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Novena de las Angustias

Basílica de Nuestra Señora de las Angustias

Fecha: 21/09/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 96 p. 216



Querido D. Blas,
queridos hermanos sacerdotes,
querido Presidente de la Junta de Gobierno de la Hermandad,
y miembros de la Hermandad,
camareras y horquilleros, también,
queridos hermanos y amigos,

El hecho de que hoy tengamos las mismas lecturas que ayer nos invita a escuchar la Palabra del Señor saboreándola doblemente, para que cale más en nosotros, para que ablande nuestro corazón.

El anuncio del Evangelio de hoy es tan nuclear y tan esencial que no importa volver a esa verdad muchas veces. Hay verdades en la vida, especialmente la verdad de que somos queridos, a las que es necesario volver una y otra vez, porque ¡hay tantas cosas en la vida que nos invitarían a dudar!, o porque ¡tenemos tanta necesidad de oírlo, de ser fortalecidos en esa certeza! Porque no hay certeza más necesaria para respirar, para vivir, que la certeza de que Dios nos quiere. Yo le oí decir hace no mucho a un pensador: “La pregunta no es por qué existe el mundo, o por qué existen las cosas. La pregunta más profunda del ser humano es: ¿Existe un amor tan grande como el que yo necesito para vivir?” ¿Hay alguien que me ame de la manera que uno necesita para respirar, para poder vivir contento, para mirar la vida con gratitud? Y como el Evangelio de hoy orienta nuestra mirada a eso que es el núcleo del Evangelio, aunque no parezca a simple vista tan evidente, no importa volver a sumergirnos en esa verdad que el Señor anuncia y que voy a intentar expresar muy brevemente si el Señor me da su gracia.

Fijaos en cómo son nuestras relaciones. Yo os hablaba hace unos días de cómo en el mundo contemporáneo está prohibido desear las cosas que no se pueden comprar, que no están en el mercado. Y cómo esa disciplina que nos prohíbe desear esas cosas deja fuera los deseos más grandes de la vida, en concreto, esa gran pregunta: ¿Existe un amor capaz de sostener mi vida y mi alegría sin que sea una alucinación, o una especie de sueño, o una evasión de la dureza de la realidad? Es verdad que en nuestra experiencia humana muchas de nuestras relaciones están organizadas por ese cálculo. Si queremos bien a una persona, podemos comprender unas cuantas debilidades, y que en alguna ocasión no nos trate bien, y podemos perdonar unas cuantas veces, pero perdonar sin límites es algo que está más allá de nuestras fuerzas.

Los refranes tienen parte de verdad porque expresan muchas veces cómo es la realidad de nuestra vida, pero a veces esa realidad es durísima, y yo oí una vez una especie de dicho que me pareció de las cosas más horribles y duras que he oído jamás, y que expresa justamente esa especie de comercialización de las relaciones humanas, y que decía algo así como “Cien me diste, me negaste una: no me diste ninguna”. Es horrible vivir las relaciones así. Porque es como si uno tuviera que estar permanentemente con el temor de que, si no hago lo que la otra persona (entre unos amigos, o entre una familia, o en un matrimonio) espera que yo haga, es como si no hubiera habido nada verdadero. Es de las frases más terribles que he oído, casi sólo comparable a otra que oí otra vez: “Cuanto más conozco a los hombres, más amigo soy de los perros”. Es una frase que expresa una aridez terrible con respecto a la vida. En ninguna de las dos hay espacio para la gratuidad. Hay una experiencia ácida de la vida, una experiencia cínica de la vida. Hay una exigencia terrible sobre los demás. No hay lugar para la alegría, no hay lugar para la gratuidad, no hay lugar para una misericordia verdadera.

Nosotros somos así. Porque la frase de “cuanto más conozco a los hombres, más amigo soy de los perros”, que es una frase terrible, se parece sin duda a la fábula de la zorra y la viña, en la que la zorra, cuando se marchaba sin poder alcanzarlas, dice para justificarse: “No están maduras”. Es lo mismo. Esa frase expresa una herida de alguien que ha puesto su confianza en otro y se ha visto decepcionado, maltratado, o abusado de algún modo. Y la frase de “Cien me diste, me negaste una: no me diste ninguna”, expresa una exigencia terrible de dominación sobre los demás, que choca radicalmente con nuestra experiencia. Porque lo cierto es que nuestra experiencia está hecha para la gratuidad.

Todos necesitamos, y sólo eso nos da sosiego, que alguna vez alguien nos mire con una mirada que no nos reprocha nada, que no nos exige nada, que simplemente reconoce la belleza del misterio que somos, que simplemente reconoce con gratitud nuestra presencia. Eso lo necesitamos todos. Y si nosotros lo necesitamos, tendrá que haber alguna forma de que alguien nos lo pueda dar. Y si alguien lo necesita de nosotros, tendrá que haber alguna forma.

Todos tenemos la necesidad de ser mirados sin exigencia, sin unas relaciones que no sean comerciales, que no sean “yo te doy para que tú me des”, o “como te he dado esto, algo me tendrás que agradecer, o me tendrás que dar a cambio”. Porque eso nunca satisface el corazón. No es ése el bien para el que nuestro corazón está hecho. No es ése el Bien más grande que nosotros anhelamos.

El Bien más grande que nosotros anhelamos, dicho en palabras de San Pablo, no es un sí y no: sí, en la medida en que me des, y no, en la medida en que no me des; es un sí sin condiciones. El Bien que nosotros anhelamos es que alguien, y no porque no nos conoce (los novios, y los amigos en la adolescencia, se idealizan a veces, o los niños a sus padres, cuando son pequeños) y haga de nosotros una figura que no corresponde con la realidad; se trata de que alguien que nos conoce, y al que no le importan nuestros defectos, te pueda mirar con la gratitud de que uno existe. Es una de las definiciones más perfectas del amor que yo he oído: “Amar a alguien es decirle: ¡qué alegría que existes!” Ahí no hay ninguna exigencia, ningún reclamo a nada. Simplemente hay el reconocimiento del bien que la otra persona es, sin más.

Ese amor es el que necesitamos todos. A nadie nos agrada vernos como objeto de una transacción comercial. Y a lo mejor no somos capaces de tratar a los demás más que así, pero nadie queremos que se nos trate así. Nadie nos quedamos satisfechos si en las relaciones que tenemos en la vida ordinaria, aquellos que acercan a nosotros lo hacen como tratando de conseguir algo. Cuando uno ve eso, desprecia esa relación, como si fuera indigna de nosotros.

Esa exigencia de un amor más grande, que no es calculador, que no está hecho de interés, que no mira lo que va a sacar de esa relación; si eso está en nuestro corazón, Dios tiene que corresponder de algún modo a eso. Porque no puede haber un deseo en nosotros que nazca por generación espontánea. Tiene que ser reflejo de nuestra imagen de Dios.

También nosotros nos relacionamos con Dios así, y eso es exactamente de lo que habla el Evangelio. ¿Verdad que os parece que la queja de los obreros de primera hora era muy justa? Si el Señor les da a los que han trabajado una hora un denario, yo que he trabajado ocho, ¡qué menos que ocho denarios! Nos parece que tienen razón los de la primera hora, como nos parece que tiene razón el hermano mayor del hijo pródigo. Y, sin embargo, gracias a Dios que Dios no es así. Porque esa justicia es la justicia de las relaciones que le dicen a Dios: “Te hemos dado esto, a ver qué nos das Tú”. Son justamente el tipo de relaciones que nosotros, cuando las experimentamos en nuestra vida, nos molestan, nos humillan, no nos satisfacen, no nos llenan. Y quizá nosotros no somos capaces de tener otro tipo de relaciones, pero cuado nos sentimos tratados así, ese afecto no nos interesa. Quizá nos interese en algún momento, pero no es el que busca el fondo de nuestro corazón. El problema de tener este tipo de relación con Dios, que parece justa, si uno sólo piensa en las ocho horas que ha trabajado, y que es como los fariseos entendían la relación con Dios, es que en ella no hay lugar para la gratitud. Uno se acerca a Dios diciendo: “He cumplido los mandamientos, dame mi paga”. Y acercarse así a Dios es terrible, porque es acercarse como en ese tipo de relaciones que no nos satisfacen. Cuando, además, todo lo que somos lo hemos recibido de Dios, y el mal que hay en nuestra vida es la carencia de Dios, no hay otro. Y el bien que hay en ella es todo gracia. Entonces, ¿cómo me puedo acerca yo al Señor exigiéndole, reclamándole a cambio de lo que he hecho? Y, sin embargo, nos acercamos así: es humano, es parte de nuestro pecado, de nuestra falta de fe.

Damos gracias al Señor, tenemos que dárselas, porque nos ha revelado, en Jesucristo, que, si uno es de la última hora, no pasa nada, porque el Amor de Dios nos abrazará lo mismo. “Cerca está el Señor de los que lo invocan”. Y quienes lo invocan no son quienes piensan que el Señor les debe todo lo que han trabajado y hecho por la Iglesia o por Él, los que están siempre pasando el recibo, y nunca le dan gracias por haber curado nuestra lepra. Como aquellos diez leprosos que fueron curados, y sólo uno volvió a dar gracias. Mientras nos acerquemos a Dios de ese modo, no comprenderemos ni lo que es el Señor, ni lo que somos nosotros, ni comprenderemos el don que representa, ni el bien que es para nuestra vida. Y está tan en el corazón del Evangelio ese anuncio. Recordáis aquel pasaje dice: “El Reino de Dios sufre violencia, y hombres violentos lo arrebatan”. El Señor se está refiriendo a cómo los pecadores entendían su mensaje, y los fariseos no lo entendieron. Los pecadores acudían a Jesús justo porque Cristo anunciaba el perdón y la misericordia de Dios sin límites y sin condiciones. Y los fariseos se escandalizaban de que Jesús fuese a sus casas y comiese con ellos, y se preguntaban: “Y a nosotros, que somos los buenos, ¿qué nos pasa?” Y Jesús les decía: “No habéis entendido nada. Si pensáis así, no conocéis a Dios. No habéis entendido quién es Dios y cuál es vuestra relación con Dios”.

Damos gracias al Señor por habernos abierto este abismo de misericordia. ¿Y sabéis por qué necesitamos darle gracias? Porque todos nosotros, todos los días, tenemos necesidad de esa misericordia. El deseo profundo de ser amados, de ser mirados por una mirada que no nos reclama nada, que no nos exige nada, que simplemente te dice: “Me alegro de que estés vivo, ¡qué tesoro más grande eres!, por muy pequeño que te parezcas a ti mismo”. Esa mirada es la que Dios tiene sobre cada uno de nosotros en el Evangelio. Esa mirada es la que Dios tiene sobre cada ser humano. Esa mirada es la que Jesucristo, el Hijo de Dios, nos ha revelado. Y eso abre el horizonte, ensancha el corazón. Cuántas veces, cuando nos llega una dificultad en la vida, o una desgracia, pensamos: “¿Qué le habré hecho yo a Dios para que Dios me trate así?” Son expresiones cotidianas, que brotan espontáneamente de nuestro corazón, y ponen de manifiesto que no hemos entendido nada. Dios es puro Amor. Un Amor inmensamente grande, tal y como lo expresa el Pregón Pascual: “Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo”. Él se ha entregado a la muerte para que nosotros pudiéramos conocer ese Amor, que es deseado en el fondo de nuestro corazón, y que si miramos hasta el profundo de nosotros mismos nadie pensamos merecer. Cuántas veces he oído en mi ministerio: “A mí Dios no me puede querer, porque soy un desastre”. Pues a ti te quiere el Señor justo porque eres un desastre, porque necesitas más del Amor de tu Padre. Y si alguno en algún momento piensa: “A mí, con lo que me he sacrificado en la vida por vivir una vida cristiana, me tiene que querer Dios”, ¡Dios mío!, temed a eso más que a nada. Dios no teme a la fragilidad humana. Dios teme a la soberbia que hay encarnada en esa actitud, que nos pone ante Dios de una manera mentirosa, como si nosotros pudiéramos exigirle a Dios, como si Dios no fuera el Dios que hemos conocido en Jesucristo.

Un detalle que pone de manifiesto esto: ¿no os llama la atención que en el Padrenuestro, que es un grito –“Señor, sálvanos”, dicho con frases diferentes–, sólo hay una frase que no responde a ese esquema, o que al menos añade algo más: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”? No es a la fragilidad humana a lo que Dios tiene miedo, sino al orgullo, a la dureza de corazón, que no tiene lugar para la misericordia. Quien ha recibido misericordia, sabe que la misericordia es un camino ancho de vida, de salvación, de sabiduría, que nunca se arrepiente uno de perdonar, y siempre se arrepiente uno de no haber perdonado. Y uno puede presentarse lleno de miserias delante del Señor. Pero si uno suplica: “Señor, ten piedad de mí”, y tiene un corazón misericordioso, está absolutamente seguro de recibir misericordia. No importa la distancia tan grande que puede haber entre nuestra oscuridad, nuestra ceguera, nuestras debilidades, y Dios. Si uno se acerca al Señor, basta un grito del corazón, y la misericordia de Dios no deja de hacerse presente en nosotros.

Madre Santa, Virgen de las Angustias, que nos entregas el tesoro de sabiduría que es tu Hijo, concédenos aprender de Él, agradecidos del don de su misericordia, a mirar a las personas que están lejos de la fe, o lejos de Ti, con la misma mirada con la que Tú nos miras a cada uno de nosotros. No con nuestros juicios soberbios, con nuestra mirada orgullosa, sino con esa mirada de ternura que tienes conmigo, y que yo necesito que tengas conmigo. Enséñame a mirar a todos con esa misma mirada. Eso me hace grande, porque me hace parecerme a Ti, porque me hace participar del misterio grande de tu amor, y llena la vida de sabiduría y de buen gusto. Mientras que lo contrario nos cierra, nos aleja, nos empequeñece, envenena la vida de una falsa justicia que, al final, se vuelve en amargura, una amargura diabólica, que no es de Dios. Tú, Madre, que nos has entregado a tu Hijo y el tesoro de sabiduría que tu Hijo es, enséñanos esta sabiduría de la misericordia grande, este gozo de sabernos pequeños, pobres, sin virtudes, y sin embargo dignos del don más grande, de participar de la vida divina y de la promesa de la herencia divina: ser hijos de Dios y vivir la libertad de los hijos de Dios. Que así sea para todos nosotros.

Antes de la Bendición final:
Lo que nos anuncia el Evangelio de hoy es que los caminos de Dios no son nuestros caminos, que sus planes no son como nuestros planes, que Dios no es como nosotros. Y a lo que yo os invito es a que demos gracias al Señor porque Dios no es como nosotros.

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