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Ordenación de Presbítero

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 09/11/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 97 p. 180



Muy querido D. Antonio, Arzobispo emérito de Mérida-Badajoz, y hermano nuestro por tantos motivos, vinculado al ordenando, Víctor, y a su familia, y a la Diócesis de Granada por nacencia, y por tantos vínculos de familia y de amistad,
queridos hermanos sacerdotes,
querido D. Eugenio, de una manera especial hoy,
querido Víctor,
queridos familiares y amigos que nos acompañáis,

La ordenación de un presbítero es siempre una fiesta grande, no sólo para las personas que conocen al presbítero, sino para la Iglesia universal. Es un acontecimiento en la vida del Cuerpo de Cristo. Y un acontecimiento que es un bien para todos, que proclama al mundo que Cristo vive, y que Cristo es capaz de llenar el corazón humano y de responder a los deseos de ese corazón abriéndonos el camino de una vida plena en este mundo, de una vida marcada por el gozo y por la acción de gracias y, al mismo tiempo, el camino de la vida eterna. Y eso es lo que celebramos esta mañana.

Me vienen casi espontáneamente a la cabeza aquellas palabras de San Pablo, que “primero se apareció a los doce apóstoles, y luego a mí, como a un abortivo”. Abortivo significa ahí “alguien que nace fuera de tiempo”. Tú tenías que haberte ordenado normalmente con los de tu curso. En el mes de junio se ordenaron seis compañeros tuyos, pero tú no tenías la edad, y no estaba en mi mano el poder ordenarte en esa fecha y en ese momento. Y ahora que está en mi mano te ordeno, fuera de tiempo, pero nunca es fuera de tiempo para recibir la gracia del Señor.

Yo creo que las lecturas de hoy son preciosas para una ordenación de presbítero. Todas ellas tienen que ver con el templo, porque son las lecturas del aniversario de la consagración de una iglesia. Pero también es verdad que todas ellas ponen de manifiesto la crítica que Jesús hace a quienes ponen su confianza en el Templo material, es decir, en las piedras materiales que constituyen el Templo. No podemos olvidar que el Señor fue extraordinariamente crítico con esas esperanzas que los hombres, casi inevitablemente, tendemos a poner en las cosas de este mundo. Es difícil olvidarse que el único momento en el que el Señor hizo uso de la cólera fue justamente para fustigar y desbaratar, como algo que repugnaba a los planes de Dios, a aquellos que habían convertido el Templo de Dios en un lugar de negocio.

Igualmente, en el pasaje de la samaritana, cuando la samaritana le pregunta: “Pero, ¿dónde tenemos que adorar? ¿Cuáles son las reglas, las que dicen los judíos, que tenemos que adorar en Jerusalén, o las que dicen los samaritanos, que tenemos que adorar aquí, en el Monte Gerizim?” Y Jesús corrige de nuevo: “Llega la hora, mujer, y ya ha llegado, ya está aquí, en que quienes adoren a Dios le adorarán en espíritu y en verdad”. Y a mí siempre me sorprendió mucho, en los años que el Señor me concedió la gracia de enseñar la literatura cristiana primitiva y la vida de los primeros siglos de la Iglesia, cómo en aquellos primeros siglos, tal vez los siglos en los que la experiencia cristiana ha tenido más capacidad misionera, más capacidad propositiva para los hombres, la Iglesia no tenía templos, no tenía colegios, no tenía escuelas, ni universidades. No disponía más que de su propia humanidad portadora de Cristo.

Cuando Jesús habla en el Evangelio de hoy, “destruid este Templo y en tres días lo reedificaré”, el Templo al que se refiere es el Templo de su Cuerpo, de su propia humanidad. Y no podemos olvidar que es la cruz unida a la resurrección, porque nosotros no podemos ver la cruz si no es desde la resurrección, si no, sería una muerte más perdida en el olvido de la Historia. Pero la cruz, vista desde la resurrección, es el momento supremo de la revelación de Dios, donde Dios se revela más como Dios, como el más poderoso y el más grande. Allí donde, sin embargo, parece a los ojos humanos en una primera mirada que el ministerio de Jesús ha fracasado radicalmente, que el árbol ha sido arrancado de sus raíces, que estaba a punto de desaparecer, que el mal y la mezquindad de los hombres habían podido acabar con él. Y en ese momento, sólo aquella frase sobrecogedora, a la que no nos acostumbraremos jamás, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, revela que no hay mayor que aquél que da la vida por aquellos que ama, por sus amigos. Y el Templo de Dios, que era la humanidad de Cristo, fue rasgado, fue roto, fue destruido por los hombres, y sin embargo, en esa ruptura del Templo ha resplandecido, como jamás en la tierra, la gloria del Señor, y como jamás volverá a resplandecer.

¿Qué tiene que ver todo esto con tu ordenación, con nuestra ordenación, la de todos los que hemos sido elegidos, sin ningún mérito nuestro, para poder ser sacerdotes del Señor? Pues, sencillamente, que también en nuestro caso el templo no será la parroquia física, el edificio al que uno sirve como sacerdote, sino que el verdadero templo de Dios será tu humanidad. En tu humanidad es donde tiene que hacerse presente Jesucristo. La consagración, hasta la consagración del celibato que hiciste ya el día de tu ordenación de diácono, y que la Iglesia pide a los presbíteros, sólo tiene como sentido que tu humanidad entera esté disponible para ser del Señor, para que el Señor habite en ti (habitará en ti por la imposición de las manos) de tal modo que los hombres puedan reconocer a Cristo viéndote a ti.

¿Qué significa esto? En lenguaje de San Pablo, algo que se pide a todos los cristianos, pero que para el sacerdote es como una exigencia profunda de nuestro propio ser sacerdotal, “tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. Es decir, abre tu vida a la Palabra de Cristo, a la Persona de Cristo, a lo que significa en profundidad ese poder repetir día tras día ese “tomad, comed, esto es mi cuerpo; tomad, bebed, esta es mi sangre”. A ese don que llena el corazón de Cristo, que lo hace regalo sencillo para los hombres, ábrele tu corazón de tal manera que pueda disponer por entero de tu vida, que Él pueda disponer por entero de tu humanidad, de tu corazón, sin fisuras, sin compartirlo con nada ni con nadie. Que tu única preocupación sea parecerte a Cristo, y que los hombres puedan reconocer en ti a Cristo.

Y, ¿cuál es el rasgo de Cristo que más necesita el mundo contemporáneo? ¿Qué es lo que Cristo nos proclama y nos anuncia? El amor infinito y misericordioso de Dios. Una pasión por la vida de los hombres, una predilección por lo humano en cuanto tal. Un afecto a lo humano, y a la belleza de lo humano, más allá de cualquier otras medidas. Eso es un signo inequívoco de Cristo. Y, ¿cuáles son esas otras medidas? Pues los cálculos humanos, las divisiones que los hombres hacen en función del dinero, o de la inteligencia, o del status social, o de las ideologías. Un cristiano, y más un sacerdote, ama al ser humano en cuanto ser humano, ama su verdad. Y si ha de parecerse a Cristo, ama de una manera especial a los pobres, a los pecadores. Y cuanto más pecadores, cuanto más alejados, más dignos y más necesitados del Amor de Cristo. Y ama de una manera especial a los enemigos de la Iglesia.

Disponte, querido Víctor, a aprender (y eso te llevará sin duda en muchos momentos a sufrir, y a sufrir incomprensiones) esa manera de amar y de vivir de la Eucaristía que vas a celebrar. No es la Eucaristía una representación de nada, ni una ocasión de ponerte por encima del Pueblo cristiano, sino de servir. “¿Quién es más, decía el Señor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿Acaso no es más el que está a la mesa? Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”. Sirviendo en la Eucaristía, aunque el presbiterio esté elevado para facilitar la visibilidad, tú sirves a la mesa de la Esposa. Y la Esposa es el Pueblo cristiano ahí sentado, por quien Cristo ha derramado su sangre. Y tu vocación y tu misión, y mi vocación y mi misión, la nuestra, la de cada uno de nosotros, es gastar nuestra vida, limitada, pobre, llena de defectos, pero generosamente, sencillamente, para que ese Pueblo viva, para que la Esposa de Cristo resplandezca de belleza, sin mancha ni ruga, inmaculada, en la presencia del Señor, y agradecida porque Cristo vive en medio de Ella, y porque tu vida ministerial, nuestra vida ministerial, hace presente ese Amor de Cristo, esa Presencia graciosa, vivificante de Cristo en medio de su Pueblo. No sólo en los momentos en los que los sacerdotes estamos ejerciendo una función. No somos funcionarios. Puede ser que eso encaje en las religiones paganas, pero ciertamente eso no encaja en el Evangelio de Cristo, no encaja en lo que hemos aprendido de Cristo. Somos siervos vuestros, para vuestro bien, las veinticuatro horas del día. Somos sacerdotes vuestros, ejercemos, prolongamos en nuestra vida lo que hacemos en la Eucaristía, o Le pedimos al Señor, y os pedimos a vosotros que pidáis al Señor, para que nosotros podamos vivir así, porque sólo así se construye la Iglesia.

Sólo desde la Eucaristía, y sólo desde el misterio de la Eucaristía vivido sencillamente por nosotros, y hecho prolongación del misterio pascual de Cristo en medio de la historia de hoy, en medio de la Iglesia de hoy, en medio de los hombres de hoy, sólo así se construye la Iglesia, sólo eso construye la Iglesia. La Iglesia no es una ideología frente a otras ideologías. Y menos aún una posición política, u otro tipo de cosas. La Iglesia es el fruto humano de la Presencia viva de Cristo entre los hombres. Y ese fruto humano no puede estar hecho más que de la misma disposición de Cristo a dar la vida por los pecadores. Amar a los que nos aman no tiene ningún mérito. ¡Anunciar a Cristo a quienes no Le conocen, o a quienes han sido escandalizados por la Iglesia! Y te sucederá lo mismo que Le sucedió al Señor, que los fariseos y los escribas no Le entendieron, y los pecadores Le entendieron perfectamente. Y eso será un signo de que tu ministerio, de que nuestro ministerio, es un ministerio según el sentir del Señor, según el corazón de Cristo.

Damos gracias por el regalo que es el sacerdocio, y las damos sin ninguna reserva y llenos de gozo. Y Le pedimos al Señor que Él fructifique en tu vida, con toda la riqueza humana con la que el Señor te ha bendecido, para que los hombres puedan reconocer lo único de lo que depende su salvación: que Cristo vive, que Cristo vive para nosotros, y que Cristo nos hace partícipes de su vida divina mediante un don de Amor que nadie merecemos, del que nadie somos dignos, del que nadie podemos presumir de haber ganado o de haber conquistado con nuestro esfuerzo. Ser, en definitiva, un signo de la gracia viva, permanente, profundamente actual, de esa fuente de agua viva, que decía el profeta Ezequiel, que manaba del Templo, y era capaz de vivificar las aguas saladas y muertas del Mar Muerto, que era capaz de hacer fecundo el desierto. Ese Templo es hoy nuestra humanidad, como lo ha sido la humanidad de Cristo, para que en el desierto moral y en el desierto de confusión en el que tantos hombres viven pueda florecer de nuevo la vida de alegría y de acción de gracias y de libertad que es la vida de los hijos de Dios.

Las lecturas de la Eucaristía de hoy nos hablan también del misterio de la Iglesia templo; pero, de nuevo, por muy bella que sea esta catedral, es un misterio que no son las piedras; es infinitamente más bella la catedral de vidas humanas, las piedras vivas que constituyen la humanidad de Cristo, Cuerpo de Cristo, la Iglesia. El domingo que viene se celebra en toda España el Día de la Iglesia Diocesana, y nuestra Diócesis se une a esa celebración. Yo no estaré con vosotros. Hay una asamblea del Consejo Pontificio para los Laicos al que pertenezco que me impide estar aquí. Estaré en Roma, volviendo, pero no puedo celebrar la Eucaristía con vosotros. Aprovecho hoy, y aprovecho el momento de la celebración, para dirigirme a vosotros.

¿Qué nos recuerda el Día de la Iglesia Diocesana? Que formamos un solo Cuerpo, que la Iglesia de Cristo vive aquí, en esta ciudad, en esta comunidad que nos reunimos en torno a este pobre e indigno Pastor vuestro, pero en la que Cristo se hace presente para vuestra alegría, para vuestra vida, para vuestro gozo, para vuestra esperanza. Y ése es nuestro cuerpo, y ésa es nuestra familia, y es lo más precioso que tenemos en la vida, sacerdotes y fieles cristianos, porque sin ese don de la Iglesia, sin esa realidad de la Iglesia, que se hace carne en una Diócesis, que se hace carne en una Iglesia presidida por un sucesor de los apóstoles, nuestro vínculo con Cristo y nuestra esperanza sería vana, y la Presencia de Cristo sería vana, sería una abstracción, o sería una ideología.

La Iglesia universal, el misterio de la redención del hombre, se hace presente en esta realidad que es la Diócesis, y que formamos entre todos.

Como sabéis, y no quiero yo ocultarlo, en este año, precisamente porque el año que viene la Iglesia habrá renunciado ya definitivamente a otra forma de sostenimiento que no sea el sostenimiento de los fieles, es necesario hacer un esfuerzo. Y os suplico y os ruego humildemente que lo hagáis, que sostengáis a la Iglesia. En España estamos excesivamente acostumbrados a que esas cosas las resolvía el Estado, o el Gobierno, o las administraciones públicas que ayudaban a la Iglesia. Hoy las circunstancias hacen algo que yo estoy convencido que a la larga es un bien. Y es sencillamente que la Iglesia será lo que nosotros estemos decididos a que sea. La Iglesia ha vivido veinte siglos, y vive en el noventa y nueve por cierto de los países, sostenida por los fieles, por aquellos que aman a la Iglesia lo suficiente, que aprecian el don que la Iglesia hace, que es el don de la vida de hijo de Dios, como lo más precioso. De tal manera que, para sostener a mi familia, para sostener la educación de los niños, para sostener la esperanza en la que el Señor nos da a vivir, yo quiero sostener a la Iglesia con mi esfuerzo, con mi trabajo, con mi tiempo, y también con mis bienes, incluso quitándomelo de cosas que puedan ser necesarias a veces, porque me es más necesaria la gracia de Cristo que comer mejor, porque me es más necesario el perdón de Cristo que tener una cosa más que no es necesaria en la vida.

Mis queridos hermanos, yo os ruego que seáis generosos. La gente tiene la imagen de que la Iglesia es rica, y en Granada yo creo que existe la conciencia de que la Iglesia es rica. No es verdad. No es verdad. Al revés. La Iglesia, particularmente la Iglesia Diocesana, es especialmente pobre, necesita vuestra generosidad, necesita vuestra ayuda. Suscribíos a vuestra parroquia, o en la Curia Diocesana, pero ayudad a la Diócesis. Ayudad de la manera que podáis. El óbolo de la viuda vale más que muchas otras donaciones. Si hay un Pueblo cristiano consciente de lo que vale la Iglesia, la Iglesia vive en paz. Si la Iglesia se dedica a lo que se tiene que dedicar, que es a anunciar a Jesucristo, que es a cuidar de los hombres, que es a pastorear de los hombres, nunca le han faltado ni le faltarán los medios para subsistir.

No quería dejar de deciros esto en el contexto, justamente, de una ordenación sacerdotal. Si valoramos el don que es la Presencia de Cristo, no podemos sentirnos al margen de sostener esta familia que formamos todos nosotros. Una familia con heridas, con defectos, pero es mi familia; como mis padres, tienen defectos, tienen errores, límites, debilidades, pecados, pero son mis padres, les debo la vida. Y también a la Iglesia. La Iglesia es mi madre, y le debo la vida. Por mucho que a veces tenga tentaciones de avergonzarme de Ella, o de aspectos de Ella, le debo la vida. Sólo esa conciencia de que le debo la vida justifica esa generosidad que yo os pido a la hora de sostenerla.

Y también Le pido al Señor que todos los que somos sacerdotes, presbíteros, obispos, podamos ser realmente signo y testigo de lo único que necesitáis: la gracia de Cristo, el Amor de Cristo, la misericordia de Cristo. Que no seamos signo de nada más.

Que así sea, Víctor, en tu vida. Que así sea en la vida de todos nosotros. Que así sea en la vida del Pueblo cristiano, que pueda cantar con gozo esa Presencia de Cristo, la única que hace posible una alegría pura en el corazón humano, una alegría sin fisuras, sin dobleces, sin mentiras, sin falsedades. La alegría de que somos amados por un Amor infinitamente fiel, infinitamente grande y absolutamente incondicional.

Antes de la Bendición:
Terminamos con la Bendición. El nuevo presbítero, ya recién ordenado, se quedará aquí para que podáis saludarle y besar sus manos, ungidas con el santo crisma para poder perdonar los pecados y confeccionar la Eucaristía.

También, antes de daros la Bendición, veo que hay jóvenes y “jóvenas” por aquí. Sólo deciros que si el Señor pone en vuestro corazón el deseo de esta paternidad única y extraordinariamente bella, que es la paternidad sacerdotal (a diferencia de la paternidad de la carne, distinta, pero ni menos bella ni menos gozosa), abridle el corazón al Señor. El Señor no quiere nunca para nosotros nada malo, sino la felicidad plena, la plenitud de nuestra vida. Y lo mismo para vosotras. Si el Señor os llama, decidle que sí, que os aseguro que no hay novio mejor, me creáis o no me creáis, ni esposo más fiel, ni más capaz de satisfacer y de llenar la vida en todos los sentidos.

En una Iglesia viva las vocaciones bullen, como el agua hirviendo. Y vendrán, no tengáis miedo, vendrán. Y cuando no vienen tenemos que preguntarnos qué nos pasa, qué le pasa a nuestra fe, qué le pasa a nuestra vida cristiana. Así de simple. Es un termómetro precioso de la fecundidad de la fe.

Os doy a todos la Bendición.

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