todo lo que espera de nosotros es que Le amemos a Él y que nos amemos unos a otros, que es lo que acabamos de oír en el Evangelio. Porque en el mundo judío, la lista de preceptos que había era muy grande. Algunas ordenaciones hechas por los fariseos llegaban hasta seiscientos importantes, aparte de las prescripciones rituales, que eran muy minuciosas. Y situarse, y ordenar, y jerarquizar todos esos preceptos no era nada sencillo.
Al Señor Le preguntan: “¿Cuáles son los preceptos más importantes de la Ley?”. Y dice: “Amar a Dios con todas tus fuerzas, con todo tu corazón, con todo tu ser, y al prójimo como a ti mismo. Esos dos preceptos –dice– sostienen toda la Ley y los profetas”, es decir, esos dos preceptos contienen dentro de sí todo el camino que Dios nos propone, todo lo que Dios espera de nosotros. Y no es evidente que eso tendría que ser así. En las religiones del antiguo Oriente, por ejemplo, es muy frecuente que haya multitud de obligaciones, sobre todo rituales. Los mismos fariseos daban a veces más importancia a ciertas obligaciones rituales, de cosas que había que hacer, como no trabajar en sábado, o a ciertos preceptos que son indudablemente menores, y que se pueden hacer con un corazón malo. Porque uno puede cumplir ciertas leyes exteriores sin que el corazón esté puesto en el Señor. Y ése es el primer cambio de la moral cristiana. Cuando el Señor lo que nos pide no es cumplir unas prácticas exteriores sino amar, lo primero que nos dice es que a Él no le importa la fachada, que a Él lo que le importa es nuestro corazón, que nuestro corazón sólo crecerá si se hace un corazón bueno, y un corazón bueno es un corazón que ama.
Una segunda cosa que es llamativa en ese resumen que hace Jesús de los preceptos de la Ley en el mandamiento de amor a Dios y de amor al prójimo es que coincida tan exactamente con lo que los seres humanos, con nuestra experiencia y en nuestra vida, deseamos en el fondo. Porque yo creo que todo ser humano, sin excepción, en el fondo de su corazón está convencido de que, vinculado a la experiencia del amor está lo que hay en el mundo de accesible para nosotros de felicidad. La felicidad está vinculada al amar y al ser queridos, al dar amor y al recibirlo. Juan Pablo II lo dijo en aquella preciosa encíclica, la primera: “El hombre no puede vivir sin amor. La vida se le vuelve como tenebrosa. Si no participa en él vivamente, la vida se vuelve oscura para el ser humano”. La historia de la literatura universal lo ha expresado de muchas maneras, e incluso se vincula la imagen del amor humano al Paraíso o al Cielo. ¡Claro!
Y me diréis: “En nuestra cultura, donde uno ve matrimonios rotos, o historias de familias quebradas, amores traicionados, donde el cinismo se ha instalado en la vida cotidiana de tantas maneras, donde hay una mentalidad que promueve como si la felicidad fuera una cuestión de cálculo y de interés…, hay muchas personas cínicas con respecto al amor, e incluso la palabra ‘amor’ les suena como a sueños románticos, de otra época, pero que no existe en realidad”. Y eso es cierto, y yo tengo la misma experiencia que podáis tener cualquiera de vosotros, de relaciones con personas que viven situaciones terriblemente dolorosas. Pero uno intuye que la herida que produce justamente un amor traicionado, o un amor roto, pone de manifiesto que el corazón está hecho para el amor, que uno había puesto toda su esperanza en el amor. Si eso no fuera así, no produciría tantas heridas cuando el amor se rompe. Es un poco como la fábula de la zorra y las uvas, cuando la zorra se iba diciendo: “No están maduras”. Quien te dice que el amor no existe, te lo dice porque no ha sucedido en su vida, o la esperanza que había puesto en él no se ha cumplido, o ha sido traicionada. Pero, ¡claro que si uno encontrara un amor verdadero uno sabe que la vida es más hermosa!, que incluso las fatigas de la vida se llevan con más gusto, con más felicidad.
Por eso, el que lo que Dios nos imponga no sea una serie de deberes rituales, o lo que a veces llamamos religiosos, sino que lo que nos imponga sea quererle a Él y querernos unos a otros, corresponde a una intuición, todo lo vaga que queráis, todo lo difuminada e imprecisa que queráis, pero a una intuición extraordinariamente profunda del ser humano: corresponde perfectamente a los deseos más hondos, al anhelo de plenitud que nos constituye.
Pero si ahondamos un poco más en esos dos mandamientos, en el hecho de que lo que el Señor nos pida sea amar, uno se pregunta: “¿Se puede amar a la fuerza?” Parece que no. Porque, ¿cómo surge en nosotros el amor en la vida? ¿Cómo surge la primera experiencia que tiene el niño de sonreír o de amar a su padre o a su madre? Sencillamente, como respuesta a la sonrisa, al afecto, a las caricias que recibe de sus padres. Por lo tanto, aunque el mandamiento (son mandamientos) sea mandamiento de amar, y aunque de ellos dependa nuestra vida, hay algo previo a ellos. Y aunque esos dos mandamientos sean lo más importante, hay algo previo a ellos sobre lo que esos dos mandamientos se sostienen. Y eso tiene mucha importancia para nuestra vida de cristianos, para nuestra vida humana en términos generales. ¿Por qué? Porque para que nos brote del corazón (y es que, si no nos brota, no estamos cumpliendo en mandamiento), tenemos que experimentar que Dios nos ama, tenemos que poder reconocer en nuestra vida la sonrisa de Dios, la misericordia de Dios, la ternura de Dios.
Quienes estamos en la Iglesia libremente, y no simplemente por tradición o por rutina, lo estamos, sencillamente, porque la fe es un acto racional, porque hemos hecho experiencia en la vida de ese amor de Dios. Y, entonces, podemos proclamarlo, y podemos vivir de él. Y, entonces, aunque suceda con mil fragilidades, y aunque suceda con mil torpezas, y hasta con mil escaqueos, porque los seres humanos somos como somos, seres frágiles, sin embargo uno sabe que el Amor que recibe de Dios todos los días es algo tan fuerte y tan poderoso como para que la vida entera pudiera gastarse en gratitud y, por lo tanto, para que uno pueda desear amar a Dios con todas sus fuerzas, con toda su alma, con todo su ser. Como aquel poema de Lorca: “veinticuatro horas del día, veinticuatro horas que tiene; si tuviera veintisiete, tres horas más que querría”. Es lo mismo. Si todo lo que soy, si todo lo que somos nos lo da el Señor, si más horas tuviera el día, ¿en qué las podríamos usar? Pues en quererLe mejor.
Eso no significa estar todo el día mirando como en una vida contemplativa, porque no es esa la vida que el Señor nos ha dado a la mayoría de los seres humanos. Significa que el corazón esté puesto en Él permanentemente como fuente de la vida que uno recibe. Y sólo cuando esa experiencia está en nosotros, surge también en el corazón el amar a los demás. Porque amar a los demás sin amarlos, es decir, tratar de quedar bien con ellos, o tratar de parecer que uno los quiere pero sin quererlos, no abrir el corazón a quien te busca…, eso no es amar. Y lo que Tú nos has puesto como mandamiento es amar al prójimo como a nosotros mismos, porque es mi compañero de camino, porque es mi hermano, aunque no lo sepa, tal vez aunque me odie, tal vez aunque trate de manipularme, o de obtener de mí cosas que le interesan, pero no me mira bien, no me trata con el respeto que todo ser humano merece, con el reconocimiento que todo ser humano debería poder recibir de sus hermanos. Aun así, amar como el Señor nos pide sólo puede ser fruto de la experiencia de ser amados con un Amor inagotable, con un Amor infinito. Y entonces tiene uno capacidad de amar. Entonces uno perdona. Y puede perdonar no siete, sino setenta veces siete. Y uno puede al menos desear (no digo que nuestras fuerzas den para ello, porque la vida es para aprender a querernos), y uno puede pedirle al Señor: “Señor, que pueda crecer mi amor hacia mis hermanos”.
Nos preocupa en estos tiempos a los cristianos cómo anunciar el Evangelio. No creáis que el Evangelio se anuncia aludiendo a una serie de ideas. Un teólogo, yo creo que el mejor teólogo del siglo XX, escribió un librito muy pequeño, muy difícil de leer, muy técnico, pero el título es precioso, y muy sencillo, y se entiende, y dice todo lo importante que hay en el libro: Sólo el amor es digno de fe. Si nos preocupa que los hombres se acerquen a la fe, si nos preocupa que los hombres se acerquen a Dios, no hay más que una manera: quererlos. Porque a través de nuestro amor, del amor del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, el ser humano puede sentirse querido. Y en un mundo donde tantos seres humanos están rotos y destrozados, razón de más para que la primera misión de la Iglesia, el primer gesto de la Iglesia frente al mundo (no es condenar al mundo, ¡por Dios!) sea justamente querer a los hombres, querer a las personas, derrochar algo de ese Amor que Dios derrocha con nosotros, y derrocharlo de tal manera que pueda hacer generar en el corazón la misma gratitud, la misma alegría, el mismo amor que el Señor y su Amor ha suscitado en nosotros.
Al recibir misteriosamente, por el sacramento de la Eucaristía, el don entero de su Amor una vez más, pidámosle al Señor que florezca en nosotros ese amor, amor a Dios y amor a nuestros hermanos. Y hoy que todo el mundo habla de crisis, y que uno tiene la experiencia en las personas concretas que viven las consecuencias de la situación, aunque no esté en nuestras manos el solucionar todos los problemas, y tal vez apenas ninguno de los muchos problemas que las familias viven..., si conocemos a alguien que sufre, un gesto de amor, un gesto de compañía, un gesto de hermandad, de verdadera amistad hacia el ser humano, siempre produce fruto. Y no se trata de usarlo como anzuelo, en absoluto. Eso no sería propio de Dios. Se trata de que produzca, sencillamente, alegría en el corazón de tantas personas que hoy no la tienen, porque no han experimentado nunca el Amor a Dios. Han oído habla de Dios, pero sólo han oído hablar de Él, pero no lo han experimentado nunca. No lo han sentido en su carne. No lo han tocado con sus manos. No lo han visto con sus ojos. Y el Señor sólo nos tiene a nosotros para derramar y difundir ese Amor por el mundo. Esa es la misión de la Iglesia. Así es como la Iglesia evangeliza. Así es como la Iglesia anuncia la Palabra de Dios. Porque la Palabra de Dios es Jesucristo, el Amor que se entrega por la vida de los hombres, el don del Padre que se entrega para que nosotros vivamos, para que nosotros podamos vivir en alegría y en esperanza.
Vamos a darle gracias al Señor, y a suplicarle que Él nos conceda amar sus preceptos para que podamos, no sólo en el Cielo, sino ya aquí gozar de sus promesas.