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Novena de las Angustias

Basílica de Nuestra Señora de las Angustias

Fecha: 22/09/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 96 p. 222



Muy querido D. Francisco,
muy queridos hermanos sacerdotes,
muy queridos hermanos miembros de la Junta de Gobierno, camareras,
hermanos y amigos todos,

Al hablar de la esperanza hoy, voy a recordar una figura que probablemente es conocida para algunas personas, pero para otras quizá no, y quizá pueda resultar extraño incluso mencionarlo aquí, en el contexto de nuestra novena. Es un poeta de principios del siglo XX que se llama Charles Péguy, y cuya vida quiero recordar brevemente, porque no es demasiado lejana a experiencias, o a dolores o sufrimientos, de los que los seres humanos participamos en nuestra vida, muchos de los cuales están presentes en los que se acercan ante la imagen de la Virgen y, de hecho, fue una de las cosas que él hizo, poner sus sufrimientos en manos de la Virgen.

Él nació en una familia cristiana, y había sido bautizado e hizo la primera comunión, y luego perdió la fe y abandonó en la práctica la vida cristiana. Se casó civilmente con una mujer que provenía de una familia muy rabiosamente anticlerical, se hizo miembro del Partido Socialista Francés, en una época en la que el socialismo no era marxista (lo que Marx llamaría después el socialismo utópico), y participó muy activamente en las polémicas que hubo en Francia de un gran escándalo que involucró a la vida social, intelectual y moral francesa, que fue el affaire Dreyfus, el problema de un correo del ejército francés acusado de espionaje, cuando en realidad lo que había detrás era un problema de absentismo en la sociedad francesa. Péguy tomo parte muy activa en aquello, y le decepcionó el mundo de la política. En aquellos debates que hubo entorno a aquel asunto, él reencuentra de nuevo la fe, y descubre que la fe era como la fuente de donde salían las distintas posiciones ideológicas del mundo de principios del siglo XX, pero que ninguna de ellas era capaz de sostener la vida, la esperanza de los hombres, porque eran como trozos de una realidad que había estado unida en la experiencia cristiana, pero que, como él decía, “la mística, cuando se convierte en política, sólo sirve para usar a los hombres”, es decir, son palabras vacías que sirven para usar a los hombres.

Su tragedia comenzó casi al mismo tiempo que el momento en el que descubrió la fe,  porque encontró una resistencia absoluta por parte de su mujer y de sus hijos a acercarse a la vida de la Iglesia. La prueba aún se hizo más dura cuando algunos católicos, y algunos clérigos, e incluso algunos de sus discípulos (especialmente Jacques Maritain, que era su discípulo favorito, hasta el punto de que le pidió a Maritain que continuara algunos de los proyectos que él había empezado, una editorial y una imprenta, porque él no podía seguir), le decían: “Tienes que abandonar a tu mujer porque, si permaneces con ella, no podrás nunca recibir los sacramentos”, ya que, según la disciplina de la Iglesia en ese momento, y dado el hecho de que su mujer estaba absolutamente negada a entrar en la Iglesia, no podía casarse (el propio Maritain al final de su vida reconoce su error, y escribe en su diario: “Yo, en el caso de Péguy, me equivoqué por completo”).

Péguy, hasta que murió, hizo todos los años una peregrinación a Nuestra Señora de Chartres (algo que después se ha convertido en Francia en una costumbre entre los jóvenes universitarios de París, que suelen ir también en memoria de aquellas peregrinaciones de Péguy), sólo para pedirle a la Virgen la conversión de su mujer y de sus hijos. Nunca pudo, por tanto, recibir los sacramentos.

Yo he hecho oración con las páginas que Péguy había escrito sobre la Eucaristía. Hago referencia a uno de los muchos textos que a mí me han servido para acercarme al Señor y conocer al Señor. Uno de los defectos que solemos tener los cristianos es que estamos siempre mirando nuestros pecados, y en uno de sus pensamientos (que él escribe muchas veces como si los pusiera en boca de Dios) hace decir a Dios: “A mí no me gustan los hombres que no duermen. Yo he hecho el día para trabajar y la noche para dormir. Y ya sé que durante el día os habéis equivocado, y os habéis hecho daño, y habéis pecado. Pero cuando llega la noche, se pide perdón por los pecados y me dejáis que haga las cuentas yo. Porque a veces, vuestro pedir perdón por los pecados no es realmente pedir perdón, sino que es una manera de remacharlo por la noche. Juntando las gavillas de cizaña que habéis cogido durante el día, volvéis a repetirlos. Dejadme a mí hacer vuestras cuentas, que yo las sé hacer”. Porque no se hacen gavillas de malas hierbas. Se hacen gavillas de trigo. Las malas hierbas se tiran y se queman. Y pone un ejemplo. “El peregrino, si lleva muchos días caminando en el barro, ya sabe que tiene las botas sucias. Y, como es un hombre limpio, antes de entrar en la iglesia, se limpia sus botas para no manchar el suelo de la iglesia. Pero, una vez que ha entrado en la iglesia, no está todo el rato pendiente de cómo están sus botas. Una vez que ha entrado en la iglesia, sus ojos son sólo para el altar, para el Cuerpo de Cristo que le espera”.

Ese es el tipo de reflexión que hace Péguy, aunque él lo hace mucho más largo. Por ejemplo, hablando del examen de conciencia, y de cómo lo convertimos en una ocasión para remachar nuestras iras, nuestra amargura, nuestra lujuria, nuestros resentimientos y nuestras envidias del día. Y también dice: “Que pidáis perdón, pero que luego no os acordéis de vuestros pecados, porque hay mucho orgullo en ese estar dando tantas vueltas a vuestros pecados”. Lo pongo sólo como un ejemplo.

Cuando empezó la Primera Guerra Mundial, Péguy se fue voluntario. Y la víspera de iniciarse los combates fue a una iglesia, y sólo pudo (porque no podía recibir los sacramentos) poner cinco rosas rojas a los pies de la Virgen por su mujer y por cada uno de sus hijos. El primer día de la Guerra Mundial murió por una bala en la frente. Y once años después de su muerte, su mujer y sus hijos entraban en la Iglesia.

Parece que esta historia tiene poco que ver con nuestra novena, pero la razón de citar a Péguy es doble. Primero, porque uno de los dos o tres teólogos más grandes del siglo XX, un teólogo suizo llamado Hurs von Balthasar, dice hacia el año 1950: “Hay más teología en las obras de Péguy capaz de respirar al aire libre y en la calle, que en toda la teología que hay escrita en lo que va de siglo”. ¿Qué es lo que tiene Péguy? Una manera de expresar la vida cristiana que espontáneamente contacta, y en la que uno se siente invitado a entrar en el misterio central de la vida  de una manera humana, sencilla, que no es abstracta ni muy complicada de entender para nadie. Y tiene muchas otras cosas.

Él tiene tres obras que pensó como obras de teatro, aunque nunca se han podido representar. Una es El misterio de la caridad de Juana de Arco, otra es El pórtico del misterio de la segunda virtud, y está toda ella dedicada a la esperanza, y la tercera se llama El misterio de los santos inocentes, y la mitad de ese libro está también dedicado a la esperanza.

Es importante porque, lo que voy a decir sobre la esperanza (muy brevemente, sin asomarme siquiera a la riqueza y a la belleza sobre las consideraciones que hay sobre la esperanza), tiene mucho más sentido cuando uno sabe qué tipo de drama estaba él viviendo. Cuando Maritain y esos otros clérigos le decían que tenía que abandonar a su mujer, Péguy respondía siempre: “Mi mujer ha sido un regalo que Dios me ha hecho. Y la fe, otro regalo que Dios me ha hecho. Yo no sé cómo Dios sabrá juzgar estos regalos. Pero, puesto que los dos vienen de Dios, yo no los voy a romper. Dios sabrá cómo resolver esto. Y en las manos del Señor y de la Virgen, yo lo dejo”.

Una persona que vive ese drama profundo (porque para él, una vez encontrada la fe, la fe era lo único que explicaba toda su vida), no comprende esa situación, humanamente muy tensa. Y, sin embargo, no os podéis imaginar cómo habla de la esperanza. Voy a mencionar sólo un par de detalles.

Él empieza El pórtico del misterio de la segunda virtud diciendo en boca de Dios:

La fe que amo más, dice Dios, es la esperanza.

La fe no me sorprende.
No me resulta sorprendente.
Resplandezco tanto en mi creación.
En el sol y en la luna y en las estrellas.
En todas mis criaturas.
En los astros del firmamento y los peces del mar.
En el universo de mis criaturas. (…)
Y en el hombre.
Criatura mía.
En los pueblos y en los hombres y en los reyes y en los pueblos.
En el hombre y en la mujer su compañera.
Y sobre todo en los niños.
Criaturas mías.
En la mirada y en la voz de los niños. (…)

Resplandezco tanto en mi creación.

Que en verdad para no verme tendría esta pobre gente que estar ciega.

La caridad, dice Dios, no me sorprende.
No me resulta sorprendente.
Esas pobres criaturas son tan desdichadas que a menos de tener un corazón de piedra,
     cómo no iban a tener caridad unas con otras.
Cómo no iban a tener caridad con sus hermanos.
Cómo no iban a quitarse el pan de la boca, el pan de cada día,
     para dárselo a desdichados niños que pasan.
Y ha tenido mi hijo tal caridad con ellos.

Mi hijo su hermano.
Una caridad tan grande.

Pero la esperanza, dice Dios, sí que me sorprende.
A mí mismo.
Sí que es sorprendente.
Que esos pobres niños vean cómo pasa todo eso y crean que mañana irá mejor.
Que vean cómo pasa eso hoy y crean que irá mejor mañana en la mañana.
Sí que es sorprendente y seguro la más grande maravilla de nuestra gracia.
Y yo mismo me quedo sorprendido.
Y mi gracia tiene que ser en efecto una fuerza increíble.
Y brotar de una fuente y como un río inagotable.
Desde esa primera vez en que brotó y siempre que brota. (…)

Lo que me admira, dice Dios, es la esperanza.
Y no me retracto.
Esa pequeña esperanza que parece de nada.
Esa niñita esperanza.
Inmortal.
Porque mis tres virtudes, dice Dios.
Las tres virtudes, criaturas mías.
Niñas hijas mías.
Son también como mis otras criaturas.
De la raza de los hombres.
La Fe es una Esposa fiel.
La Caridad es una Madre.
Una madre ardiente, toda corazón.
Una hermana mayor que es como una madre.
La Esperanza es una niñita de nada.

Y en El misterio de los santos inocentes dice:

La fe es un gran árbol, un roble arraigado en el corazón de Francia.
Y bajo las alas de ese árbol la Caridad, mi hija la Caridad
ampara todos los infortunios del mundo.
Y mi pequeña esperanza no es no es nada más que esa pequeña promesa de brote
     que se anuncia justo al principio de abril.

Y puede parecer que es el robusto roble el que tira del brote, y sin embargo es el brote el que arrastra al roble, porque sin el brote no habría árbol, y es del brote de donde nace el árbol. Y ese brote, frágil, que podríamos romper con los dedos, es lo que sostiene al árbol. Y dice lo mismo de las virtudes. No son la fe y la caridad las que sostienen a la esperanza. Es la esperanza la que tira de ellas, como son los niños los que tiran del mundo, como es el brote el que tira del tronco. La historia no sería más que leña seca sin ese brote que una y otra vez vuelve a aflorar.

Y lo que quiere decir Péguy, y quiero subrayar yo, es que la esperanza es como un milagro. No es espontánea. Hay tantas razones en la vida para venirse abajo, y es tan frágil… También dice que la esperanza es como una llamita que arde en el cirio del altar, que cuando viene el viento parece que la apaga y, sin embargo, esa llama frágil, débil, atraviesa los siglos. Es lo único que atraviesa los siglos, que permanece en el tiempo, y que hace que nuestra historia entera, nuestra historia personal, de nuestras familias, de nuestro pueblo, de nuestro mundo, no sea un montón de leña seca, de leña muerta.

Y dice Dios, en boca de Péguy, en El pórtico del del misterio de la segunda virtud: “Para tener esperanza es preciso haber sido muy feliz, haber obtenido, recibido, una gran gracia”. La esperanza nace siempre de una experiencia positiva de haber sido muy feliz. Y recordad lo que os decía hace unos días de la necesidad que tiene nuestro corazón de ser amado. La esperanza nace del reconocimiento de que somos infinitamente amados. Tan infinitamente amados que uno puede poner la propia vida en las manos del Señor, y la pone con tranquilidad, sin temor, sin ansiedad, sin angustia.

Sólo desde la experiencia de ese amor nace la posibilidad de mirar al futuro realmente con un corazón nuevo, con la certeza de que, a pesar de todas las dificultades, la victoria final es la victoria de ese amor, frágil, pero invencible. Como el brote del árbol, que llegada la primavera sabe cuál es su origen, o que llegada la mañana el sol nace. Y esas dos realidades son como la promesa de que la promesa del Señor se cumple. “Dichosa tú, que has creído”, proclamaba Isabel a María, “porque lo que te ha dicho el Señor, se cumplirá”.

Y la frase de San Pablo, que yo querría reafirmaros a vosotros en ella, expresa lo mismo que la de Péguy: “La esperanza no defrauda, porque el Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones”. De nuevo, la esperanza nace de algo que ha sucedido. No es fruto de un voluntarismo arbitrario (como el Obispo ha estado hablando de la esperanza en las Angustias, aunque yo no veo nada por lo que esperar, porque mi vida es un desastre, y lo que tengo alrededor es un desastre, pero me dice que tengo que esperar, me fío). Bastaría eso, porque es verdad fiarse de quien os ama. Pero pedidle al Señor poder experimentar en la vida que Dios os ama. Porque, ¿sabéis cuál es uno de los dramas de nuestro tiempo? Que no es experiencia. Que muchos cristianos hemos recibido la fe por tradición, por costumbre, pero no tenemos la experiencia de que el Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones. No tenemos la experiencia humana de que, efectivamente, el Amor de Dios es el que sostiene mi vida, de que la gracia vale más que la vida, de que la gracia es un don en el que uno puede tranquilamente depositar la vida, con más seguridad que cualquier banco del mundo. Lo que yo soy, mi pasado, mi historia, poco o mucho, lo puedo poner en las manos de ese Amor, porque sé que su Amor es infinito. Y es la experiencia de ese Amor infinito la que genera la certeza de la esperanza que no defrauda. Como un buen amor en la vida genera la certeza y el deseo de un amor mayor, y la confianza de que ese amor pueda crecer.

Entonces, ¿qué es lo que tenemos que pedirle a la Virgen? Que tengamos la experiencia de que Dios me acoge en sus brazos, una experiencia muy similar a la que tuvo la Virgen: la de que la Presencia de Cristo en mi vida sana las heridas, cura mis males, perdona mis pecados, me abraza de un modo que rescata mi historia, mi vida, mi persona, y me permite ponerla en manos de Dios. Y quizá yo no veo el fruto de mis oraciones, quizá no sea en esta vida donde el Señor me responda, pero estad seguros de que el Señor responde siempre, y no tengo nada que temer. Y si no responde, será que no es el momento en el que yo pueda entender esa respuesta, o lo que pido no es en absoluto un bien, o lo pido con tal desconfianza y con una ansiedad propia de quien no conoce a Dios, y no con la certeza de quien se abandona, porque sabe que no tiene nada que temer, que su Padre no le va a dejar solo, que no le va a abandonar jamás.

San Pablo decía: “La esperanza no defrauda”, la experiencia cristiana de esperar, de esperarlo todo, como rezamos en el Credo. ¿A quién en este mundo le podríamos decir “espero, creo en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna”? ¿A quién se lo podríamos decir? Lo que decimos en el Credo es: “Yo conozco tu Amor, y espero de Ti un perdón de los pecados que no tenga límite, y que, a pesar de la muerte, participaré para siempre de tu Amor y de tu Vida junto con mis hermanos en el Reino de los Cielos, en la nueva Jerusalén, en los cielos nuevos y en la tierra nueva, donde Tú seas todo en todas las cosas, y todos vivamos ya sin luto, sin lágrimas, sin dolor, en la claridad de tu Presencia”.

Señora, Virgen de las Angustias, cuando nuestros corazones, por tantos motivos, sufren, y sufren de una manera muy parecida a la de tu Hijo, sostennos en la certeza de ese Amor tuyo.

Vuelvo al texto de San Pablo: “La esperanza no defrauda, porque el Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones”. ¿Y cómo sabemos que lo ha sido? La prueba de que Dios nos ama es que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros. Al Señor no Le han echado para atrás nuestros pecados. El Señor nos ha abrazado porque éramos la oveja perdida, porque teníamos necesidad de su misericordia, de su gracia. Dejarse abrazar por esa gracia del Señor es lo que puede hacer florecer en el corazón esa esperanza que no defrauda, esa llama frágil, pero poderosa, que atraviesa los siglos, y que hace que la naturaleza esté viva. Cuando nosotros venimos cargados con nuestros pecados, con nuestras preocupaciones, con las preocupaciones de las personas que amamos y queremos, y que quizá no está en nuestra mano el acercarles al Señor, o el curar sus heridas, o el curar los escándalos que nosotros hemos podido dar… Todo eso que se nos escapa de las manos Te lo presentamos a Ti, para que lo sujetes con la misma ternura que sujetas el cuerpo de tu Hijo muerto por nosotros, pecadores, para nuestra salvación. Ése es el Amor en el que podemos abandonarnos.

Hay que pedirle al Señor y a nuestra Madre que eso no sea para nosotros un discurso bonito, sino una experiencia real en la vida. Yo os puedo decir que en la mía lo ha sido. Y yo podré renegar un día del don de la gracia, pero sé que estaría mintiendo, porque yo tengo la experiencia, repetida mil veces a lo largo de mi vida, de ser querido así por el Señor.

Pidámosle que nosotros podamos ser signo de Dios. ¿Cómo? Acogiendo, abrazando, queriendo por encima de todo, de los límites propios y de los límites de los demás, por encima de cualquier torpeza. ¿Cómo van a acercarse los hombres a Dios si no se les tiende una mano? ¿Cómo podemos comunicar la fe? ¿Qué es lo que estamos comunicando? ¿Unas ideas? Sólo si tienen la experiencia de que, siendo pecadores, siendo torpes, no buscando ni siquiera a Dios, Dios les busca a ellos a través de nosotros. Dios los quiere sin condiciones y, por medio de nosotros, renacerá en su corazón, sean como sean, más tarde o más temprano, la esperanza. Y si Le suplicamos al Señor: “Ten piedad de nosotros. Ten piedad de las personas a las que queremos”, renacerá en sus corazones esa esperanza que no defrauda. Y renacerá como fruto de la experiencia vivida de un Amor que, espontáneamente, hace renacer la esperanza, como nace la primavera. Que sea así para todos nosotros. Que sea así para todas las personas que están cerca de nosotros.

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