Basílica de Nuestra Señora de las Angustias
Fecha: 20/09/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 96 p. 207
La mayoría de vosotros, queridos hermanos, habréis caído en la cuenta de que, mientras estos días estamos celebrando la novena con vestiduras blancas, considerando que estamos celebrando todos los días una conmemoración de la Virgen, hoy es sábado. Y la vigilia litúrgica de la Iglesia del domingo, igual que la Creación, empieza el sábado por la tarde (recordáis que el relato del Génesis dice: creo Dios la luz, una tarde, una mañana, día primero). En la tradición judía, recibida por la Iglesia también en este sentido, los días comienzan la víspera, lo que nosotros llamamos la víspera en las tradiciones del calendario romano. Yo sé que a la Virgen, Nuestra Señora, no hay mayor modo de honrarla, ni mayor alegría, que la de honrar a su Hijo.
Y al celebrar el domingo la liturgia de la Iglesia, ¿qué es lo que celebramos? Celebramos (la misma palabra domingo, que viene del latín, lo dice: dies Dominicus, el día del Señor) la resurrección de Jesús. Y celebrar la resurrección de Jesús es celebrar el origen de la alegría y de la esperanza de toda la vida que ha brotado del costado abierto de Cristo. Es decir, es celebrar la consumación del Amor de Dios que se nos ha entregado en Jesucristo. Porque si Cristo no ha resucitado, como diría San Pablo en una ocasión, nuestra fe es vana. Una y otra vez hago referencia a la imagen de la Virgen que tenemos delante: si no fuera por la resurrección, no habría nada que celebrar en la historia de un Hombre que muere a consecuencia de la envidia, del odio, de las miserias y de las injusticias de los hombres. ¡Tantos hombres a lo largo de la historia han muerto así! ¡Tantos hombres y mujeres, en nuestro contexto, sufren y viven su vida destrozados por el daño que les han hecho los hombres, por la crueldad y la miseria del corazón humano! ¿Qué hay de particular, qué hay digno de celebrar, qué hay que mereciera esas joyas, esa belleza, esos adornos que convierten a esa Mujer en una Reina? Sólo la resurrección de Jesús. Porque Cristo ha resucitado, nosotros podemos reconocer que Él es el Hijo de Dios. Porque Cristo ha resucitado y ha vencido a la muerte, la redención que Él ha operado en su ministerio, en su pasión y en su muerte, y la enseñanza que Él transmitió es algo que tiene una dimensión universal, que vale para todos los hombres. El amor con que Él perdonó a los que estaban crucificándoLe, no iba dirigido sólo a aquéllos, sino que es un abrazo a la humanidad entera, con todas sus miserias. Es un don que Él hace de su propia vida a todos y cada uno de nosotros, y a todos los hombres y mujeres que existen en el mundo. La esperanza se abre, por tanto, no para el pueblo judío, no para unos pocos, no para aquellos que estuvieron cerca, sino para todos los hombres, porque es Dios mismo abrazando a la humanidad. Y entonces la Cruz es gloriosa, y tiene sentido el hacer una cruz de oro, o el perfumarla, como una joya, porque es la memoria del Amor sin límites del Señor que se ha entregado por nosotros. Y eso recupera el significado a la pasión de Cristo y a todo su ministerio, y le hace a uno comprender que aquel Niño que nació de la Virgen no era un niño como los demás, era el Hijo de Dios hecho Hombre. Era la Palabra de vida que se nos ha dado, que nos ha sido permitido tocarla con nuestras manos, verla con nuestros ojos, y oírla con nuestros oídos, y participar de esa vida. Porque la vida que estaba en Dios se nos ha manifestado, se nos ha entregado en Jesucristo.
Eso es lo que celebramos cada domingo en la misa. Es la renovación misteriosa, sacramental (eso es lo que quiere decir sacramental: misteriosa, cargada de contenido), de cómo aquel sacrificio que sucedió bajo Poncio Pilato, que Dios convirtió en el triunfo de su Amor, es, sin embargo, presente, actual, dirigido a nosotros. Es un sacrificio por nosotros. Es un amor para nosotros.
E incluso lo que trata de enseñar toda la estructura de la Eucaristía es eso. Las lecturas no son para aprender a ser buenos, diciéndolo de una manera un poco ruda. Las lecturas de la Eucaristía son para proclamar la buena noticia. Son un relato de la historia del Amor de Dios con nosotros. El Antiguo Testamento, porque es la historia de ese amor, realmente, y las luchas y los combates, todo el Antiguo Testamento está simbolizado (y lo percibían también así los judíos) en aquel combate de Jacob con Dios, donde Dios se implica y lucha con el hombre por la vida del hombre. Un poema de un poeta de hace muchos años decía algo parecido: “Yo luchaba contra Dios, y Dios y yo, contra mí”. Dios lucha con el hombre, se implica en la historia, se encela con los pecados del hombre, llora ante la idolatría, y ante el desconocimiento de su Amor, justamente porque ama nuestra vida. No se rinde ante la realidad de ese pecado. ¿Cuántas veces los profetas decían: “Te amé, pero como me has abandonado, te voy a abandonar Yo a ti”? Y luego Dios siempre se arrepiente. Si alguna vez os sentís indignos de la misericordia del Señor, leed al profeta Oseas, donde él describe, en un libro muy breve, cómo se enamoró de una mujer infiel, y sintió deseos de repudiarla, y sin embargo es incapaz de hacerlo, aun sabiendo que es infiel, no puede dejar de quererla. “Y me la llevaré al desierto, y le hablaré al corazón, y la seduciré de nuevo, para que ella pueda decir: ‘Dios mío, Tú eres mi Dios’, y Yo le pueda decir: ‘Tú eres mi Pueblo’”, recordando lo que era la fórmula de la alianza matrimonial entre los judíos.
El Evangelio es, por tanto, la proclamación del Amor de Cristo, que tiene su culmen en la encarnación, en el ministerio, en la vida oculta también: un solo gesto, un solo acto de aquella vida oculta de Jesús junto a la Virgen habría bastado para abrazar el mundo entero, porque el Amor que había en ese gesto era capaz de abrazar al mundo entero. Pero no nos hubiéramos enterado, y el Señor quiso que su Amor fuera expresivo. Nosotros sabemos que no hay mayor amor que el de dar la vida por aquellos a los que uno ama; y el Señor, llegado el momento, nos amó hasta el extremo entregándose hasta la muerte por nosotros.
Sólo me detengo para decir que ahora, dentro de un momento, cuando recemos el Credo, lo que estaremos haciendo será, no recitar una especie de ideario cristiano, sino acoger esa alianza de Amor que el Señor nos propone.
El Evangelio de hoy habla también de ese Amor. Y yo creo que una buena predicación del Evangelio es la que sabe conducir los detalles, o las particularidades de ese día, hacia ese centro que es el Amor del que siempre tenemos necesidad, y del que nunca nos cansaremos. Y oír en los labios de Dios: “Yo te quiero, a pesar de todo, yo te quiero, confía en Mí, no te voy a dejar solo, la vida puede estar llena de vericuetos complicadísimos, y de noches oscuras, pero Yo soy tu Pastor, nada temas, mi cayado va contigo, lo que te aguarda al final de ese camino es el Banquete del Reino, es una fiesta, es el abrazo del Padre, es la comunión de toda la familia de los hijos de Dios, es un gozo sin límites”. Y nosotros acogemos ese Amor.
Y cuando rezamos el Credo, no olvidéis que la fórmula primera del Credo es la fórmula de la Vigilia Pascual, que es la fórmula que se utiliza en el Bautismo, y que es la fórmula que nosotros usamos en las estaciones de penitencia, en la Catedral de Granada: “¿Creéis en Dios todopoderoso? Sí, creo ¿Creéis en Jesucristo? Sí, creo”. Y el “sí, creo” es, como en la fórmula de la alianza matrimonial, muy similar a cuando se dice “sí, quiero”. Rezar el Credo no es un ideario, o repetir las ideas cristianas, o básicas, o como un resumen de las creencias cristianas. Rezar el Credo es acoger el Amor que nos ha sido proclamado. Y acogerlo, decir “sí”, es entrar a participar de esa alianza.
Y como respuesta a “creo”, y a la ofrenda de nuestras vidas, el Señor nos responde con el don de su Cuerpo, donde Él se une a nosotros de una manera única, inimaginable, inefable para la capacidad expresiva y para la experiencia humana.
El Evangelio de hoy es el de los obreros que llegan a primera hora, y a media hora, y luego por la tarde, en el que los últimos que llegaron se llevaron lo mismo que los demás. Y a nosotros siempre nos parece un poco injusto, porque pensamos que si a nosotros, que somos de una familia cristiana, nos van a dar lo mismo que a los otros… Pero, ¿esa misma reacción no fue la que tuvo el hijo mayor cuando volvió el hijo pródigo? Pues Jesús se dirigía al mismo tipo de personas. ¿A quiénes? Fundamentalmente, a los fariseos. La mentalidad fariseo dominaba en los tiempos de Jesús. Y los fariseos tendían a concebir las relaciones con Dios como una relación de “te doy para que me des”. Pensaban: “Dios nos ha escogido como su pueblo, nos ha puesto los mandamientos, yo cumplo mis mandamientos y ahora Dios me debe mi paga”. Recordáis la oración aquella del fariseo, que contaba también Jesús: “Señor, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: cumplo con todo, pago todas las cosas como es debido, y espero que ahora me recompenses”. Y el Señor dice que, en aquella ocasión, había un pecador que estaba por atrás, que no se atrevía ni a levantar la cabeza, y decía: “Señor, ten piedad de mí, que soy un pobre pecador”. Y aquel pecador, dice Jesús, alcanzó misericordia, y el fariseo, no. La oración del fariseo no le agrada a Dios, porque nunca podemos presentarnos a Dios diciendo “somos justos, Tú me debes”, porque, Dios mío, todo lo que somos es don tuyo.
Lo que anuncia Jesús es el Reino, también para los de la última hora. No les va a quitar nada, ¡pero si el Amor de Dios es infinito!, ¡pero si todo es gracia!, como recordábamos ayer. Y qué alegría para todos. Porque si uno dice: “Yo te doy gracias por lo bueno que soy”, lo que está es ciego, porque todos, sin excepción ninguna, nos presentamos algún día delante del Señor diciendo: “Señor, ten piedad de mí”. Y si tenemos un poco de sentido común, todos los días. La Iglesia nos enseña a no empezar la Eucaristía sin decir: “Señor, ten piedad”, porque todos tenemos necesidad de la piedad y de la misericordia de Dios, sin que se escape nadie. ¡Qué precioso es! ¡Qué generosidad tan grande! “¿Tienes tú envidia, dice el Señor, porque yo soy bueno?” ¡Gracias sean dadas a Dios, porque Él no es justo con la medida de justicia de los hombres! ¡Gracias sean dadas a Dios, porque su Justicia coincide con su Misericordia! Gracias sean dadas a Dios porque, después de haberte dado la espalda, basta un gesto, basta una mirada, basta un grito del corazón, que ni siquiera sale a los labios, para que Tú estés inmediatamente a nuestro lado.
Yo os decía ayer que nuestro corazón está hecho para el Bien supremo, y que el Bien supremo es Jesucristo. Nosotros, tras una larguísima fila de testigos a lo largo de la historia, herederos del Pueblo cristiano y de la tradición cristiana, herederos de los Apóstoles y de los mártires, y de las vírgenes de los primeros siglos, hemos recibido este tesoro que es el conocimiento de Cristo, que es la buena noticia del Amor de Dios, el regalo de Sí mismo en el sacramento de la Eucaristía, la participación ya en esta vida de la vida resucitada.
El mismo Señor lo dijo: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida”. Pero, ¿cómo sabemos que eso es verdad para nosotros? Primero, porque ese anuncio de una Persona que se propone a Sí misma como el cumplimiento de las esperanzas de todo el pueblo de Israel y de todos los pueblos, como “el Camino, la Verdad y la Vida”, sólo puede ser, o un loco, o Dios. No hay término medio. Quien se aproxima a la figura de Jesús con un corazón sencillo, sin los prejuicios de pensar si esto pudo pasar o no, sino dejándose sorprender, no hay más que dos respuestas: o este hombre está loco, o lo que dice es verdad.
Es cierto que uno se puede acercar al Evangelio lleno de prejuicio, diciendo “nosotros, hombres modernos, sabemos lo que pudo pasar y lo que no pudo pasar”, y llegar a la conclusión de que los milagros no existen, que tienen que ser mentira. Pero entonces, nos quedamos con un misterio más grande, y es: ¿cómo nació el cristianismo? Que expliquen por qué aquel grupo de judíos, monoteístas furibundos, convencidos de que sólo había un solo Dios, empezaron a venerar a aquel Hombre como a Dios, y a decir que había resucitado, como en aquel episodio precioso de los Hechos de los Apóstoles en el llega a Judea un nuevo procurador romano, y cuando se acerca a rendirle pleitesía Herodes, nieto de Herodes el Grande, el de la historia del nacimiento de Jesús, el procurador le comenta que hay un hombre, llamado Pablo, al que encontró en la cárcel cuando llegó. Y como no es costumbre en los romanos condenar a alguien sin escucharle antes, llamó al tribunal, sin embargo no entendía por qué se le acusaba, porque él pensó que serían disputas sobre la Ley, o sobre ciertas cosas de las tradiciones judías, y sin embargo no era eso. Toda su batalla era acerca de un tal Jesús, ya muerto, que ese Pablo decía que está vivo (cf. Hch. 25-26).
Las primeras generaciones de cristianos no pensaban jamás que habían inventado una nueva religión, sino que eran judíos como el que más, porque Dios había cumplido las promesas hechas a su pueblo, porque Cristo estaba vivo.
Si uno se acerca a los Evangelios con ojos de historiador, todo lo crítico que se quiera, pero no con los prejuicios típicos de la cultura ilustrada, sino con un corazón sencillo, la historia de Jesús le muestra que uno está ante un misterio que uno no puede reducir a los datos cotidianos. Pero si no fuera verdad que Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida, estaríamos perdidos: porque sólo aquellos que estudian las lenguas, que son capaces de estudiar la Historia, podrían acceder a la verdad. Y no sería justo por parte de Dios que nuestra fe, nuestra esperanza, el poder mirar al Señor y decir: “Yo sé que Tú me quieres, yo sé que mi vida vale para Ti, yo sé que este anuncio de que el Amor de Dios ama infinitamente más allá de la justicia es verdad, no es una utopía, o algo que nos hayamos inventado los hombres”, dependiera de una serie de estudios históricos complicados. Eso no sería digno de Dios.
Tiene que haber un método por el que toda persona humana pueda reconocer el anuncio de la Iglesia, es decir, que Cristo vive. Y si Cristo vive, ha vencido a la muerte. Y si ha vencido a la muerte, es porque es el Hijo de Dios. Y, entonces, su Palabra, sus promesas, son verdaderas.
¿Cuál es ese método que es accesible, no a la credulidad, sino a la razón de cualquier persona? Verificar en la propia vida lo que sucede: es el mismo método por el que nuestra inteligencia distingue la verdad de la mentira en la vida cotidiana. Cuando un chico y una chica se conocen en una fiesta, y les parece que se han caído bien, ¿qué hacen para ver si aquello no es una imaginación? Empezar a andar juntos y ver lo que pasa. Y si cuando empiezan a salir discuten cada cinco minutos y no lo resuelven (porque esto puede suceder, como decía Lewis con un humor delicioso y lleno de sabiduría cristiana en una de Las Crónicas de Narnia, en El caballo y el muchacho, en el que los dos protagonistas, un chico y una chica, siempre estaban discutiendo, pero al final siempre hacían las paces, y al llegar a Narnia, decidieron hacerlo de un modo más cómodo y se casaron), y se dan cuenta de que la vida se pone peor, de que realmente no están contentos, y de que esa persona te chupa la sangre, o te aleja de tu familia, o que sientes menos gusto por la vida, te das cuenta de que esa relación no es buena para ti.
¿Cómo sé yo si una relación es buena? ¿Cómo sé si esta relación es verdadera? Porque me ayuda más a vivir. ¡Cuántas veces he podido verlo en mi vida de sacerdote! En el que, por ejemplo, yo conocía a la chica, y veía que desde que estaba saliendo con el chico estaba más contenta, y estudiaba más, y yo no necesitaba conocer al chico para saber que ese noviazgo era bueno. O cuántas veces me comentaban los padres que no entendían qué le había pasado a su chico, que de repente ahora salía más que antes y, sin embargo, estudiaba mucho más. ¡Pues porque tiene una novia que es una buena novia! Y si tiene una buena novia, la vida se centra, está mejor.
El método de saber que Jesucristo vive es exactamente el mismo: que cuando uno abre la vida a Cristo (fueron las primeras palabras de Juan Pablo II: “Abrid de par en par la puertas a Cristo”), la vida nos cuadra, y uno empieza a estar mejor y a vivir mejor. Yo conozco a personas con enfermedades de tipo psicológico que quizá no tienen cura, y sin embargo, cuando acogen con sencillez a Cristo, aun en esa situación, empiezan a dejar de estar determinados por la enfermedad y empiezan a salir del peso de la propia enfermedad; si uno es capaz de acoger hasta su pobreza, o hasta las consecuencias de su pecado. A lo mejor su pecado ha destrozado su vida. Cuántas veces las personas se acercan a Dios después de una vida destrozada. Recordáis aquella anécdota de aquel acogido por la Madre Teresa de Calcuta, que había vivido siempre en la calle, con sida, y lo recogió, lo llevó a la casa que ellas tienen en Calcuta para personas que están en situación terminal, y él decía: “He vivido toda mi vida como un animal y voy a morir como un ángel”.
Esa es la experiencia de quien se acerca a Jesucristo, sea cual sea nuestra condición. Quizá he destrozado mi vida con el alcohol, o con la droga, y a lo mejor no pueda cambiar mi condición, porque Dios no rompe las leyes de la naturaleza, pero siempre estoy a un segundo, a un milímetro, de recuperar mi alegría, mi dignidad humana, mi conciencia de que mi vida es amada, abrazada, querida. Y las cosas se ponen en orden, la vida se hace más bella, crece un gusto por la vida, y se abre la posibilidad de vivir en esta vida como un hijo de Dios, cierto de que hasta los cabellos de mi cabeza están contados.
Eso no sucedería si el don de la Iglesia, el don que la Madre de Cristo me hace de su Hijo y de la vida de su Hijo, fuera una mentira, fuera una ilusión. Cuántas veces nosotros hemos vivido de ilusiones. Pero sobre las ilusiones no crece nada, no nace nada bueno. Sobre las alucinaciones nunca crece nada nuevo. Uno de los signos de que un afecto no es bueno es que se convierte en una especie de burbuja. Un amor es verdadero cuando te ayuda a poner los pies en la tierra, y, al mismo tiempo, la mirada y el corazón más en el Cielo. El anuncio de que Cristo ha resucitado, de que Cristo vive, y todo lo que eso implica, que es la belleza de la vida cristiana, la comunión de los santos, la esperanza de la vida eterna, todo ese don uno sabe que es verdadero, y lo sabe del mismo modo a como le sucedió a la mujer samaritana, cuando se encontró con Jesús, y los de su pueblo le dijeron: “Ya no creemos en Jesús por lo que tú nos has contado. Creemos por lo que hemos visto y oído”. Y a mí me han contado el Evangelio y la literatura sagrada, y seguramente yo oía rezar a mi madre, antes de aprender a hablar, y darle gracias al Señor, y pedirle que nos cuidara, pero cuando yo hoy digo que Jesucristo es el Camino y la Verdad y la Vida, no lo digo simplemente por conservar una tradición. Lo digo por una experiencia personal lo suficientemente sólida como para sostener mi vida y para pedirle al Señor que esa certeza, que esa gracia, no me falte jamás, porque sin ella no sabría ni siquiera respirar, no sabría vivir.
Vamos a darle gracias al Señor por haber conocido a Jesucristo. Vamos a darle gracias a la Virgen por ese regalo inmenso, infinito, para nuestra vida, para nuestras circunstancias, las de cada uno, que es el Amor de Jesucristo. Vamos a acoger ese Amor en el sacramento de la Eucaristía, si estamos en condiciones de recibirlo. Y vamos a pedirle al Señor que no nos falte nada, que no nos falte su Amor. Porque si ese Amor nos falta, nos faltaría todo, aunque tuviéramos el mundo entero. Y si tenemos ese Amor, aunque no tuviéramos nada, lo tendríamos todo. Que el Señor haga crecer en nosotros esa certeza, fuente de una libertad, de una alegría y de una esperanza que el mundo no sabe dar de ningún modo, y que es la mejor prueba de que la inteligencia de cualquier persona con uso de razón puede reconocer la verdad del anuncio cristiano. Que así sea para todos.