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Novena de las Angustias

Basílica de Nuestra Señora de las Angustias

Fecha: 19/09/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 96 p. 196



Muy queridos D. Blas, D. Francisco,
hermanos sacerdotes,
queridos Presidente y miembros de la Junta de Gobierno de la Hermandad,
queridos hermanos y amigos,

Cuando miramos la imagen de la Virgen de las Angustias y comprendemos lo que representa (no lo que representa para nuestro corazón, y más para nuestro corazón de granadinos, que representa muchísimas cosas, una historia bella de vínculos con Ella, sino lo que allí está representado), una mujer que tiene a su Hijo muerto en los brazos, la primera reacción del corazón y de las entrañas es conmoverse. Uno se conmueve ante ese dolor. Y yo quisiera que esta tarde miráramos entre todos nuestro corazón. Puesto que ese conmoverse es un gesto que brota del corazón, a la luz de la Virgen vamos a mirar, de algún modo, qué es el corazón humano, cómo funciona ese corazón, para qué está hecho, y qué engaños se nos ofrecen como esperanzas falsas, como promesas falsas, que defraudan y generan en definitiva tristeza, para pedirle a la Virgen que podamos mirarla a Ella como Madre de la Esperanza,  y abrir nuestro corazón para el bien para el que está hecho.

El corazón humano está hecho precisamente para reconocer el bien, de la misma manera que nuestros ojos y nuestra inteligencia nos van diciendo cosas básicas de la vida. Por ejemplo, que uno no sale de casa por una ventana, porque la vida correría inmediatamente peligro, o que uno no se tira a un hueco del que no ve el fondo, porque la inteligencia humana está hecha para reconocer las cosas y tratar de reconocer su verdad. Es cierto que a veces los sentidos no nos dan toda la verdad de las cosas, y podemos engañarnos, o podemos tener la impresión, como los que van por el desierto y ven un espejismo, de que hay un lago enorme y luego no hay nada. Pero la vida se nos da, y la inteligencia se nos da, para reconocer la verdad y separarla de la mentira, puesto que la mentira es peligrosa. Y si alguien no cayera en la cuenta de la ley de la gravedad, no por haber estudiado ciencias sino por la experiencia de los sentidos, y no tuviese en cuenta esa ley, su vida duraría muy poco. De la misma manera, el corazón está hecho para adherirse al bien; la inteligencia, para adherirse a la verdad de las cosas, para reconocerlas.

Viendo las velas se me ocurre otro ejemplo: todos los niños pequeños, cuando han visto el fuego, la reacción es inmediatamente ir a jugar con él, y gracias a Dios siempre suele haber alguien, o una madre, que le dice: “Niño, eso es fuego, y con el fuego no se juega”. Y todos hemos hecho el intento de probar a ver qué pasaba, y sin apenas saber hablar decíamos: “quema”. Y uno aprende que no pone la mano en una llama. Así funciona en la vida ordinaria nuestra inteligencia. Y nuestro corazón, parecido a nuestra inteligencia, está hecho para reconocer el bien, es atraído por el bien, por los bienes, por cosas que pensamos que constituyen un bien para nuestra vida y que poseyéndolas, o adhiriéndonos a ellas, la vida va a ser mejor. Eso es así, y es inevitable, y no es un mal.

Una de las primeras cosas que yo quiero afirmar al hablar de nuestro corazón a la luz de la experiencia cristiana es que nuestro corazón es una especie de brújula que Dios nos ha puesto para buscarLe a Él, para encontrar el bien, la verdad suma que es Él, a la luz de la cual adquieren su lugar y su puesto la verdad de las cosas de la vida. Porque, siendo muy importante saber que el fuego quema, o que uno no sabe dónde va un agujero negro y uno no debe adentrarse en él sin un instrumento que le permita ver por dónde va, hay otras cosas en la vida que hay que reconocer: cuándo alguien que me dice “te quiero” dice algo que es verdad, porque no todo el que dice “te quiero” te quiere verdaderamente. Y también eso lo vamos aprendiendo en la vida. Por eso es muy importante saber cuáles son los signos de un amor verdadero, o cuáles son los signos de un amor falso. Igualmente, nuestro corazón tiene que ir aprendiendo a distinguir cuáles son los bienes verdaderos de los bienes falsos. Y ése es el trabajo de la vida. La vida se nos da como un camino para, si utilizamos bien nuestra inteligencia, encontrar la verdad, y si utilizamos bien nuestro corazón, encontrar el bien.

Una de las primeras afirmaciones que yo quiero hacer en esta predicación es que, mientras el mundo moderno nos enseña a desconfiar de nuestros deseos, e incluso a desconfiar de nuestra inteligencia, y hasta desconfiar de nuestra libertad, sin embargo la Iglesia nos enseña a fiarnos de nuestro corazón, y a fiarnos de nuestra inteligencia. En un mundo como el que estamos, es curioso que la Iglesia (estoy pensando en la encíclica del Papa sobre Fe y razón) tenga que defender la inteligencia humana y la capacidad de la inteligencia humana para defender la verdad. Y la tiene que defender porque hay demasiados espacios de poder (no sólo de poder político, que también) que tratan como de definir qué es la realidad para el ser humano, y de decirle cómo tiene que utilizar su inteligencia, y qué cosas son o no son sabiduría, y qué cosas son o no son conocimiento verdadero. Y eso deja fuera de la inteligencia muchísimas cosas. Igual que los centros de poder del mundo contemporáneo tratan de manipular la inteligencia humana para decirle lo que tienen que pensar, igualmente, o más todavía, tratan de manipular el corazón humano para decirle lo que tiene que desear.

No es una idea mía, ni es nada original. Estoy sólo describiendo lo que afirman algunos pensadores contemporáneos, del siglo XX, absolutamente lejanos a la fe y a la tradición cristiana, e incluso enemigos de la tradición cristiana. Y, sin embargo, alguno de estos pensadores ha descrito el mundo en el que vivimos como una cárcel sin rejas: las sociedades nuestras, las sociedades desarrolladas, donde muchos mensajes al cabo del día nos dicen qué es lo que tenemos que desear.

Recuerdo una encuesta que se hacía quizá por los años ochenta en EE.UU. en la que se decía que en las ciudades norteamericanas el número de impactos publicitarios que recibía una persona a lo largo del día eran alrededor de los 16.000, por supuesto no sólo en televisión, sino en todas partes, porque es imposible no andar la calle, moverse en el coche, o poner la radio sin estar constantemente recibiendo indicaciones. Son como las indicaciones de tráfico. Porque la publicidad no es una ciencia, es un arte. Y ese arte lo que trata es de dirigirse al corazón. La publicidad tiene siempre el mismo mensaje. Y el análisis de los anuncios me ha enseñado a darme cuenta, desde hace ya muchos años, que es mentira que nuestro mundo no sea religioso (luego he tenido muchas más pruebas de que eso es una mentira). ¿Y por qué puedo decir que eso es una mentira? Porque la publicidad emplea siempre el lenguaje religioso. Recuerdo un anuncio de hace muchos años que era una familia que estaba llenando su carro en un supermercado y, de repente, bajaba del cielo una caja inmensa, llena de luz y de oro, de cereales para el desayuno. Y aquella gente levantaba sus manos exactamente igual que si hubiera sido la teofanía de Dios en el Sinaí. Pero cualquier lenguaje publicitario no se limita a decir “este jabón lava más blanco”, sino, “si compras esto serás feliz”. ¡Cuántos anuncios pueden reducirse a esto!

En esas pequeñas películas de treinta segundos, lo que anuncian es: “compra esto y serás feliz”. Ése es un mensaje que va dirigido a nuestro corazón, que va dirigido a proponer un bien al corazón, donde te promete la felicidad si tienes tal modelo de coche, si tienes tal tipo de casa, si te compras un chalet en tal sitio, si participas en no sé qué empresa. Pero siempre el anuncio es “compra esto y serás feliz”.

Y estos pensadores han estudiado la estructura de ese mecanismo publicitario diciendo: “Esas son las reglas de nuestra cárcel”. Las sociedades desarrolladas modernas son sociedades carcelarias, donde hay una disciplina. Y esa disciplina es una disciplina del deseo. En nuestras sociedades está prohibido desear lo que no se puede comprar. De la misma manera que está prohibido considerar como ciencia, o como saber, aquello que no se verifica en un laboratorio, en un experimento repetible. Y es mentira que la verdad sea sólo aquello que es verificable. Las cosas más importantes de la vida no son verificables. Y ningún ser humano vive bien sin la certeza, por ejemplo, de que sus padres le quieren. Esa certeza se puede adquirir, y cuando uno la adquiere, cuando un niño crece con esa certeza, crece bien, sobre una roca sobre la que puede desarrollar razonablemente su inteligencia y su personalidad. Un niño que no tiene esa certeza (que, repito, no pertenece a lo experimentable en el laboratorio, sino a lo que se adquiere por la experiencia, por una cierta sabiduría, con un cierto modo de usar la razón y de experimentar en la vida la verdad de las cosas) de que sus padres le quieren, vive mal, crece con inseguridad, es incapaz de concentrarse. Cuántas veces te dicen los profesores: “Hay tantas familias rotas… Y el primer síntoma en el que notamos que su familia está mal es que se pone a estudiar y no estudia, es incapaz, porque hay algo en su estructura psicológica que está roto”.

Está prohibido pensar que la religión es una ciencia. Está prohibido pensar que la verdad del Evangelio es una verdad por la que uno puede jugarse la vida, porque es más verdadero que Jesús es el Hijo de Dios, es más verdadero que Jesús cumple la vida humana, que el que dos y dos sean cuatro, aunque no se pueda demostrar con las prácticas estrechas de una ciencia reducida a lo verificable en un laboratorio, a lo experimentable en el mundo reducido de lo cuantificable, de lo medible.

Lo mismo sucede con el corazón. El corazón está hecho para un Bien infinito. Y ahí apelo a vuestra experiencia. Cuántas veces (y todos hemos salido a comprar algún bien que acababa de salir al mercado, o hemos corrido a las rebajas, basta ver las calles las vísperas de Reyes) hemos tenido como una especie de ansiedad, y nos pasa como a los niños: tenemos el juguete e, inmediatamente después de que lo poseemos, el corazón se pone en movimiento hacia otra cosa. Y cuando todos los bienes (volvemos a pensar en los 16.000 impactos publicitarios al día) que se nos ofrecen son bienes comprables, son bienes pequeños, que son menores que el corazón humano, el corazón humano está siempre insatisfecho. Y ése es el mecanismo de buena parte de nuestra vida, de nuestra sociedad: pensar que lo que tenemos no nos llena porque no tenemos el último modelo de mp3, o de mp4, o porque no tenemos la última versión de ese programa informático… Y, repito, todos los bienes de este mundo son para usarlos, no hay ninguna desconfianza ante ellos. Pero si a nuestro corazón, que está hecho para pegarse, sólo se le ofrecen bienes que son más pequeños que él, y además se le promete con mentira que si tú tienes ese bien vas a ser feliz, ¿cuál es la experiencia del hombre normal?, ¿cuál es nuestra experiencia, cuando hemos puesto un deseo desproporcionado en un bien que no puede hacernos felices porque es más pequeño que nuestro corazón?

Nuestro corazón está hecho para un Bien sin límites, para un Amor sin límites, para una felicidad sin límites, para una felicidad cuya posesión no deja esa especie de vacío, o de sentirse engañado, que experimenta uno cuando ha puesto toda su esperanza en un determinado bien y ese bien ha fracasado.

Los bienes para los que estamos hechos son bienes personales. Ninguna cosa (que podamos destripar, que sea un juguete) está hecha a la medida de aquello que esperamos. Sólo las personas constituyen un bien adecuado, por eso tiene que ser un bien personal. Y el bien que son las personas las hace dignas de amor. Y nuestro corazón está hecho para ser amado. Por lo tanto, el mayor bien que podemos reconocer en una persona es que una persona nos quiera. Sin eso no hay vida humana. Si uno eliminase de la vida esa dimensión de gratuidad, de donación, de amor, ya podríamos tener todos los bienes del mundo, podríamos poseer todas las cosas del mundo, y sin embargo seríamos una sociedad extraordinariamente triste. Ayer hacía referencia a las depresiones y a los suicidios. ¡Cuántos suicidios provienen de la imposibilidad de reconocer el bien para el que estamos hechos! A veces incluso el bien de las personas.

¿Por qué? Voy a poner un ejemplo muy concreto que pienso que os puede ayudar por lo cercano, porque ésa es la experiencia de nuestra vida: los matrimonios que fracasan. Todos tenemos la experiencia de personas, a veces muy cercanas, de las que uno dice: “¡Pero si son buenos chicos! ¿Qué les pasa? ¿Por qué llega un momento en que el matrimonio se convierte en una especie de frustración?” Porque nuestro corazón está hecho para un Bien infinito. Y, a menos que uno tenga la conciencia de que ese Bien infinito existe, y que, por lo tanto, los gestos de amor que yo recibo (de mis amigos, o un hijo de sus padres, o de sus hermanos, o los padres de sus hijos, o los abuelos de sus nietos) son como destellos de ese Bien infinito para el que estamos hechos, pero que se nos permite vislumbrar, que existe, que está detrás, como promesa, entonces, podemos apreciar la belleza del destello, porque eso es como un anticipo del Bien infinito para el que estamos hechos.

Pero fijaos qué drama, qué tragedia, el que nuestro corazón tenga una sed insaciable (porque está hecho para un Bien infinito), y que lo que tengo delante es un ser humano (también abierto al infinito, pero pequeño, limitado, cuya capacidad de comprenderme y de amarme es limitada), y que yo piense que eso es lo único que yo tengo en la vida. Necesariamente, inequívocamente, me pasará con ese bien, no digo que lo mismo que con los juguetes, pero algo bastante parecido. ¿Qué es lo que sucede en esas relaciones, por ejemplo, de hombre y mujer? Que el hombre y la mujer le piden al otro que lo satisfaga, que lo llene, que cumpla la promesa que hay inscrita en nuestro corazón, que cumpla la vida. ¿Qué le pedimos a la otra persona? Que sea Dios. Y como la otra persona no es Dios, inevitablemente surge la confrontación y el juicio. Cuando no hay ese horizonte en el que yo puedo percibir que lo que yo recibo es el agua de una fuente que no se agotará jamás, que quizá el hilito es pequeño, pero esa fuente es inagotable, porque es un signo de la fuente inagotable e infinita de Dios; si yo pienso que ese hilito es lo único que hay, me voy a buscar otra fuente mejor.

La conclusión casi inequívoca de una situación así es que, cuando surge la dificultad, el juicio es: “No me quiere lo suficiente”. Evidente. Nadie somos capaces de querer a las demás personas como necesitamos ser queridos. Nadie. Porque toda persona necesita ser querida con un amor infinito, y yo no soy capaz de dar a nadie un amor infinito. Y como no soy capaz de dar un amor infinito, las personas que están a mi lado siempre podrán decir: “No me quiere lo suficiente”. O el marido, o la mujer, o los amigos, o los hermanos pueden reconocer que el afecto que necesitamos para caminar en la vida es un signo de la promesa inagotable de ese Amor que es Dios, o viviremos siempre en una insatisfacción permanente. Y esa insatisfacción se convierte en tragedia cuando uno se da cuenta de que la vida pasa, y que esa esperanza de felicidad plena, total (que va ligada a la nupcialidad, a ese bien que el ser humano, hombre y mujer, reconocen en la nupcialidad), no se va a producir jamás en la vida. Y entonces uno busca, ¿y al final qué dice? Que el amor no existe: una actitud cínica ante la vida, una actitud escéptica, y entonces uno concluye que hay que sacar el provecho que se pueda, hay que relacionarse con los bienes que uno va encontrándose en la vida pero, en el fondo, uno no puede tomarse en serio ni el amor que recibe ni el amor que da. Ése es el punto máximo de la frustración.

Este es un recorrido que daría él mismo para todos los días de la novena, pero vuelvo al comienzo. Una imagen que nos conmueve, que conmueve nuestro corazón, y lo conmueve precisamente no por el bien que lleva consigo, porque en esa situación no percibimos ese tipo de bien que nos prometen las luces de neón y los anuncios, sino que percibimos un inmenso sufrimiento, y, sin embargo, porque hay una conciencia de cuál es el Bien supremo, y de que ese Bien, Señora, está en tus brazos, ese Bien se llama Jesucristo, y Tú porfías su Amor de tal manera como para no perder la esperanza, ni siquiera ante su muerte, y de que eras capaz de reconocer ese Bien. Tu rostro dolorido hasta lo más profundo del alma no se descompone ni se destruye, ni genera esa reacción que genera la frustración, que es la violencia.

El otro día oía una noticia sobre el número de niños que maltratan a sus padres. Justo, cuando se nos educa para pensar que todos los bienes que hay son bienes de cosas que se pueden comprar, se crea tal insatisfacción en el propio corazón que esa violencia la paga uno con cualquier cosa: el vandalismo, la anarquía, los grupos organizados violentos, ciertos fenómenos muy típicos de nuestra sociedad desarrollada, en medio de ese anonimato dominado sólo por la mirada omnipresente de la promesa de una felicidad falsa, mentirosa. En esa situación, la violencia es casi como lo cotidiano, como lo normal. No es para lo que estamos hechos nadie. Nadie tiene su corazón hecho para la violencia. Lo tiene hecho para el amor. Pero cuando el engaño es tan cotidiano y tan permanente, la violencia se instala en el corazón de una forma en la que reaccionamos de manera brusca. ¿Por qué? Porque no hay la felicidad que se nos promete. Y una y otra vez nos sentimos engañados sin saber por qué, porque nadie nos dice que esa felicidad está en otra parte, y nadie nos dice dónde está esa felicidad.

Señora, yo Te ruego que nos descubras dos cosas sencillas. Primero, a saber desconfiar de los bienes que nos prometen esa felicidad falsa, pero a no desconfiar de nuestro corazón. Cuando nuestro corazón se rebela, o cuando nuestro corazón anhela un bien más grande, o cuando nuestro corazón muestra su insatisfacción por los bienes de este mundo, cuando nuestro corazón busca un objeto en el que fijarse, aunque lo busque torpemente, aunque seamos engañados mil veces en el mundo en que vivimos, el corazón es un instrumento bueno, al igual que la inteligencia es un instrumento bueno. Y hay que entender que nuestros deseos, si vamos hasta el fondo de ellos, ¿qué es lo que todo ser humano desea? Que le digan la verdad. ¿Qué es lo que todos deseamos? Ser amados. Todo ser humano desea ser amado. Por lo tanto, hay que fiarse del fondo del corazón. Hay que tener el valor de ir más allá de las apariencias, hasta el fondo. Por eso Te pido, Señor, que nos des la sabiduría de poder fiarnos de que nuestro corazón está bien hecho. Es el mundo el que nos engaña. No es que el corazón nos engañe. Y a veces nos dejamos engañar con demasiada facilidad, y por eso Te suplicamos que nos guíes, y que vayamos al fondo de ese deseo nuestro que está hecho para el Señor. Recuerdo una frase de San Agustín, al comienzo del libro de las Confesiones, que resume en sí misma toda la experiencia de la antropología cristiana: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. ¿Cuál es el Evangelio? ¿Cuál es el anuncio? Hay una felicidad. Y es mentira que tengamos que conformarnos y que resignarnos siempre a esta especie de felicidades provisionales, que duran un momento, pero que luego dejan resaca, o nos dejan el vacío de haberse acabado. No. Hay una felicidad plena, porque hay un Amor infinito. Dios te ama, me ama a mí, pobre, nos ama con un Amor infinito. Y ese Amor no es una idea que hemos construido los hombres para consolarnos de las insuficiencias y de las tristezas que genera la frustración que nos dan los bienes humanos. Esa experiencia es originaria, profundamente originaria, está en lo más hondo del ser humano, y no es posible arrancarla: estamos hechos para un Amor que no tiene límite, ni en su cantidad, ni en su fidelidad, ni en su calidad, y que no se acaba nunca, sino que siempre es capaz de sorprendernos. La vida eterna no es un estado de reposo y de tranquilidad, después de haber terminado los días de nuestra vida. La vida eterna es justamente el descubrimiento sin velos de ese Amor que pone en movimiento nuestro corazón, y donde siempre nos faltará más por descubrir, más por conocer, más por gozar, más por disfrutar de lo que ya hemos conocido, disfrutado, gozado y amado.

La primera súplica es que no desconfiemos de nuestro corazón. La segunda es que nos des la sabiduría para que podamos reconocer el Bien para el que estamos hechos, que es Dios. Y Dios se ha hecho carne, y tiene nombre, y ha asumido nuestra humanidad y nuestra condición para hacerse compañero de camino en nuestra vida. Es verdad que todos los signos de esa compañía son limitados. Es verdad que todas las personas que nos acompañan (el marido a la mujer, la mujer al marido, los padres a los hijos, los amigos), la misma comunión de la Iglesia, está hecha de personas limitadas. Pero cuando podemos reconocer en todas esas relaciones, y especialmente en la relación de la comunión de la Iglesia, la presencia inagotable de la misericordia, de la paciencia, del afecto exquisito de Cristo, entonces la vida se hace bella. Frente a esa ansiedad compleja, hay una forma de alegría, hay una forma de vida que es la sabiduría de reconocer al Señor como nuestro único bien, como el bien que sacia definitiva y adecuadamente, como el bien que corresponde de verdad. Y entonces uno le saca gusto a las cosas, uno es capaz de amar. Y es posible amar a un marido con defectos, y a una mujer con defectos. Y es posible amar a unos hijos cuyos defectos los padres ven. O amar a unos padres, llenos de defectos, pero que me han dado la vida, y que hacen posible que yo pueda ver amanecer, y ver a las personas, y querer vivir. Y uno puede reconocer en todo un signo de la gracia de Dios. La experiencia cristiana es la experiencia de poder reconocer a Cristo en todas las cosas. Hay una frase de esa doctora de la Iglesia del mundo contemporáneo, que es Teresa de Lisieux, que dice: “Todo es gracia”. El fruto de haber encontrado a Jesucristo es poder reconocer en todo el bien que hay en la vida un signo de Cristo, y en el mal que hay en la vida, los signos de la ausencia de Cristo, de la carencia de Cristo y, por lo tanto, de poder aumentar el deseo de Aquél que es capaz de llenar nuestro corazón.

Le pedimos esas dos cosas: que nos enseñe a no desconfiar de los deseos de verdad que hay en el fondo de nuestro ser, y que Ella nos guíe, a través de esa brújula que es el deseo que Dios ha puesto en todo ser creado, hacia aquel Bien que es capaz de llenar de buen gusto las cosas de la vida, y de permitirnos vivirlas, a pesar de todo el mal y el dolor que puedan producirnos, sin que nos destruyan, y de poder gozar las que son bellas sin ese sentido trágico que genera el desconocimiento del Amor infinito de Jesucristo. Es más, yo añadiría una tercera petición: que también en nuestra vida podamos ser ese pequeño signo de que es verdad que ese Amor infinito existe para este mundo desesperado, para tantas personas que buscan. Yo no he conocido a nadie que no busque a Dios, os lo digo de verdad. Porque las personas que dicen que no Le buscan, lo dicen con tal sensación de irritación o de resentimiento, que es evidente que manifiestan una herida, y por esa herida grita uno al final la necesidad que tiene de ser feliz, la necesidad que uno tiene del Amor infinito de Dios. Pero no lo van a encontrar más que si encuentran a alguien cuya vida pueda testimoniar que quien ha encontrado a Jesucristo vive las mismas cosas que viven los demás, y que las vive sostenido por un Amor que no se explica sólo por nuestras cualidades psicológicas, sino que se explica exclusivamente porque hemos encontrado la sabiduría que llena de buen gusto y de sentido toda nuestra vida.

Madre Santa, Virgen de las Angustias, Tú que conoces las entretelas de nuestro corazón (en la historia particular de cada uno, en la historia de nuestras familias, en la historia de los matrimonios, de nuestra vida, de las relaciones en nuestros lugares de trabajo), Tú que conoces realmente los deseos de nuestro corazón, guíanos. La primera lectura Te presentaba como la sabiduría. Madre de la Esperanza, precisamente por esa sabiduría de reconocer cuál es el bien de nuestra vida, guíanos Tú, sostennos Tú, para que encontremos a Cristo de tal manera que nuestras vidas proclamen, en medio de un mundo sin esperanza, que es posible vivir con gozo, que es posible vivir con alegría. Y no porque uno cierre los ojos al mal, o al sufrimiento, o a la muerte, o a nada, sino porque uno ha encontrado a Aquél que permite vivir con todas esas cosas sin ser destruidos, Jesucristo, tu Hijo, Nuestro Señor. Que la Virgen nos conceda a todos esa gracia.

Antes de la Bendición final
Sólo una observación muy breve antes de terminar. Quizá esperabais que, después de toda esta reflexión sobre cómo los bienes que nos promete el mundo, la felicidad nos promete el mundo, nos defrauda tantas veces, una consideración muy espontánea, y muy previsible, sería decir: “tenemos que usar de otra manera los bienes de este mundo, no tenemos que dejarnos engañar”, es decir, pasar inmediatamente a la consideración moral. No lo he hecho, y no lo haré. Porque en la tradición cristiana, en la experiencia cristiana, la moral viene siempre después del anuncio del Bien, y yo no lo he anunciado (bueno, sí lo he hecho, evidentemente: he dicho que el Bien para el que está hecho nuestro corazón es Jesucristo; lo decía también el Evangelio que hemos leído, el tesoro escondido en el campo, la perla preciosa). La verdad es que no he explicado nada del Evangelio. Pero la razón por la que he escogido ese Evangelio no es para anunciar que el tesoro en el campo era Jesucristo (eso lo haré mañana), y cómo podemos nosotros saber que ese es el Bien para el que nuestro corazón está hecho, y que la perla preciosa es Jesucristo. Yo he querido escoger este Evangelio sólo porque el Señor apela al deseo de bien que hay en nosotros, cuando dice: “¿Qué comerciante de perlas, cuando encuentra una perla preciosa, no vende cualquier cosa para hacerse con ella?”, es decir, que si encuentra un bien mayor, no hace lo posible para conseguirlo. El Señor pone hoy como ejemplo el deseo de nuestro corazón. Nos invita a fiarnos de nuestro deseo para reconocer cuál es el Bien grande para el que estamos hechos, cuál es el tesoro para el que estamos hechos. Recordáis aquella palabra de Jesús, “donde está tu tesoro, ahí está tu corazón”. Antes de sacar ninguna consecuencia moral, hay que descubrir cuál es nuestro tesoro. De eso, si Dios quiere, con la ayuda de la Virgen, hablaremos mañana. Os doy la Bendición.

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